Von Papen en Azkoitia
En las postrimer¨ªas de la Segunda Guerra Mundial embarranc¨® en la costa guipuzcoana un submarino alem¨¢n. La tripulaci¨®n tuvo mucha suerte. Sus miembros rescatados ilesos pasaron el resto de la guerra en el Balneario de San Juan en Azkoitia, hoy por desgracia desaparecido al igual que la vieja torre junto al mismo. Sus anfitriones los recordaban d¨¦cadas despu¨¦s con mucho afecto. "Qu¨¦ corteses eran todos. Ven¨ªan mucho a la biblioteca a pedir libros y siempre los devolv¨ªan el d¨ªa prometido. Iban impecables y eran educad¨ªsimos. Saludaban a golpe de tac¨®n. Unos aut¨¦nticos caballeros", recuerdo comentar a mi abuela.De peque?o, en San Juan, los imaginaba paseando por la frondosa ribera del Urola, leyendo a Verlaine y a Novalis, citando a Goethe y a Schiller en culta conversaci¨®n entre ellos y saludando cort¨¦smente a las jovencitas de los caser¨ªos adyacentes. Unos aut¨¦nticos "Junkers" desembarcados en Azkoitia. Los Junkers eran los miembros de la peque?a aristocracia rural prusiana, principal fuente de cuadros e ideolog¨ªa del bismarckismo, cuyo mundo fue tan magn¨ªficamente retratado por Theodor Fontane en su c¨¦lebre novela Der Stechlin.
Pero la ingenuidad infantil es ef¨ªmera y el tiempo nos impone una lucidez tantas veces ¨¢rida y ¨¢cida. Lleg¨® un d¨ªa en que, de repente casi, fui consciente de que aquellos caballeros elegantes e ilustrados, hasta su encontronazo con unas amables rocas, creo que entre Guetaria y Zumaya, hab¨ªan estado dedicados al hundimiento de buques, de guerra por supuesto, pero tambi¨¦n mercantes y de pasajeros, todo ello por encargo del almirante Alfred D?nitz, aquel hombre que tan r¨¢pidamente pas¨® de gran militar a lacayo de Hitler.
Todo lo hicieron por una causa, en una guerra. Seguro que no eran nazis todos y que muchos no disfrutaban hundiendo buques civiles. Ni el cocinero, ni los marinos, ni los pinches, ni siquiera los oficiales y el capit¨¢n se mancharon jam¨¢s las manos de sangre en sentido literal. No participaron en matanzas de polacos, jud¨ªos o rusos. Nunca quemaron a serbios vivos en sus iglesias ni arrasaron pueblos griegos. Sin embargo, desde que supe de sus labores en el Atl¨¢ntico, nunca pude volver a imaginarlos leyendo poes¨ªa junto al Urola, compartiendo mis gustos y mis valores. Dejaron para siempre de formar parte de esa comunidad de seres humanos, del pasado, del presente y del futuro, a la que se aspira a pertenecer, porque en su compa?¨ªa imaginada uno se siente un poco mejor persona cada d¨ªa y arropado por la calidad humana.
En los tiempos en los que aquellos n¨¢ufragos alemanes paseaban por Azkoitia y -imaginaba yo- se fotografiaban seguramente con una flamante c¨¢mara Zeiss frente al palacio de los Caballeritos, ese s¨ªmbolo olvidado de la ilustraci¨®n y la lucha de los individuos libres contra el oscurantismo, un compatriota suyo, Franz Von Papen, ya s¨®lo era embajador del Tercer Reich en Turqu¨ªa, puesto menor en tiempos tan tempestuosos. Tan lejos aquello de los bosques de San Juan y de Loyola. Y, sin embargo, aquel remoto y ya acabado embajador Von Papen era uno de los hombres con mayor responsabilidad de la presencia de todos aquellos soldados alemanes en la tierra de San Ignacio.
Von Papen no era prusiano. Nacido en Westfalia en una vieja familia cat¨®lica, fue un l¨ªder prometedor del llamado nacionalcatolicismo en la d¨¦cada de los veinte. Piadoso, tradicionalista, siempre defensor de los valores patrios, estaba convencido de que el constitucionalismo del canciller Heinrich Bruning en la Rep¨²blica de Weimar no pod¨ªa ofrecer las defensas necesarias a Alemania contra las ideas for¨¢neas, sobre todo las bolcheviques, que pon¨ªan en peligro la esencia misma de la naci¨®n. Gracias al presidente Von Hindenburg y al tambi¨¦n militar Kurt Schleicher, Von Papen consigui¨® derribar a los defensores de la constituci¨®n. Asumi¨® la canciller¨ªa y disolvi¨® el parlamento de Weimar el 12 de septiembre de 1932. En los meses posteriores, levant¨® todas las limitaciones a las actividades paramilitares del Partido NacionalSocialista Obrero Alem¨¢n. Se fue alejando cada vez m¨¢s de sus correligionarios del Partido Cat¨®lico del Centro y acercando a los nacionalsocialistas.
La violencia ejercida contra los enemigos de su causa comenz¨® a parecerle leg¨ªtima a este cat¨®lico tan obsesionado antes por el orden. La legalidad empez¨® a parecerle un valor muy relativo, incluso despreciable ante la grandeza de los designios de la patria y los propios como l¨ªder. Cesado por el presidente de la rep¨²blica a instancias de quien hab¨ªa sido su mentor, consum¨® el salto irreversible: entr¨® en negociaciones, primero secretas, despu¨¦s abiertas, con Hitler. Hubo acuerdo. En su soberbia y ambici¨®n infinitas, Von Papen estaba convencido de que ser¨ªa ¨¦l quien dirigir¨ªa el gran frente unitario de las fuerzas nacionales alemanas contra el enemigo exterior e interior. Pensaba hacerlo de una forma autoritaria pero en absoluto criminal. ?l, cre¨ªa, podr¨ªa poner freno a las veleidades violentas del partido nazi de aquel peque?o histri¨®n austriaco de clase baja.
Fue ¨¦l quien propuso y elev¨® a Hitler a la canciller¨ªa, gracias a sus propios esca?os en el parlamento y tras vencer las dudas que albergaba al respecto el ya senil presidente Hindenburg. No tard¨® aquel cat¨®lico anticomunista en entender lo mucho que se hab¨ªa equivocado. Pronto era un t¨ªtere pat¨¦tico a merced de la tiran¨ªa de quienes despreciaban la vida. En 1934 ces¨® como vicecanciller. Durante cuatro a?os sirvi¨® de pelele de los nazis como embajador en Austria, dedicado a los preparativos para el Anschluss (la anexi¨®n). Despu¨¦s Hitler lo aparcar¨ªa con desprecio en Ankara.
Von Papen nunca mat¨® a nadie. Es de suponer que nunca habr¨ªa podido hacerlo. Era un hombre de conducta personal intachable, de educaci¨®n exquisita. Ten¨ªa tan poco en com¨²n con los rufianes y delincuentes que formaban parte de los Camisas Pardas de la SA como, por ejemplo, Xabier Arzalluz con los ni?atos intoxicados de patria que mantienen ocupada desde hace a?os la calle Jon Bilbao de la Parte Vieja donostiarra. Pero en el momento clave de su vida, el impecable hombre de orden Von Papen cruz¨® la frontera invisible y se alej¨® de esa gran comunidad imaginada que ve en la vida de todo y cada uno de los individuos humanos un valor supremo y sagrado. Y acab¨® mano a mano con los Camisas Pardas en la carrera hacia el crimen y la cat¨¢strofe. ?C¨®mo llega un hombre maduro y culto, en una sociedad moderna y libre, a emprender semejante camino?
Muchos lo han estudiado desde los ¨¢ngulos m¨¢s variados. Ambici¨®n, obcecaci¨®n, fanatismo o c¨¢lculo, todo se ha dicho sobre Von Papen. En todo caso, alg¨²n m¨®vil muy poderoso lo llev¨® a negociar, especular y medrar con la vida y la muerte de otros. La clave de su comportamiento radica probablemente en que este cat¨®lico lleg¨® a odiar m¨¢s a sus adversarios pol¨ªticos que al crimen y sus pont¨ªfices. Su miedo al fracaso e incapacidad de arrepentimiento le llevaron a ignorar principios supremos. Fracas¨® de todas formas. Pact¨® con el nazismo para imponer sus planes y sus ideas y sucumbi¨® humillantemente ante un Hitler que lo despreciaba profundamente como demostraba una y otra vez. Fue Von Papen, con su pol¨ªtica de pactos, quien entreg¨® a Hitler los instrumentos necesarios para el genocidio, el colaborador necesario para las muertes aisladas primero, la guerra de tierra calcinada y los campos de exterminio despu¨¦s.
Von Papen nunca estuvo en Azkoitia, pero tuvo gran parte de la culpa de que all¨ª se hallaran, al final de una guerra con cincuenta millones de muertos y la civilizaci¨®n en llamas, unos hombres j¨®venes alemanes que podr¨ªan haber tenido un pasado m¨¢s digno y un futuro mejor.
Su vanidad y su soberbia, su incapacidad para admitir errores y para ver y sentir la l¨ªnea que separa la civilizaci¨®n del crimen, le costaron unos a?os de c¨¢rcel impuestos en Nuremberg. Pero sobre todo le costaron el saber lo sucedido y de su responsabilidad. Hasta el final de sus d¨ªas tuvo que vivir con el recuerdo de los cr¨ªmenes que hab¨ªa comprendido primero, explicado despu¨¦s y al final favorecido e incluso inducido. Y consciente por supuesto del desprecio que por sus actos sent¨ªan todas las personas y sociedades con dignidad y compasi¨®n. Todo ya demasiado tarde para Von Papen, el de Westfalia. ?Tambi¨¦n para el de Azkoitia?
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