Cine de verano
De las cuatro estaciones, s¨®lo el verano y el invierno cuentan con cadenas de cines propias, aunque tanto una como otra est¨¢n sucumbiendo a una tercera que las arrasa a todas por igual: la del cine que no es cine, o no s¨®lo cine, sino una especie de supermercado multimedia donde se puede matar marcianos, comer transg¨¦nicos, pilotar aeronaves y aplaudir a Mel Gibson movi¨¦ndose apenas una decena de metros y sin el molesto requisito de tener que contemplar la luz del sol. Antes, en tiempos menos ecl¨¦cticos y menos confusos, tambi¨¦n los cines de verano ten¨ªan su lugar en la arquitectura de las cosas. Durante mucho tiempo mi padre fue empleado de una sucursal bancaria en un pueblo del interior de Huelva, y recuerdo que all¨ª, am¨¦n las lib¨¦lulas y las camisas de manga corta, se cifraba el inicio del verano por la apertura de su cine correspondiente. Luego de aqu¨¦l asist¨ª a muchos otros, bajo la luz caliente de las estrellas, compartiendo cigarrillos y patatas fritas con quien estuviera al lado y dando la vuelta hacia el ambig¨² para mancharme de albero las alpargatas y comprar botellines, pero quiz¨¢ por ser el primero aquel cine de verano resume en mi vasta imaginaci¨®n a todos los que le imitaron en la adolescencia. Estaba arrinconado en una calle angosta, a algunos pasos del paseo principal del pueblo, junto a una carpinter¨ªa, y hasta la llegada de las pel¨ªculas hab¨ªa servido para confinar basura y hierros, como mostraban algunos de los cad¨¢veres de m¨¢quinas que todav¨ªa se oxidaban al lado de los asientos de metal. La calidad de las pel¨ªculas era nula, como su novedad: pero su magia pod¨ªa prescindir de esos detalles accesorios; ¨ªbamos al cine como quien marchaba a un espect¨¢culo irrepetible, a dejarnos ensordecer por las enormes efigies de actores en tecnicolor que dispensaban tantos tiros como patadas, y que nosotros, deslumbrados, imit¨¢bamos durante la semana consecutiva por las calles del pueblo hasta que el s¨¢bado hall¨¢bamos nuevos modelos que reproducir.En este tedioso agosto de Sevilla, recorro el peri¨®dico y doy con cuatro esmirriados cines de verano, que resisten no s¨¦ c¨®mo el embate de los nuevos monstruos de hormig¨®n y cristal que crecen por todas las esquinas. Es dif¨ªcil resistirse a esos dinosaurios del ocio, a esos hipermercados de la diversi¨®n prefabricada, y si incluso las salas de invierno, con sus butacas coloradas y el acomodador de uniforme, van cayendo igual que fichas de domin¨®, no veo por qu¨¦ las de verano no tengan que ir desapareciendo casi para cumplir una cruel ley darwiniana. Entre las felices excepciones, hallo el cine de la Diputaci¨®n Provincial, que de unos a?os a esta parte supone casi la ¨²nica oferta interesante con que el n¨¢ufrago puede contar en las noches estivales sevillanas: una selecci¨®n de pel¨ªculas bastante aceptable, un marco ex¨®tico que recuerda el patio de un cuartel o una estaci¨®n de ferrocarril, gradas, sillas met¨¢licas, la obligada barra de bar y el olor a tabaco. Y, como siempre, uno se deja arrullar por la nostalgia y la pantalla se vuelve lo de menos, ante la respiratoria sensaci¨®n de libertad que nos alegra al saber que no hay motivos estrictos para quedarse clavado en el asiento y que uno puede girar la cabeza, comer tortilla fr¨ªa, pasear, pensar que est¨¢ lejos.
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