Fumando espero
Un jurado de Miami ha condenado a cinco empresas tabacaleras a indemnizar, a medio mill¨®n de fumadores f¨ªsicamente perjudicados por los cigarrillos, con la astron¨®mica suma de 145 mil millones de d¨®lares. El tribunal hab¨ªa decidido, antes, que aquellas empresas delinquieron ocultando informaci¨®n sobre los perjuicios del tabaco y utilizando en la producci¨®n de cigarrillos sustancias que aumentaban la adicci¨®n. Aunque, desde que dej¨¦ de fumar, hace treinta a?os, detesto el cigarrillo y a sus fabricantes, la sentencia no me ha alegrado tanto como a otros ex-fumadores, por razones que me gustar¨ªa tratar de explicar.Empec¨¦ a fumar cuando ten¨ªa siete u ocho a?os de edad, en Cochabamba. Con mis primas Nancy y Gladys invertimos nuestras propinas en una cajetilla de Viceroys y nos la fumamos entera, bajo el ¨¢rbol del jard¨ªn, en la casa de Ladislao Cabrera. Gladys y yo sobrevivimos, pero la flaca Nancy tuvo v¨®mitos sobrecogedores y los abuelos debieron llamar al m¨¦dico. Esta primera experiencia fumat¨¦lica me disgust¨® much¨ªsimo, pero mi pasi¨®n por ser grande de una vez era m¨¢s fuerte que el asco, y segu¨ª fumando para parecerlo, aunque, estoy seguro, sin el menor placer y a escondidas, todos los a?os de la secundaria. Mi adolescencia universitaria es inseparable del cigarrillo, de los ovalados Nacional Presidente de tabaco negro y algo picante que fumaba sin parar, mientras le¨ªa, ve¨ªa pel¨ªculas, discut¨ªa, enamoraba, conspiraba o intentaba escribir. Tragar y echar el humo, en argollas o tirabuzones o como una nubecilla que se iba descomponiendo en figuras danzantes, era una gran felicidad: una compa?¨ªa, un apoyo, una distracci¨®n, un est¨ªmulo. Cuando llegu¨¦ a Europa, en 1958, fumaba un par de cajetillas diarias cuando menos, y deb¨ªan de haber acariciado mis pulmones ya los humos y humores de varios millares de cigarrillos.
El descubrimiento de los Gitanes, en Par¨ªs, catapult¨® mi afici¨®n al tabaco; pronto pas¨¦ de dos a tres paquetes diarios. Fumaba todo el d¨ªa, empezando inmediatamente despu¨¦s del desayuno. No pod¨ªa fumar en ayunas, pero, luego del caf¨¦ cargado y el croissant, esa primera aspiraci¨®n de humo espeso me hac¨ªa el efecto del verdadero despertar, del comienzo del d¨ªa, del primer impulso vital, de la puesta en marcha del organismo. Recuerdo perfectamente bien que tener un cigarrillo encendido en la mano se convirti¨® en el requisito indispensable para cualquier acci¨®n o decisi¨®n, trivial o importante, de la vida: abrir una carta, contestar una llamada por tel¨¦fono o pedir un pr¨¦stamo en el banco. Fumaba entre plato y plato a la hora de las comidas y en la cama, dando la ¨²ltima pitada cuando el sue?o me hab¨ªa arrebatado ya parte de la conciencia.
Por esa ¨¦poca, mediados de los sesenta, un m¨¦dico me advirti¨® que el cigarrillo me estaba haciendo da?o, y que, si no lo suprim¨ªa, deb¨ªa por lo menos reducir dr¨¢sticamente la raci¨®n de tabaco. Viv¨ªa atormentado con problemas de bronquios, y los inviernos parisinos me ten¨ªan estornudando y tosiendo sin cesar. No le hice caso, convencido de que sin el tabaco la vida se me empobrecer¨ªa terriblemente, y que, incluso, hasta perder¨ªa las ganas de escribir. Pero, al trasladarme a Londres, en 1966, intent¨¦ un acomodo cobard¨®n con mi vicio solitario: fumar, en vez de los amados Gitanes, los esmirriados y rubiones Players Number 6, que ten¨ªan filtro, menos tabaco y que nunca me acabaron de gustar. Lo hice porque empec¨¦ a sentir, en las tardes o noches, a causa de la intoxicaci¨®n de nicotina, unas punzadas en el pecho que s¨®lo amainaban bebi¨¦ndome un vaso de leche.
Pero no fueron los bronquios maltratados ni las punzadas pectorales, sino un m¨¦dico de Pullman, cuyo nombre, oh ingratitud humana, he olvidado, lo que me decidi¨® por fin a dejar de fumar. Estaba all¨ª, en esa remota localidad favorecida por las tormentas de nieve y las rojas manzanas del centro del Estado de Washington, de profesor visitante, y mi simp¨¢tico vecino, profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad, me ve¨ªa fumar como un murci¨¦lago, d¨ªa y noche, francamente espantado. Muy en serio, en nombre de nuestra flamante amistad, me pidi¨® que le regalara medio d¨ªa de mi vida. Lo hice, porque me ca¨ªa muy bien, pero advirti¨¦ndole que era gen¨¦ticamente al¨¦rgico a las conversiones (religiosas, pol¨ªticas o medicinales). Sonri¨®, comprensivo, y me llev¨® al hospital de la Universidad, donde, durante tres o cuatro horas, me dio una clase pr¨¢ctica contra el cigarrillo.
Sal¨ª de aquella visita convencido de que los seres humanos somos todav¨ªa m¨¢s est¨²pidos de lo que parecemos, porque fumar constituye un cataclismo sin remedio para cualquier organismo, como puede comprobar cualquiera que se tome el trabajo de consultar la enciclop¨¦dica informaci¨®n cient¨ªfica que existe al respecto y que no ha podido ser rebatida por ninguna de las comisiones de cient¨ªficos contratadas por las compa?¨ªas tabacaleras para tratar de contrarrestar las abrumadoras conclusiones de todas las investigaciones independientes sobre los efectos del tabaco, y, pese a ello, existen todav¨ªa -y sin duda seguir¨¢n existiendo- millones de fumadores en el mundo. Tal vez lo que m¨¢s me impresion¨® fue advertir la absoluta desproporci¨®n que, en el caso del cigarrillo, existe entre el placer obtenido y el riesgo corrido, a diferencia de otras pr¨¢cticas, tambi¨¦n peligrosas para la salud -me resisto a llamarlas vicios-, pero infinitamente m¨¢s suculentas que la tonter¨ªa de tragar y expeler humo. Ahora bien, a pesar de haber sido tan fan¨¢ticamente persuadido por mi amigo de Pullman de la barbaridad criminal que era fumar, segu¨ª haci¨¦ndolo por lo menos todav¨ªa un a?o m¨¢s, sin atreverme a dar el paso decisivo. Pero, eso s¨ª, descompuesto por el temor y la mala conciencia y los remordimientos cada vez que encend¨ªa un cigarrillo.
Dej¨¦ de fumar el d¨ªa de 1970 que abandon¨¦ Londres para irme a vivir a Barcelona. Fue mucho menos dif¨ªcil de lo que tem¨ªa. Las primeras semanas no hice otra cosa que no fumar -era la ¨²nica actividad que ten¨ªa en la cabeza-, pero me ayud¨® mucho, desde el primer momento, empezar a dormir por fin como una persona normal, sin los accesos de tos que antes me despertaban varias veces en la noche, y despertar en la ma?ana con el cuerpo fresco, sin la fatiga de antes. Result¨® divertid¨ªsimo descubrir que hab¨ªa olores distintos en la vida -que exist¨ªa el olfato-, y, sobre todo, sabores, es decir que no era lo mismo dar cuenta de un churrasco con arroz que de un plato de garbanzos. Juro que no es una exageraci¨®n, pero el tabaco me hab¨ªa estragado por completo el sentido del gusto. Dejar de fumar no afect¨® para nada mi trabajo intelectual; por el contrario, pude trabajar m¨¢s horas, sin aquellas punzadas que antes me arrancaban del escritorio, mareado, en busca del vaso de leche. Las consecuencias negativas de dejar de fumar fueron el apetito, que se me multiplic¨®, y me oblig¨® a hacer ejercicios, dietas y hasta ayunos, y una cierta alergia al olor del tabaco, que, en pa¨ªses donde todav¨ªa se fuma mucho y por doquier, como en Espa?a o Am¨¦rica Latina, puede complicarle la vida bastante al ex-fumador.
Como suele ocurrir con los horribles conversos, en los primeros tiempos me volv¨ª un ap¨®stol del anti-tabaco. En Barcelona, una de mis primeras conquistas fue Garc¨ªa M¨¢rquez, a quien, una noche, en un bar de la calle Tuset, l¨ªvido de horror con mis historias misioneras sobre los estragos de la nicotina, vi arrojar la cajetilla de cigarrillos a la pista y jurar que no fumar¨ªa m¨¢s. Cumpli¨® lo prometido. A varios de mis amigos de esos a?os convenc¨ª de que dejaran de fumar y adoptaran vicios m¨¢s sabrosos y benignos, pero fracas¨¦ estrepitosamente con Carlos Barral. Mi celo apost¨®lico fue mermando con los a?os, sobre todo a medida que, en buena parte del mundo, se multiplicaban las campa?as contra el cigarrillo, y el tema adquir¨ªa en ciertos pa¨ªses, como Estados Unidos y Gran Breta?a, ribetes paranoicos, poco menos que de cacer¨ªa de brujas. Hoy d¨ªa es imposible, en esos pa¨ªses, no sentir una cierta solidaridad c¨ªvica con los fumadores, que han pasado a ser, en muchos sentidos, ciudadanos de segunda clase: perseguidos, prohibidos de practicar su adicci¨®n casi en todas partes, se los nota, adem¨¢s, acomplejados, avergonzados y conscientes de su lastimosa condici¨®n, como los leprosos en la Edad Media.
Desde luego, es muy justo que las compa?¨ªas que fabrican cigarrillos sean penalizadas si han ocultado informaci¨®n, o si -delito todav¨ªa m¨¢s grave- han utilizado sustancias prohibidas para aumentar la adicci¨®n, pero ?no es una hipocres¨ªa considerarlas enemigas de la humanidad mientras el producto que ofrecen no haya sido objeto de una prohibici¨®n espec¨ªfica por parte de la ley? Hay quienes reclaman esa prohibici¨®n, considerando que el Estado tiene la obligaci¨®n de proteger la salud p¨²blica y precaverla contra un producto cuyos efectos son devastadores sobre el organismo. Quienes as¨ª piensan han olvidado, sin duda, lo ocurrido con la famosa ley seca en Estados Unidos, que, en vez de poner fin al consumo de alcohol, lo increment¨®, y adem¨¢s trajo consigo un aumento feroz de la criminalidad, el contrabando y la violencia callejera. O lo que ocurre hoy mismo con drogas como la marihuana y la coca¨ªna, cuyo consumo, pese a las prohibiciones y persecuciones, aumenta de manera sistem¨¢tica, as¨ª como las mafias y la corrupci¨®n que rodea a la poderos¨ªsima industria del narcotr¨¢fico.
El tabaco es muy da?ino, y quienes fuman se juegan no s¨®lo la vida sino la invalidez y la disminuci¨®n paulatina o brutal de sus facultades f¨ªsicas e intelectuales, y la obligaci¨®n de los Estados, en una sociedad democr¨¢tica, es hac¨¦rselo saber a los ciudadanos de modo que ¨¦stos puedan decidir, con conocimiento de causa, si fuman o no fuman. La verdad que esto es lo que hoy est¨¢ ocurriendo en la mayor parte de los pa¨ªses occidentales. Si un estadounidense, franc¨¦s, espa?ol o italiano fuma, no es por ignorancia de lo que ello significa para su salud, sino porque no quiere enterarse o porque no le importa. Suicidarse a pocos es un derecho que deber¨ªa figurar entre los derechos de la persona humana. La verdad es que esta es la ¨²nica pol¨ªtica posible, si se quiere preservar la libertad del individuo, una libertad que s¨®lo tiene sentido y raz¨®n de ser si este individuo puede optar no s¨®lo por aquello que lo beneficia, sino tambi¨¦n por lo que lo da?a o perjudica. ?Qu¨¦ libertad ser¨ªa aquella que s¨®lo permitiera optar por el bien y lo bueno, y excluyera de la elecci¨®n todo lo malo y perjudicial?
El alcohol es probablemente tanto o m¨¢s da?ino que el cigarrillo, y sus consecuencias sociales son sin la menor duda m¨¢s transtornadoras y tr¨¢gicas que las de la nicotina, como lo prueban los accidentes de tr¨¢fico de cada d¨ªa provocados por las borracheras de los conductores o los desmanes de los hooligans en los estadios ingleses. Y, sin embargo, todav¨ªa a nadie se le ha ocurrido desencadenar contra las compa?¨ªas cerveceras, o las destiler¨ªas de whisky y de vodka, las campa?as c¨ªvicas y legales con que son acosadas las tabacaleras.
Si se reconoce al Estado el derecho de velar por la salud de los ciudadanos hasta sus ¨²ltimas consecuencias, la libertad -el derecho de elegir- desaparecer¨ªa incluso de los manteles del hogar. Porque la comida es, acaso, una de las mayores causantes de las enfermedades y cat¨¢strofes para la salud que devastan a la sociedad humana. Por exagerado que parezca, m¨¢s b¨ªpedos mueren de comer mucho y de comer mal, que de comer poco o de no comer. De modo que si se confiere a los gobiernos o a los tribunales la decisi¨®n final del porcentaje de nicotina que debe permitirse ingerir a los individuos, con la misma l¨®gica habr¨ªa que autorizarlos a determinar las calor¨ªas l¨ªcitas e il¨ªcitas que deben componer las dietas de las familias.
Aunque, a primera vista, la decisi¨®n de aquel jurado de Miami de multar con esa cifra astron¨®mica a las compa?¨ªas tabacaleras parezca una medida de progreso, no lo es, pues ella establece un peligroso precedente para coartar la libertad humana.
? Mario Vargas Llosa, 2000. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2000.
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