Almendros
VICENT FRANCH I FERRER
Un viento de poniente que no resultaba molesto se deslizaba desde el interior monta?¨¦s del pa¨ªs hacia el mar. En uno de los amaneceres el reflejo del sol sobre el mar quieto era de plata viva. Pasamos del oro viejo que asomaba entre brumas, a este plata hiriente de menos cotizaci¨®n pero magn¨¢nima belleza. Fue el viento, anunciado como de moderado a fuerte pero luego inusualmente suave para ser poniente, el que arranc¨® los p¨¦talos de las flores de los almendros, blandas por el castigo de unas temperaturas demasiado benignas para su gusto.
El espect¨¢culo de los almendros en flor ha pasado casi desapercibido en la prensa, como si su ritual eclosi¨®n ya no fuese noticia entre tanto acontecimiento pol¨ªtico a cuenta de las elecciones de marzo.
No recuerdo que los almendros en flor de los pueblos de la Serra d'Espad¨¤ tuvieran otros a?os esta textura lejana de blanco p¨¢lido tan intensa, y un rosa suave sonoro rodeando a un incierto rojo granate cuando te acercas al ¨¢rbol. De verdad que no tuve las mismas sensaciones en temporadas pasadas. Puede que los fr¨ªos de los primeros d¨ªas de enero, o la calidad de los vientos, o puede que las oportunas lluvias que cayeron en diciembre tengan que ver con la perfumad¨ªsima irrupci¨®n de la flor del almendro; no sabr¨ªa decirlo. Pero estaba ah¨ª, poderosa, invasora y sensual.
Fue entonces cuando el viento de poniente, dec¨ªa, empez¨® a reclutar p¨¦talos aqu¨ª y all¨¢ y a llevarlos danzando hacia todos los lugares. Bajaban arremolinados por estrechas calles, ven¨ªan de los barrancos, acompasados, como en olas, hasta convertirse en peque?os e inusitados copos de nieve brotando de la tierra, subiendo hacia los tejados, corriendo por las calles secas en pos de sus propias y breves sombras como nieve que no fue, bajo un sol de justicia.
De haber previsto que iba a ocurrir semejante espect¨¢culo habr¨ªa escrito antes esta columna, convocando y citando a los prisioneros de nuestras grandes ciudades a la representaci¨®n de estas paradojas, porque la ritualizaci¨®n de las costumbres ligadas a la semana inglesa, al ocio programado para los d¨ªas postreros de la semana nos priva del placer presencial de estos imprevistos que, por otra parte, se tienen como normales y rutinarios all¨ª donde se producen. Pas¨® casi inadvertida la imponente floraci¨®n de los almendros y, por el contrario, fue noticia una playa a rebosar en un domingo que el clima no cumpli¨® con su obligaci¨®n para los d¨ªas que corren. Aquello debi¨® ser tenido como el t¨®pico que se repite cada a?o por estas fechas, y lo otro, como algo sorprendente; y, desde luego, ni una cosa ni otra.
Ahora que el tiempo ha vuelto a los fueros de febrero, que est¨¢ siempre loco, como le quieren los meteor¨®logos, los almendros se esconden entre brumas h¨²medas, los p¨¦talos ca¨ªdos de sus flores se marchitan antes de alzar de nuevo el vuelo, y los perfumes se hacen m¨¢s est¨¢ticos y penetrantes. Cuando vuelvan los vientos de poniente bajo un sol brillante, y en los lomos del mar el sol que crece rompa la plata refulgente, las flores del almendro se habr¨¢n cerrado sobre s¨ª mismas y empezar¨¢ el delicado trabajo de alumbrar las hojas. No ser¨¢ vistoso, ni f¨¢cil de captar en el d¨ªa a d¨ªa. Cuando las hojas protejan a los incipientes frutos y los almendros ofrezcan su verdor primaveral, ser¨¢n las flores del naranjo las que convoquen a los vientos para regalarles su esencia.
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