El tacto de la polilla (y 6)
De nuevo en tu territorio y todav¨ªa confuso, pensando en que por m¨¢s que te sujetara M¨¦xico, por m¨¢s que intentaras comprender, hiciste bien anticipando el regreso. Hasta la vuelta de Chiapas te domin¨® el talante permisivo. El gusano que te corro¨ªa era la tentaci¨®n de dejarte arrastrar por los acontecimientos y terminar dando la raz¨®n al espejismo. Ahora no hay riesgo. Ya est¨¢s en casa. Recuerda tu expresi¨®n de alivio al encontrar a Marta en la salida del aeropuerto, acu¨¦rdate de la naturalidad con la que arrinconaste a Sara, el arrebato que te hizo recobrar los mejores latidos de tu sangre. O aquella noche de Taxco, impregnada de esencias de alcohol y caf¨¦, cuando, por una vez, te hab¨ªas sentido cerca del nombre proscrito de tu padre. Nunca hubo un n¨¢ufrago que se aferrara con m¨¢s satisfacci¨®n a tierra firme. Ahora sonr¨ªes abiertamente si te viene a la memoria aquel pueblecito de Chiapas, cerca de la frontera de Guatemala, pero entonces te sentiste abrumado y decidiste que era la gota que colmaba el vaso: hab¨ªas permitido que te coaccionaran a visitar a la persona de quien menos deseabas saber, que te convirtieran en mir¨®n del apareo del poder, que expusieras tu lealtad en una aventura cuyo ¨²nico sost¨¦n fue la magia, que acabaras aceptando a quien tanto te deb¨ªa y, por ¨²ltimo, pretend¨ªan que sustituyeras tus principios por la mercadotecnia del enga?o.?Recuerdas? Fue dos d¨ªas m¨¢s tarde de que barruntaras los motivos del comportamiento de Bernardo. Por la ma?ana, ¨¦l hab¨ªa entrado en tu dormitorio para anunciarte que os ibais de viaje. Seis horas m¨¢s tarde descend¨ªais sobre el peque?o aer¨®dromo de Tuxtla Guti¨¦rrez con sus aviones panzudos para el transporte de tropas, anunciando la llegada a una regi¨®n en la que el resentimiento de la pobreza hab¨ªa fructificado en hechos. Cerca de San Crist¨®bal de las Casas se desencaden¨® una lluvia pertinaz, inmensa, y se perdieron los puntos cardinales. Desde tu ventana, en la selva, todo se hab¨ªa convertido en la misma masa verde, la misma furia verde: las lluvias percutiendo en la carretera reverdecida, las hamacas chorreando verd¨ªn, la tierra disuelta por el agua verdeazulada, las piedras en las que descansaba el musgo verdoso, y la fronda toda: troncos, ¨¢rboles y ramas, agrupados como bandadas de p¨¢jaros verdes. Os acostasteis pronto. Por la ma?ana el paisaje era otro. No imaginabas ese cambio. Es verdad, hab¨ªa que estar ciego para no ver a San Crist¨®bal de las Casas esparciendo su violento escozor en cada esquina, en ese otro verde de los uniformes de los soldados, reflej¨¢ndose en la mirada alerta de cada ind¨ªgena. Pero tambi¨¦n hab¨ªa que estarlo si no se discern¨ªa que, m¨¢s all¨¢ de su presencia, el sol iluminaba la ciudad, rompiendo sus u?as contra los adoquines de las calles, estallando contra las piedras blancas, cociendo sobre sus cenizas casas multicolores, patios coloniales y plazas recoletas, en las que palpitaba la vida.
Bernardo no estaba interesado en tus disquisiciones y volvisteis al autom¨®vil para dirigiros a San Juan Chamula. Al llegar, el aire h¨²medo hab¨ªa dado al pueblo una p¨¢tina aceitosa que le confer¨ªa cierto misterio; no obstante, despu¨¦s de tu paso por San Crist¨®bal, te sent¨ªas preparado para cualquier sorpresa.
Te equivocabas. No lo estabas.
Fue todo r¨¢pido: Aqu¨ª no cuentan las leyes federales -avis¨® tu padre-. Este pueblo tiene su propia polic¨ªa y se administra seg¨²n sus costumbres. Mientras te apeabas, un saludo: apenas una ni?a morena, sucia, descalza, bien peinada, que, a diferencia del resto de los mexicanos, te tuteaba: ?Cu¨¢l es tu nombre? Viste guardar silencio a Bernardo y callaste t¨² tambi¨¦n. Yo, Rosario, aclar¨® la ni?a. Deb¨ªa tener como m¨¢ximo seis a?os y caminaba ligera, con los ojos prendidos en tus movimientos: Jaime, respondiste al fin. Buenas tardes, Jaime, toma un regalo, dijo mostr¨¢ndote una pulserita de tela de tonos azulados. Gracias, no. Es un regalo. Se lo damos a todos los que vienen. No, no, insististe, pendiente de Bernardo, que se encaminaba hasta el atrio de la iglesia. Por favor, no lo desprecies, suplic¨® la ni?a. Y, claro, te volviste para aceptar la pulsera. Lo ha conseguido en el ¨²ltimo momento -apostill¨® Bernardo-. En esta zona ya no pueden comerciar.
Le miraste sin entender. En realidad, era imposible que estuvieras preparado para lo que ibas a contemplar. Ya s¨¦, no se trataba de una iglesia extraordinaria, su portada o sus dimensiones eran iguales a las de otros tantos templos; la sorpresa resid¨ªa en la ausencia de bancos, la falta de pavimento, los tres o cuatro ind¨ªgenas que dorm¨ªan tranquilamente su borrachera o las dos enormes campanas de bronce asentadas sobre el piso. La verdadera sorpresa proven¨ªa de un ambiente denso, hecho de humo, originado por los cientos, por los miles ?vaya usted a saber! de velas rojas, verdes, amarillas, blancas, apoyadas sobre el suelo, que a su vez estaba alfombrado con hojas de pino: Cada una sirve para un deseo: amor, fortuna, enfermedad -o¨ªste decir a tu padre-. Pero ya no le escuchabas. Tu asombro se te estaba multiplicando al contemplar que sobre ambos muros estaban alineadas decenas de urnas de madera que albergaban esculturas policromadas. Cada cuatro o cinco, hab¨ªa un ind¨ªgena de pie, con una botella de refresco en la mano, bebiendo y orando. Te acercaste a una de las im¨¢genes. Se llamaba San Antonio de los Remedios, su nombre estaba escrito con caligraf¨ªa torpe; ojeaste la siguiente urna, era San Esteban del Divino Rostro: Los ves gorditos -aclar¨® Bernardo-, porque cada a?o, el d¨ªa de su festividad, les colocan otro vestido encima del que llevan, sobre todo si cumplen los favores que les han solicitado. ?Y si no responden? Si no cumplen durante un a?o, como primera medida, voltean la caja contra la pared. Si contin¨²an sin atender las peticiones, les colocan cabeza abajo e incluso... Te mir¨® a los ojos: Si alguno est¨¢ suficientemente enojado por su falta de respuesta, puede terminar cort¨¢ndole el cuello a machetazos. ?Bromeas? No. Esto es m¨¢s serio de lo que supones. No estamos s¨®lo en una iglesia, tambi¨¦n es un centro ceremonial. Aqu¨ª rigen sus creencias. F¨ªjate -dijo, se?alando a ambos lados- en la forma en que est¨¢n jerarquizados, los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha.
Luego pregunt¨® si hab¨ªas advertido lo que beb¨ªan: ?No imaginar¨¢s que se trata de la marca de la botella? Mira el color. Es un aguardiente fermentado de ma¨ªz al que llaman posh. Apenas le o¨ªste, estabas de nuevo inmerso de aquel laberinto de cera y humo que te arrastraba hasta el retablo barroco del antiguo altar mayor. Con la vista puesta en unos marcos todav¨ªa m¨¢s dorados por las telas ennegrecidas, comprendiste lo que nunca hab¨ªas imaginado desde tu tierra tambi¨¦n mestiza: la capacidad del sincretismo para alcanzar formas de expresi¨®n insospechables.
Al salir os aguardaba Rosario, paciente, seria: ?Te ha gustado? ?El regalo! Te regal¨¦ una pulsera antes de que entraras a la iglesia. Claro, claro -balbuceaste con una est¨²pida sonrisa-. ?Y no me vas a comprar un cintur¨®n? Mira qu¨¦ bonitos...
Despu¨¦s, trataste de esquivar el vistazo ir¨®nico de Bernardo cuando te vio guardarlo. Sin saber qu¨¦ decir, le propusiste ir a probar el licor que beb¨ªan los ind¨ªgenas en el templo. En el instante en que llevabas el vasito de aguardiente a la boca, notaste que alguien te tiraba del pantal¨®n: Se?or, se?or, ?me regala un cuaderno? ?C¨®mo se puede negar un cuaderno?, trataste de hacer entender con los ojos a tu padre, que segu¨ªa callado. Arrugaste la nariz, te volviste al due?o de la tienda y le pediste el cuaderno: Son cinco pesos, dijo. Y a partir de ese momento, en un movimiento circular perfecto, fue depositar con la mano derecha el dinero en el mostrador, recoger el cuaderno con la izquierda, d¨¢rselo al ni?o; ver c¨®mo ¨¦l lo trasladaba de una mano a otra y se lo entregaba al vendedor, quien, a su vez, hab¨ªa dejado caer tu moneda de cinco pesos en la caja, hab¨ªa extra¨ªdo cuatro de un peso y, delante de ti, las iba poniendo sobre la palma abierta de la mano del ni?o.
Y de inmediato la mirada seria, distante, de ambos. Inclinaste la cabeza amagando una sonrisa: lo que a ti te resultaba evidente, deb¨ªa ser evidente... Sin embargo, no era as¨ª, tu padre te observaba con la misma expresi¨®n despreciativa de los ind¨ªgenas.
En ese momento lo comprendiste. Deb¨ªas regresar a casa. Definitivamente.
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