Surfista
Si Leonardo fuese contempor¨¢neo nuestro no habr¨ªa dudado un momento en tomar para su canon de las proporciones a un surfista. Cuando desde la playa los veo hacer ang¨¦licas pasadas con sus surfs multicolores, como si fuesen una extra?a especie de ave del para¨ªso que exhibe, delante de la mediocridad c¨¢rnica de la playa, su exultante disposici¨®n biol¨®gica, por momentos me entran ganas de gritar aquello de Montaigne: "?Sab¨¦is por qu¨¦ le cre¨¦is de tal altura?, porque no descont¨¢is los tacones! El pedestal no entra para nada en la estatua, medidle sin sus zancos!". Y, sin embargo, cada vez que desde la playa contemplo a aquellos g¨¢rrulos ejercer sus piruetas, quiebros y requiebros, donde los brazos se transforman en alas (alas o manos, que dir¨ªa Joan Fuster), me fascina el espect¨¢culo de la naturaleza. Y al igual que el soberbio vuelo de las golondrinas durante los d¨ªas precedentes al apareamiento hay que interpretarlo como una exhibici¨®n de buena disposici¨®n biol¨®gica, que dirige los ojos de las hembras hacia el cuerpo del macho, aquel revuelo de los surfistas, con los brazos en cruz e hispi¨¦ndose como pavos, tiene una explicaci¨®n semejante. Porque, como asegur¨® Darwin, todo es selecci¨®n: "Entre los progenitores semihumanos del hombre, y entre los salvajes, han luchado los individuos masculinos durante generaciones por la posesi¨®n de las hembras". Por eso, en la selva de la playa, cuando el surfista semihumano aterriza en la arena h¨²meda y enarbola el instrumento de navegaci¨®n ante la mirada inequ¨ªvoca de las hembras, la admonici¨®n de Montaigne resulta rid¨ªcula. Ante ¨¦l, y singularmente expuestos a la comparaci¨®n, entendemos que el autor de los Ensayos se enga?aba: el pedestal entra -?y tanto!- en la estatua.
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