C¨¢maras y pistolas
Uno nunca llega a saber qu¨¦ tanto por ciento de su vida le pertenece al Estado. Uno paga impuestos, tasas, peajes, firma papeles y solicita documentos o tira un a?o de su vida a la basura mientras hace el servicio militar, pero no sabe si al Estado todo eso le parece bastante o le parece muy poco, si se siente decepcionado o se siente satisfecho.Uno no sabe ni siquiera, y menos a¨²n en ¨¦poca electoral, cu¨¢l es su funci¨®n en el banquete de la democracia, no sabe si es uno de los comensales o s¨®lo es parte de la comida. Ahora, los candidatos necesitan llenar sus urnas -o abastecer sus neveras, si lo prefieren- y, por lo tanto, vuelven a acordarse del viejo asunto de los pensionistas, los parados y los contribuyentes; y tambi¨¦n se acuerdan de la mili, juran que si ganan se acabar¨¢n las tropas de soldados forzosos, las noches de cuartel, los desfiles al alba, los gritos e insultos que cuatro memos tal vez inservibles para la vida civil le tiran cada ma?ana a la cara a trescientos chicos asustados, cuatro memos subidos a sus galones de cabo o de sargento que, apartir de ahora, van a ser todav¨ªa m¨¢s rudos y el doble de peligrosos, puesto que el coeficiente intelectual que les van a exigir para aprobar el examen de ingreso al ej¨¦rcito se va a bajar, va a descender al nivel de los m¨¢s limitados, de los menos capaces.
Dicen que es bueno que los oficiales menores sean un poco est¨²pidos; que cuanto menos listos son, resultan m¨¢s d¨®ciles y ¨¦sa es la condici¨®n esencial de la vida castrense: la obediencia. Yo no dejo de pensar en una novela de Chester Himes y en su inquietante t¨ªtulo: Un ciego con una pistola.
Creo que nunca se ha valorado suficientemente lo que significa el servicio militar obligatorio, ni el calibre de esa intromisi¨®n del estado en la vida de sus s¨²bditos: vas en un autob¨²s o paseando por la calle, entras en una estaci¨®n de tren o en los lavabos de una cafeter¨ªa y te encuentras a los soldados, en grupos de cinco o seis, los miras como si fuesen habitantes l¨®gicos de la ciudad, seres id¨¦nticos a cualquier otro, iguales a un abogado o a un electricista, a una enfermera o un dependiente. Pero no lo son, han sido uniformados, rapados y adiestrados en una profesi¨®n que seguramente no va a ser la suya ni les interesa, que en muchos casos les parece detestable. Son rehenes del Estado, personas apartadas de sus vidas, gente cuyo caudal ha sido interrumpido.
Sin embargo, hasta el d¨ªa de hoy y despu¨¦s de un mont¨®n de promesas incumplidas y de pr¨®rrogas desesperantes, no parece que el Estado considere un gran sacrificio el que algunos de sus ciudadanos le tengan que regalar un a?o, o casi un a?o, de su breve y maravilloso tr¨¢nsito por la Tierra. O puede que, en el fondo y aunque lo disimule por motivos de imagen, el Estado vea normal ese sometimiento, ese control.
Para demostrarlo, hace no demasiado se intent¨® convencer a la gente de la necesidad de instalar c¨¢maras de v¨ªdeo en las calles de las ciudades, m¨¢quinas que controlar¨ªan a los delincuentes, que iban a esclarecer cientos de delitos y a desenmascarar a cientos de criminales. El proyecto apelaba, porque ese tipo de cosas siempre lo hace, al peor de los argumentos posibles: si usted no hace nada malo, no tiene nada que temer.
Lo que nos faltaba, le dijimos casi todos a los gobernantes-polic¨ªas, era que el Estado ponga su ojo inmenso sobre nosotros, que nos controle veinticuatro horas al d¨ªa, que tenga la capacidad de sorprendernos en actitudes inconvenientes de toda clase, con un dedo dentro de la nariz, con un pie en los escalones de un antro oscuro, con una mano sobre la mujer o el marido ajenos.
De momento, se echaron atr¨¢s, pero no todos, porque ya hay un municipio de la Comunidad de Madrid, el de Majadahonda, que ha solicitado permiso para instalar c¨¢maras de v¨ªdeovigilancia en su Gran V¨ªa. A su alcalde, del PP, le parece que eso es una garant¨ªa para los vecinos, una forma de protecci¨®n. Yo le propongo un trato: que instale tambi¨¦n c¨¢maras en el Ayuntamiento, en su despacho y en la sala de plenos, en los pasillos y las puertas de entrada. De ese modo, los ciudadanos tendr¨ªan un control fiable y total sobre su gesti¨®n y, desde luego, si ¨¦sta es honrada y transparente, el se?or Ricardo Romero de Tejada no tiene nada que temer. No me digan que no es una idea justa y tan razonable como esas otras que consisten en que a los tontos les dan una pistola y a los alcaldes les dan una v¨ªdeoc¨¢mara. Esto es lo que hay.
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