La osad¨ªa de Juantxu Rodr¨ªguez
No conoc¨ª a Juantxu Rodr¨ªguez hasta la v¨ªspera de su muerte. Lleg¨® a Panam¨¢ de la mano de Maruja Torres un par de d¨ªas antes de la invasi¨®n norteamericana. Ven¨ªa a por el remate de un reportaje iniciado en el Cono Sur y se encontr¨® con una guerra. La quiso ver y fotografiar y pag¨® con la muerte su osad¨ªa: en los planes del Pent¨¢gono no estaba previsto que hubiera c¨¢maras ni fot¨®grafos, al menos durante los primeros momentos de la invasi¨®n.Aquel 19 de diciembre de 1989 Panam¨¢ vivi¨® la noche m¨¢s larga de su historia. En unas horas, 27.000 marines tomaron la capital y desmantelaron unas Fuerzas Armadas que hab¨ªan sido demonizadas como una amenaza para el hemisferio, pero que s¨®lo ten¨ªan arrestos para amedrentar a los civiles. La desproporci¨®n entre los medios utilizados y los objetivos perseguidos hicieron a¨²n m¨¢s surrealista aquella noche bananera.
Comenzaba la invasi¨®n de Panam¨¢, la primera de las neo-guerras a las que se ha referido Umberto Eco para caracterizar algunos conflictos de este fin de siglo. Guerras en las que s¨®lo un bando cuenta los muertos (mayormente civiles) mientras el otro contempla el espect¨¢culo desde la pantalla del televisor. Una guerra as¨ª no necesitaba un Robert Capa agazapado en la playa de Omaha Beach para que el mundo se estremeciera ante el valor de nuestros muchachos. Y menos a¨²n de reporteros gr¨¢ficos dispuestos a recoger en sus carretes el sufrimiento de los civiles, como ocurri¨® en My Lai.
En la historia tormentosa de las relaciones entre la prensa y la guerra, Panam¨¢ fue la ant¨ªtesis del Vietnam y un antecedente lamentable de la guerra del Golfo. Como escribir¨ªa Leguineche, fue un triunfo de la tecnolog¨ªa y una derrota del periodismo. Juantxu Rodr¨ªguez se encontr¨® con aquella guerra e intent¨® evitar la derrota del periodismo. Dirigi¨® su objetivo hacia unos marines antes de que el general Cisneros hubiese autorizado a los chicos de la prensa a entrar en acci¨®n. Y pag¨® su osad¨ªa profesional con la vida. La ¨²nica transgresi¨®n que cometi¨® fue fotografiar lo que ocurr¨ªa, todo lo que alcanzaba a ver. Ciudadanos que se asomaban al quicio de la puerta para contemplar el paso de alg¨²n blindado norteamericano, militares y paramilitares paname?os que se despojaban de ropas y armas en un descampado, familias que hu¨ªan del incendio de El Chorrillo, individuos que merodeaban cerca de alguna joyer¨ªa o una tienda de ropa. Escenas de las que quedaron pocas im¨¢genes independientes.
Para Juantxu, aqu¨¦l era su primer encuentro con la guerra. No ten¨ªa experiencia como fot¨®grafo de guerra, es cierto, pero hizo lo que tiene que hacer un profesional cuando se tropieza con la historia: fijar en sus carretes un momento irrepetible, lleno de desconcierto y sufrimiento. Luego vendr¨ªan otras fotos m¨¢s correctas, que ¨¦l ya no pudo hacer: Noriega detenido, camino de Florida; la restauraci¨®n de la democracia; la gente en la calle celebrando el fin de la dictadura. Pero las fotograf¨ªas que hizo Juantxu, en el hospital y en las calles humeantes del barrio viejo, tambi¨¦n forman parte de una intervenci¨®n que arroj¨® cientos de muertos civiles. ?Cu¨¢ntos? Quiz¨¢s dos mil. Nunca lo sabremos. Entre otras razones, porque alguien hab¨ªa decidido que la prensa no entrara en Panam¨¢ hasta que se hubiese enterrado los muertos.
En El Salvador y Nicaragua, y antes en Angola, yo hab¨ªa aprendido que lo peor de la guerra es el miedo de quienes llevan un fusil en la mano. Sab¨ªa que el terror a morir de un joven soldado que va a la guerra por primera vez es lo ¨²nico que le mantiene en pie cuando cae sobre una ciudad desconocida, habitada por un monstruo del que le han dicho que nada hay peor sobre el planeta. Deb¨ªa haberle insistido a Juantxu, poco antes de separarnos, que el peligro, en la guerra, no es proporcional a la maldad que se le supone a un hombre armado, sino a su instinto de supervivencia. Los marines apostados delante del hotel Marriott no avisaron. Ametrallaron el coche donde iba con Maruja y le derribaron a ¨¦l cuando se dispon¨ªa, probablemente, a fotografiarlos, desde el parking del hotel donde hab¨ªa buscado refugio. Alguien llev¨® su cuerpo al mismo hospital que hab¨ªa visitado aquella ma?ana y lo deposit¨® en la misma e inmunda morgue donde hab¨ªa hecho el ¨²ltimo reportaje de su vida. Tard¨¦ horas en saber su paradero y en alcanzar el dep¨®sito de cad¨¢veres. Convertido en el reducto de los ¨²ltimos paramilitares del r¨¦gimen, el hospital era una azarosa tierra de nadie agitada por el llanto de decenas de paname?os en busca de un familiar desaparecido. Las calles de Panam¨¢ comenzaban a ser pasto de una jaur¨ªa humana que asaltaba sus lujosos comercios. En una ciudad sin la vieja ley paname?a ni el nuevo orden norteamericano, cada barrio, cada manzana, montaba su propia barricada.
En la morgue s¨®lo quedaba un enfermero, que recordaba a Juantxu de cuando hab¨ªa estado all¨ª tomando sus pen¨²ltimas fotograf¨ªas. No fue f¨¢cil dar con el cuerpo. Por fin apareci¨®, encima de la misma carretilla que hab¨ªa fotografiado por la ma?ana, con una expresi¨®n de serenidad sobrecogedora, que contrastaba con las lamentables circunstancias de su muerte. ?C¨®mo hab¨ªa muerto aquel muchacho, que a¨²n parec¨ªa vivo? S¨®lo la pericia del enfermero permiti¨® dar con el recorrido de la bala que hab¨ªa acabado con su vida: un peque?o orificio en el p¨¢rpado y un boquete detr¨¢s del cr¨¢neo que se hac¨ªa evidente y monstruoso al levantarle la cabeza.
Cada guerra ha tenido su periodismo de guerra. La del Golfo fue el Waterloo de un g¨¦nero que tuvo sus momentos de ¨¦pica y honor. Se trataba, como dijo Bush, de no tener las manos atadas detr¨¢s de la espalda, de no estar sometidos a la funesta man¨ªa de los periodistas de contar lo que ven. La actitud de Juantxu Rodr¨ªguez no entraba en esta l¨®gica que se ensay¨® en Panam¨¢. Por esto muri¨®, y han muerto tantos fot¨®grafos y c¨¢maras de televisi¨®n cuya labor ha impedido que alguien nos secuestre una parte de la realidad en tantas otras guerras. Puede parecer un hero¨ªsmo gratuito, innecesario. Sobre todo cuando los estados mayores ofrecen im¨¢genes de ordenador tan sugestivas, que se pueden captar y retransmitir a distancia, desde un c¨®modo terminal de ordenador.
Para Juantxu, arriesgar no era un fin. Era la manera de conseguir que el trabajo del periodista no le haga perder a la guerra su condici¨®n de acontecimiento profundamente humano.
Andreu Claret fue delegado de la Agencia Efe para Centroam¨¦rica desde 1988 hasta 1991.
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