La mano de los pa¨ª?os / 5.
RESUMEN: Tras un accidente, al narrador le han reimplantado una mano amputada y su amigo Castro ha muerto. Desilusionado, comprueba que la mano no es la de Castro, que, con tres pa¨ª?os tatuados, siempre le hab¨ªa fascinado. Sin esperanzas de recuperar la sensibilidad en esa mano, acepta llevar las cenizas de su amigo desde Londres a su Galicia natal, donde le recibe la madre de Castro.
Si no fuera por esta ventana, yo ya no estar¨ªa aqu¨ª, dijo la madre de mi amigo Castro.Comprend¨ª lo que quer¨ªa decir. Aquella ventana, con la ensenada del Orz¨¢n agitada, era un espect¨¢culo hechizante. Ve¨ªas todos los caballos del mar, ?caballos, caballos!, atrapados en un circo.
?Usted recuerda cu¨¢ndo se tatu¨® los pa¨ª?os? Se lo pregunt¨¦ cuando tom¨¢bamos el caf¨¦. Como de pasada. Pens¨¦ que ya no le resultaba un total desconocido.
Eso fue mucho despu¨¦s, dijo la se?ora.
Estaba ida en otro tiempo.
El d¨ªa de A?o Nuevo continu¨® hablando con su propio hilo, ¨¦se fue el d¨ªa en que tir¨® pan desde lo alto del monte. Yo lo hab¨ªa despertado muy temprano, mientras todos dorm¨ªan. La de la v¨ªspera hab¨ªa sido una noche larga y alegre.
Pasaron por casa los de la comparsa, los amigos de Albino, mi marido, que eran muy parranderos. Albino tocaba aquella concertina. La hab¨ªa comprado en Lisboa, con su primer sueldo, cuando era marmit¨®n en un paquebote que transportaba madera. Cantamos, salieron cuentos, hasta que nos dimos cuenta de que Tino estaba dormido en el suelo, con la Karenina de almohada.
?Karenina, Karenina! Yo estaba viendo a Castro, a quien ella llamaba Tino, en Londres, cada vez que acariciaba un perro con la mano de los pa¨ª?os. Los amansaba as¨ª, en el parque o en la calle, extra?ados los due?os de aquella repentina confianza.
?Karenina?
Era una perra que ¨¦l ten¨ªa, explic¨® la madre de Castro. La hab¨ªa encontrado Albino extenuada, en una cala. La gente lleg¨® a la conclusi¨®n de que ten¨ªa que venir de un barco que hab¨ªa desaparecido en esta ruta, un carbonero llamado as¨ª, Karenina. La perra no extra?¨® nada la casa, y yo creo que fue por el ni?o. Lo cuidaba como a un cachorro. Cuando ¨¦l se escapaba a las rocas, y el mar estaba bravo, le ladraba para que se apartase. ?Karenina!
Lo del pan, lo del pan, fue en A?o Nuevo. Se me dio por ah¨ª, dijo la madre de Castro, como si tuviese una corazonada. Hab¨ªa o¨ªdo decir de antiguo que si tirabas el primer pan del a?o al mar, salvabas la vida de un marinero. Ya se hab¨ªa perdido esa costumbre. Pero yo aquel a?o despert¨¦ al ni?o y lo llev¨¦ a los acantilados de San Pedro para que fuese ¨¦l quien tirara el primer pan de la hornada. A ¨¦l le debi¨® parecer un disparate. Miraba hacia el fondo, donde el mar afila los dientes, pero no soltaba el pan. Entonces le grit¨¦: ?Es por tu padre, Tino! ??chalo por pap¨¢! Creo que durante mucho tiempo me guard¨® rencor por aquello. Y es que luego debi¨® pensar por su cuenta que era brujer¨ªa.
Bebi¨® un sorbo y se levant¨® para poner otra vez la cafetera. El caf¨¦ fr¨ªo, dijo, es un veneno. Cuando se sent¨® de nuevo, con el caf¨¦ humeante, su mirada sigui¨® el vuelo de un cormor¨¢n. Tem¨ª por un instante que perdiese la memoria con el zambullido del ave.
Pregunt¨¦: Entonces, ?no funcion¨® lo del pan?
S¨ª, s¨ª que funcion¨®. Fue un milagro. Pero ¨¦l no lo supo. Cuando lo de la guerra, Albino tuvo que esconderse. Todas las ma?anas aparec¨ªan muertos en las playas. Sab¨ªamos que iban a venir a por ¨¦l. No s¨®lo por las ideas, sino porque hab¨ªa uno que se la ten¨ªa jurada, uno que llamaban cabo Caim¨¢n. No le perdon¨® que, en el carnaval, Albino le cantase con la concertina, al frente de la comparsa: ?Se va el Caim¨¢n, se va el Caim¨¢n, se va para Barranquilla! Se cruzaba con ¨¦l y advert¨ªa: ?Ya hablaremos t¨² y yo, Albino, ya hablaremos un d¨ªa de ¨¦stos! ?l sab¨ªa el infierno que nos ven¨ªa encima. Y as¨ª fue. Durante mucho tiempo, un d¨ªa tras otro, lo vino a buscar. Revolv¨ªa toda la casa, pero no lo encontr¨®. Albino viv¨ªa como un topo. Su mejor escondrijo era una gruta, la que llaman del Congro. Cav¨® un agujero que iba a salir a la ladera del monte, muy cubierta de arbustos. Yo tend¨ªa la ropa y le dejaba comida debajo. Viv¨ªa como un topo, como un conejo. Pero nadie sab¨ªa nada. Al ni?o, primero, le dije que se hab¨ªa ido a Am¨¦rica. Y un hermano m¨ªo, que estaba en Buenos Aires, enviaba cartas con el nombre de Albino en el remite. Para hacer el parip¨¦ con el cabo Caim¨¢n. ?ste ven¨ªa y dec¨ªa burl¨®n: As¨ª que est¨¢ en Am¨¦rica, ?eh? Y husmeaba por toda la casa.
Al ni?o le hac¨ªan mucha ilusi¨®n aquellas cartas. Mi hermano era muy ingenioso y todo lo convert¨ªa en cuento. Le hablaba de unos cuervos de la Patagonia que pescaban abriendo un agujero en el hielo con el pico y usando sedales que robaban a los hombres. Y que hab¨ªa un lugar en la Pampa que cuando ven¨ªa un temporal muy fuerte del mar, y llov¨ªa en aguacero, ca¨ªan tambi¨¦n arenques ya ahumados por el rayo. Y que hab¨ªa unas orugas que se camuflaban con la forma y el color del excremento de los p¨¢jaros que ansiaban comerlas, y as¨ª se salvaban, simulando ser mierda, dispensando. Al ni?o se le encend¨ªan los ojos y guardaba aquellas cartas, las cartas que cre¨ªa de su padre, en el colch¨®n de la cama.
Ser¨ªa para so?ar con ellas, a?ad¨ª yo, pellizcando la mano tonta por debajo de la mesa. Ahora estaba viendo a Castro, en el Old Crow, reviviendo aquellas cartas como si fuesen cuentos propios.
A m¨ª me dejaba de lado. Casi no me hablaba. Sobre todo despu¨¦s de lo de Karenina. No hubo otra salida que deshacerse de la perra. Porque ella s¨ª que sab¨ªa que Albino no estaba en Am¨¦rica. Ladraba desde los pe?ascos hacia la gruta del Congro y yo tiraba piedras para alejarla de all¨ª. La ataba, pero el ni?o la soltaba cuando yo iba al trabajo. Yo era cigarrera, ?sabe? El humo nos dio de comer. Bien, pues me di cuenta de que Karenina tambi¨¦n hab¨ªa olfateado la madriguera que daba al monte. Y aquella noche decid¨ª llevarla al otro lado de la ciudad, a Eir¨ªs, a casa de una compa?era m¨ªa que ten¨ªa una huerta donde dejarla presa. Al ni?o le dije la primera mentira que se me ocurri¨®. Karenina se marcha por donde volvi¨®, por el mar. Eso le dije. F¨ªjese que tonter¨ªa, con lo listos que son los ni?os. ?l me cogi¨® m¨¢s rabia. Deb¨ªa pensar que yo me dedicaba a hacer desaparecer las cosas que ¨¦l quer¨ªa. Y fue en aquel tiempo cuando pas¨® lo que ten¨ªa que pasar. Pens¨¦ que esta vez la madre de Castro no iba a salir del pozo del silencio. Un pesquero zafaba entre las crines del temporal. Ha de ser de Malpica, murmur¨® ella. Cuando por fin salv¨® la l¨ªnea de la Torre, cerr¨® los ojos y suspir¨®.
Albino ven¨ªa algunas noches a casa, en las invernadas, cuando no se acercaba por aqu¨ª ni el Caim¨¢n. Y pas¨®, dijo la madre de Castro, que qued¨¦ pre?ada. No tuvimos otro remedio que buscar un apa?o. Y habl¨¦ con un primo de Albino, un solter¨®n. Trabajaba en el Muro, en la lonja del pescado. Troito, Troiti?o, era muy buena persona. Grande como una gr¨²a. Era un pedazo de pan, de mucha confianza. Algo simple, eso s¨ª. Lo convenc¨ª para que viniese a vivir a casa, para que aparentase que ¨¦ramos hombre y mujer y que la criatura que yo llevaba dentro era de ¨¦l. Pero antes, antes tuve que armar una mentira peor. Para el ni?o. La de que Albino hab¨ªa muerto. Y a Tino ya no le llegaron m¨¢s cartas.
?l nunca acept¨® a Troito, dijo la madre de Castro. Nunca le dirigi¨® la palabra, como si no lo viese. Y eso que el hombre trat¨® de tocar la concertina y todo. Yo par¨ª una ni?a. Y la ni?a s¨ª que fue como una hija para Troito. Llegaba por la ma?ana, que hac¨ªan las descargas por la noche, y mec¨ªa a Sira con aquellos dos brazos que ten¨ªa, como ramas de roble. Y se ve¨ªa que al ni?o le ro¨ªa por dentro aquella estampa. Creci¨® muy solitario. Sal¨ªa de la escuela de do?a Elvira y volaba hacia los pe?ascos, siempre con el sedal en la mano. Pillaba de todo. A nosotros nos trataba como a tres extra?os. Se sentaba en la mesa y no levantaba la cabeza del plato. Pero la ni?a pudo con ¨¦l. Era muy linda, la Sira.
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