La ortop¨¦dica amabilidad del mercado
En ocasiones, en Estados Unidos los servicios no funcionan. Eso s¨ª, cuando uno llama por tel¨¦fono para quejarse, el trato resulta pasmosamente amable. Al terminar la conversaci¨®n se tiene la sensaci¨®n de contar con un nuevo amigo. La quinta vez que llama, el empleado ya empieza a resultar empalagoso, cuando termina la conversaci¨®n con id¨¦ntica ritualizada secuencia: ?Se ha sentido usted bien tratado? ?Est¨¢ usted satisfecho? ?Hay algo m¨¢s que pueda hacer por usted?..., y as¨ª hasta encadenar cinco preguntas. A esas alturas, por m¨¢s c¨¢ndido que uno sea, empieza a dudar de que el inter¨¦s sea genuino y a detectar una sombra de falsedad en la voz esforzadamente enf¨¢tica. Al pronto, la primera tentaci¨®n es la de colgar el tel¨¦fono e interrumpir la cantinela. Si no lo hace es porque para entonces alguien ya le ha explicado las circunstancias de tan ins¨®lito comportamiento: la conversaci¨®n esta siendo grabada y, en alguna medida, el futuro laboral del empleado depender¨¢ de nuestra decisi¨®n de zanjar bruscamente el simulacro de conversaci¨®n.La experiencia descrita resume lo lejos que anda el capitalismo de cada d¨ªa de la fantas¨ªa para uso pol¨ªtico seg¨²n la cual la sociedad de mercado es la cristalizaci¨®n de la sociedad abierta, una sociedad en donde la vida de las gentes discurre sin interferencias arbitrarias, gu¨ªas morales o adoctrinamientos ideol¨®gicos. En la equiparaci¨®n entre mercado y libertad, dos mitos han resultado particularmente eficaces: el mito de la autoridad ciega y el de la econom¨ªa moral. Mientras el primero de ellos invoca la libertad de cada uno, la ausencia de tutelas y autoridades, el segundo apela a la libertad de todos, a una suerte de laicismo que permitir¨ªa al mercado asegurar el funcionamiento de la vida social sin ning¨²n cimiento moralista. En breve, ni reyes ni curas.
Los dos mitos tienen en la popular met¨¢fora de la "mano invisible" su punto de arranque. El mercado aparece como una suerte de organismo que funciona coordinadamente sin que nadie se ocupe de vigilar su funcionamiento. Multitud de acciones independientes, en un marco de perpetua competencia, aseguran que la maquinaria social opere sin que nadie centralice la informaci¨®n acerca de qu¨¦ hay que producir, para qui¨¦n o en qu¨¦ cantidad. Basta con que cada uno se preocupe de ir a lo suyo, de buscar su beneficio. Si no lo hace eficientemente, queda fuera de juego. Pero no es el ¨¢rbitro el que lo expulsa, sino su propia torpeza a la hora de procurar su beneficio con inteligencia. Las penalizaciones del mercado no requieren de sujeto penalizador. No hay autoridad que indague y ordene. El mercado ignora la autoridad.
Como otras veces, la realidad esta bien lejos de la leyenda. En este caso, desde el principio. El desmentido m¨¢s inmediato del mito de la autoridad ciega es el invento organizativo m¨¢s genuino del capitalismo: la empresa, una instituci¨®n fuertemente centralizada, jer¨¢rquica y que, desde siempre, se ciment¨® en el control permanente de quienes emplean all¨ª un tercio de sus vidas, en las horas de trabajo y, con frecuencia, tambi¨¦n despu¨¦s. Se han ensayado muchas filigranas te¨®ricas para cuadrar la "singularidad" de la empresa, pero ninguna resulta sencilla y convincente. Tampoco las letan¨ªas acerca de la modernidad y las nuevas formas de trabajo encuentran un sencillo acomodo intelectual para realidades como las de nuestro empleado, al lado de la cual el big brother orwelliano parece un organizador de happenings californianos. El control por parte de quienes emplean unos servicios respecto a quienes los ejecutan, aun si tiene l¨ªmites absolutos, en el camino va dejando bastantes parcelas de la vida de los unos bajo la tutela de los otros. Es un control que, adem¨¢s, tiene algo de irremediable fatalidad. Es la persecuci¨®n inevitable de un objetivo imposible. Por una parte, nunca puede llegar a completarse, pues en el l¨ªmite hay que controlar al controlador y, al final, los indiscutibles costes cuentan m¨¢s que los inciertos beneficios potenciales. Por otra, en ese escenario el af¨¢n controlador resulta obligado. La necesidad de vigilancia arranca de la desconfianza y ¨¦sta encuentra su fundamento precisamente en el motor inm¨®vil del sistema: cada uno s¨®lo ha de procurar por lo suyo. El mismo mecanismo que hace funcionar al proceso asegura sus patolog¨ªas (de hecho, el trasfondo es el mismo que las stock options de los directivos de Telef¨®nica: la necesidad de asegurar que no trabajan pro domo sua. Los procedimientos, eso s¨ª, son bien diferentes).
El segundo mito se refiere a la econom¨ªa moral del mercado. Seg¨²n esa idea, a diferencia de sociedades anteriores, el capitalismo no requiere de la existencia de valores morales compartidos para funcionar. Tambi¨¦n aqu¨ª la mano invisible sirve como punto de partida argumental. El vendedor que me ofrece su mejor producto no tiene ning¨²n apego especial por mi bienestar ni tampoco por el bienestar colectivo. Sencillamente, procura su beneficio y sabe que el mejor modo de hacerlo es comportarse con eficiencia. La moral o las emociones no est¨¢n entre sus motivaciones. Bastan ciertas condiciones (de competencia) para que el natural ego¨ªsmo de las gentes asegure el funcionamiento social.
Esta leyenda no es m¨¢s realista que la anterior. El m¨¢s sencillo de los intercambios, que se produce con dilaciones temporales, entre el momento en el que se paga y en el que se entrega, resultar¨ªa imposible sin un trasfondo de confianza. El mercado, para operar requiere de una orograf¨ªa moral y emocional que el propio mercado no produce, antes bien, socava. Si todo se compra y se vende, las leyes, la polic¨ªa, la "confianza", el mercado resulta imposible. En Rusia no es que falte mercado, es que hay demasiado, y por eso surgen las mafias, para asegurar, bajo amenaza, que los acuerdos se respetan. La red moral s¨®lo puede cumplir su funci¨®n si no es resultado de una elecci¨®n estrat¨¦gica, si no se sustenta ella misma en el inter¨¦s. Si yo s¨¦ que t¨² aprecias tu dignidad me cuidar¨¦ de estafarte, porque, aun si te resulta costoso, no dejar¨¢s que act¨²e con impunidad. Para el que s¨®lo atiende al beneficio, la b¨²squeda de reparaciones, incierta y, por lo general, m¨¢s costosa que la hipot¨¦tica ganancia, carece de sentido. Es un ser sin memoria afectiva. Ni siquiera puede "elegir" la dignidad. Si tu "dignidad" es un simple c¨¢lculo, un movimiento t¨¢ctico para impedir que yo me decida a enga?arte, dejar¨¢ de cumplir su funci¨®n: una vez yo haya "movido ficha", una vez el enga?o se ha consumado, a ti no te sale a cuenta persistir en "la pose". Como yo no ignoro esa circunstancia, no hay raz¨®n para que te tema. La dignidad s¨®lo sirve si es sentida e irrenunciable. Como el cari?o verdadero, ni se compra ni se vende. La confianza, la amistad, son bienes que cuando se les pone precio desaparecen. O son otra cosa. Cuando los turistas empiezan a dar "propinas" a las gentes por sus atenciones o por su tiempo, se inicia una inexorable secuencia en la que se encadenan la humillaci¨®n, el reclamo (del precio de "mercado") a quienes se resisten a "pagar por el servicio" y aun la propia desaparici¨®n de la amabilidad: enfrentados al dilema entre sentirse unos "primos" que no cobran por "el trabajo" y el envilecimiento de ponerle precio a su humanidad, es muy posible que acaben por abandonar la buena disposici¨®n. La dignidad impone abandonar "la amabilidad".
El empleado de nuestra experiencia es la consumaci¨®n de la paradoja: el mercado erosiona los cimientos normativos y emocionales que necesita para funcionar. Y no tiene modo de repararlos. Una vez abandonados sus atributos de espontaneidad y de sinceridad, la amabilidad acartonada del empleado, que todos sabemos entrenada, elegida, como el amor fingido, deja de ser amabilidad y de cumplir su funci¨®n. Por m¨¢s desalmado que uno sea, no puede evitar cierta compasi¨®n -si no admiraci¨®n- por aquella persona que finge un tono de sincera preocupaci¨®n, lo que no es ejercicio sencillo cuando la patra?a se repite con cada llamada. Incluso puede llegar a suceder que, con no poca aprensi¨®n, asuma a su cargo "los costes" de la amabilidad por m¨¢s que, a buen seguro, a esas alturas preferir¨ªa evitarse el deprimente espect¨¢culo, aun si con ello disminuyera la "eficiencia" del servicio. No cabe imaginar mayor retorcimiento de la historia. La ficci¨®n se mantiene, en el mejor de los casos, por la compasi¨®n del cliente, que sabe que de sus humores depender¨¢ que las incertidumbres y la provisionalidad del otro se puedan prolongar un d¨ªa m¨¢s. Hasta la pr¨®xima aver¨ªa.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de Metodolog¨ªa de las Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona.
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