Once meses en el infierno nazi
Baptista Nos es uno de los 2.000 espa?oles supervivientes de los campos de exterminio del Tercer Reich
Junio de 1940-mayo de 1941. Olvidar esos 11 meses es la meta a la que ha dedicado 59 a?os. Ahora, cumplidos los 77, Baptista Nos comprende que tan s¨®lo ha logrado conquistar una ¨ªnfima parte de ese olvido. Su memoria ha borrado el continente, lo superficial, los nombres y los n¨²mero, pero el contenido sigue intacto. Entr¨® en Mauthausen a los 17 a?os, junto a su padre. Y sali¨® sin ¨¦l. Un a?o de esclavo para el r¨¦gimen nazi y toda una vida esclavizado. Este superviviente, que hoy trasiega con dificultades por las calles del municipio donde naci¨®, Alcanar, se alegra de la iniciativa de Converg¨¨ncia de instar al Gobierno central a que reclame a Alemania indemnizaciones para quienes como ¨¦l fueron prisioneros de la barbarie. Esa alegr¨ªa, esa compensaci¨®n hist¨®rica, y la confianza y seguridad que le da su amigo el alcalde, Baptista Beltran, con quien le une una estrecha relaci¨®n, logran que esta vez acceda a hablar de sus silencios, aquellos que ni siquiera rompi¨® con sus hijos.No hablar jam¨¢s de lo que vio en Mauthausen no es m¨¢s que la orden de un oficial del r¨¦gimen nazi, que Baptista Nos ha acatado durante d¨¦cadas, desde ese d¨ªa de mayo de 1941 en que abandon¨® el campo de la muerte austriaco y se despidi¨® de su padre, Josep. "Me llamaron por el n¨²mero que ten¨ªa inscrito en el pecho de la camisa, me dijeron que iba a regresar a Espa?a y me avisaron de que no contara nada de lo ocurrido, porque si lo hac¨ªa iba a volver ah¨ª, as¨ª que mejor no hablar; ?para qu¨¦?", dice y pregunta. Por no hablar, ni siquiera lo hizo con Pepet de la Verda, apodo de Josep Fabregat, otro superviviente que regres¨® a Alcanar del holocausto. Pero si la de Pepet, ya fallecido, es la historia de un activista convencido, de un ac¨¦rrimo defensor de sus ideas pol¨ªticas, la de Baptista es el caso de un ni?o que simplemente huy¨® de la guerra y de la pobreza junto a su familia y viaj¨® en tren hasta el infierno. "Yo no ten¨ªa ideas pol¨ªticas porque era muy joven y no entend¨ªa nada, pero tampoco mi padre era un disidente ni nada por el estilo. El pobre, apenas sab¨ªa escribir. Nos fuimos por temor a la guerra civil", explica. Un burro les servi¨® de transporte hasta Matar¨®, y un carro, hasta la frontera francesa. El ni?o no quer¨ªa traspasarla y se escap¨®. Vivi¨® cinco d¨ªas en el bosque comiendo bellotas hasta que su padre, Josep, regres¨® de Francia para llev¨¢rselo. Baptista cree que esa decisi¨®n paternal debi¨® convertirse luego en remordimiento, porque ah¨ª se trastocaron sus vidas, la de su madre y la de su hermana mayor, ambas llamadas Rosa. Cannes, Cognac, Angoul¨¨me, ciudades de un itinerario truncado por la entrada victoriosa de los alemanes. "Entraron en el refugio donde est¨¢bamos instalados unos 800 espa?oles y nos dijeron que ¨ªbamos a regresar a Espa?a. Era todo un enga?o. Ese tren ten¨ªa otro rumbo. Ese viaje duraba demasiadas horas". Su silencio empez¨® nada m¨¢s salir del vag¨®n. "Est¨¢bamos rodeados de soldados, de alambradas, de metralletas...". Las dos Rosas siguieron junto al resto de mujeres y regresaron a Espa?a.
Doce horas diarias de trabajos forzados. Un pico y una pala. "Carg¨¢bamos arena, o piedras, arrastr¨¢bamos cilindros, cav¨¢bamos. No nos dejaban hablar. A cambio, nos daban un uniforme rayado para el invierno y otro para el verano, una taza de sopa de arroz como desayuno, una de remolacha de almuerzo, y para cenar, patatas hervidas y una cucharada de mermelada con un trozo de pan negro. Y al d¨ªa siguiente, doce horas m¨¢s, tanto si llov¨ªa como si nevaba. Algunos mor¨ªan de una paliza, otros se tiraban a las alambradas. Yo me comport¨¦ lo mejor que pude. De all¨ª no sal¨ªa nadie". Por eso, cuando se lo comunicaron, no crey¨® que iba a marcharse. Aun as¨ª, se despidi¨® de su padre.
Baptista lo explica esforzado, con un golpe de voz descontrolado que eleva su timbre por sorpresa o se vuelve af¨®nico para estrangular parte de las frases. Sin embargo, una vez lanzado, le cuesta interrumpir su discurso, y s¨®lo lo hace para intentar rememorar detalles, nombres de ciudades, de personas... No consigue recordar c¨®mo se llamaban sus compa?eros. S¨ª recuerda en cambio el sonido de las cadenas arrastr¨¢ndose, aunque jam¨¢s las vio, y tambi¨¦n las esposas que le pusieron cuando lleg¨® a Espa?a a modo de cruel bienvenida. Desde una celda en San Sebasti¨¢n escribi¨® a Gilda, la aya de su madre, en Alcanar. Tal vez ella sabr¨ªa el paradero de las dos Rosas. As¨ª, a trav¨¦s de esa carta, su madre supo que Baptista viv¨ªa. Rosa se encarg¨® de conseguir el aval, que firmaron tres vecinos del pueblo. Y as¨ª Baptista se encontr¨® en el tren correo, de regreso a Alcanar. La bienvenida, a las tres de la madrugada, se la dieron los guardias: "Me pidieron la documentaci¨®n y yo les ense?¨¦ el aval: acabo de salir de la prisi¨®n, les dije. ?Sabe qu¨¦ me contestaron?, que cuidara de no perderlo, porque iba a regresar de donde ven¨ªa?". Baptista r¨ªe a¨²n hoy esa gracia. No queda ni un ¨¢pice de malicia en sus ojos enrojecidos.
La madre de Baptista se encarg¨® de pedir a un conocido el certificado de defunci¨®n de su padre. Tal vez quedaba una m¨ªnima duda acerca de la suerte de Josep, pero la borr¨® la llegada de ese documento. Josep muri¨® en Mauthausen en octubre, cinco meses despu¨¦s de despedirse de su hijo. Baptista cree que tal vez muri¨® de culpa y resentimiento por obligarle a cruzar la frontera.
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