Entierro en el campo
Me encontr¨¦ con un amigo com¨²n en la calle, frente al C¨ªrculo de Bellas Artes, a poca distancia de Alcal¨¢, y me dijo que Mauricio Wacquez estaba muy mal, en las ¨²ltimas, en un centro m¨¦dico del pueblo de Alca?iz. Alca?iz, en la provincia de Teruel, est¨¢ a poca distancia de Calaceite, el pueblo donde vivieron Jos¨¦ y Pilar Donoso, el de Mauricio, el de algunos amigos que llegan hasta all¨¢ desde Barcelona y a¨²n desde m¨¢s lejos, desde Suiza e Inglaterra, incluso desde Londres. El pueblo es hermoso, ¨¢spero, duro: un ventisquero en invierno y en verano un horno irrespirable. S¨®lo una vocaci¨®n literaria a toda prueba, contra todo, llev¨® a Jos¨¦ Donoso a descubrir el refugio de Calaceite en una ¨¦poca de su vida. Supongo que en sus novelas hay muchas im¨¢genes de Calaceite, con la torre redonda y de tejas esmaltadas en colores verdes y amarillos de su iglesia, con los portales oscuros, con el campo de olivares escalonados en la distancia, el campo seco, irregular, lleno de formaciones parecidas a pir¨¢mides erosionadas. Mauricio sigui¨® a Pepe por las mismas razones, con la misma obsesi¨®n literaria. A menudo me he preguntado si la escritura, la man¨ªa extra?a de escribir novelas, poemas, textos en prosa de variada forma y extensi¨®n, no fue una especie de enfermedad de mi generaci¨®n contagiada a las generaciones m¨¢s j¨®venes. Pasaban los viejos campesinos, las viejas, los ni?os, sumidos en una indiferencia profunda, m¨¢s all¨¢ de toda sorpresa, mientras nosotros, como energ¨²menos, discut¨ªamos de Henry James, de Proust, de Dostoievski, de autores mucho m¨¢s desconocidos y dif¨ªciles. No faltaba nunca en las cercan¨ªas un traductor franc¨¦s, un poeta y ensayista espa?ol, un fil¨®sofo catal¨¢n que hubiera pasado por la Escuela de Francfort. Calaceite era un ombligo literario, un escenario medio sordo, un punto de convergencia enigm¨¢tico.Frente a la austeridad donosiana, a su mueca de duda, a su sentido de los l¨ªmites, Wacquez representaba el sentido de la alegr¨ªa, la euforia contagiosa, una risa que estallaba y que parec¨ªa que se desgranaba escaleras abajo, por gradas de piedra redondeadas en inviernos interminables. Est¨¢ bien por un rato, pensaba yo, pero c¨®mo resistir estos fr¨ªos, estas lluvias, estos silencios. Donoso callaba y se met¨ªa en sus laberintos, en los conventos de El obsceno p¨¢jaro de la noche, en los juegos m¨¢s luminosos, dorados, pero crueles, de Casa de campo. Despu¨¦s comprob¨¦ que Mauricio Wacquez, en aquellos inviernos, en la compa?¨ªa paciente de Francesc, escrib¨ªa p¨¢ginas y p¨¢ginas y las arrojaba a un ba¨²l, sin darse siquiera el trabajo de ordenarlas. Y supe que Francesc, en los a?os finales, se dio precisamente ese trabajo y termin¨® por desenterrar del ba¨²l, en un pase de cuasi prestidigitaci¨®n, una novela en tres tomos.
Los episodios de la literatura nunca son f¨¢ciles ni previsibles. La obligaci¨®n nuestra es mantener el esp¨ªritu abierto, la curiosidad viva, el estado de disponibilidad, que s¨®lo es comparable con el estado de gracia. Wacquez era una curiosa mezcla de huaso colchag¨¹ino y de intelectual refinado. En el cementerio de Calaceite, entre olivares, frente a media docena de l¨¢pidas, me pidieron que dijera unas palabras, quiz¨¢s porque era el ¨²nico chileno del grupo, el testigo de un espacio de tiempo m¨¢s largo, y dije, entre otras cosas, lo de aquella mezcla contradictoria, pero no tuve mucho tiempo para explicarlo. Mauricio era el ¨²ltimo hijo de un en¨®logo franc¨¦s originario de Burdeos, contratado en las primeras d¨¦cadas del siglo pasado por vi?ateras de la regi¨®n de Colchagua, uno de los valles m¨¢s ricos y de mejor producci¨®n vin¨ªcola de la zona central de Chile. Mauricio pas¨® parte de su infancia y de su adolescencia en lo profundo de aquella zona, en un mundo de campesinos, de huasos, como decimos all¨¢, de rodeos, de vendimias, de ba?os en los r¨ªos, de cacer¨ªas en los faldeos de la cordillera. Estudi¨® filosof¨ªa en la Universidad de Chile y fue aviador aficionado. Complet¨® sus estudios en Francia con una tesis de doctorado sobre filosof¨ªa medieval. No tengo espacio aqu¨ª para entrar en demasiados detalles. Era, adem¨¢s de aviador, navegante, pescador experto, buen conocedor de la m¨²sica, hombre de conocimientos diversos, a menudo sorprendentes. Comprob¨¦ enseguida, y s¨®lo entend¨ª bien esto ¨²ltimo en la tarde de su entierro, que su condici¨®n campesina, huasa, que siempre afloraba en alguna parte de su conversaci¨®n, hab¨ªa desempe?ado un papel importante en su adaptaci¨®n a Calaceite. La gente del pueblo, pensaba yo, habr¨¢ mirado a Mauricio y a Francesc con desconfianza, con recelo, quiz¨¢s con esc¨¢ndalo. Al fin y al cabo, la sociedad espa?ola moderna, con sus libertades, no ha llegado hasta todos los rincones de la Pen¨ªnsula. Pero mucha gente del pueblo, ni?os, j¨®venes, ancianos, adem¨¢s de las autoridades comunales, se hizo presente en el funeral, y lo hizo con evidente emoci¨®n, con sentimiento, con respeto. Un ni?o coloc¨® encima del ata¨²d un ramo de flores silvestres y una se?ora muy mayor declar¨®, para que todos supi¨¦ramos y entendi¨¦ramos, que eran las flores que m¨¢s le gustaban y que el ni?o sab¨ªa lo que hac¨ªa.
Yo me acord¨¦ de un verso de Shakespeare, el de Hamlet cuando encuentra en un cementerio abandonado la calavera de Yorick, el que comienza: "?Ah, pobre Yorick!...". Hamlet, conmovido, exclama que su amigo difunto era un hombre de "infinito sentido del humor, de fantas¨ªa exquisita". Shakespeare usa la palabra "jest", lo cual, m¨¢s que al humor, alude al sentido de la broma, del juego. Wacquez era capaz de caer en depresiones agudas o en grandes estallidos de ira, pero vivi¨® casi siempre con exaltada alegr¨ªa, con un entusiasmo que no se agotaba, en una constante y gozosa contemplaci¨®n de la belleza y de la naturaleza en todas sus formas. A veces, con Jos¨¦ Donoso, en la lejan¨ªa de Chile, en alguna callejuela de Santiago o en la costa de Zapallar o de Cachagua, nos acord¨¢bamos de Wacquez y nos pregunt¨¢bamos si sus cosas, sus ocurrencias, sus bromas, podr¨ªan "pasar" a su escritura. No sab¨ªamos a ciencia cierta, en resumidas cuentas, si era escritor o si era m¨¢s bien personaje de la vida literaria. Algunas veces, las dos condiciones se dan juntas, pero no es lo m¨¢s frecuente. Mauricio Wacquez, en todo caso, hab¨ªa publicado una novela interesante, de notable calidad de lenguaje, Frente a un hombre armado, y eso permit¨ªa esperar m¨¢s.
Ahora ya he podido leer parte del primer tomo de su ciclo novelesco in¨¦dito. Es un mosaico de la memoria remota, nost¨¢lgico, intenso, que no sigue un desarrollo lineal, sino m¨¢s bien musical, de atm¨®sfera. De repente se incrustan fragmentos de habla de campo: expresiones desaparecidas, escuchadas en una infancia convertida en mito, anacr¨®nicas. Probablemente, me digo, hay que saber bastante de San Anselmo y haber le¨ªdo m¨¢s de algo a Jacques Lacan para lanzarse a escribir en esta forma. Wacquez entra de inmediato, a su manera, en su forma propia, en la constelaci¨®n de los marginales y los marginados latinoamericanos. En la familia del argentino Macedonio Fern¨¢ndez, en la del chileno Juan Emar, quien se llamaba en la vida civil ?lvaro Y¨¢?ez y hab¨ªa tomado su seud¨®nimo, en el Montparnasse de los a?os veinte y treinta, de la expresi¨®n francesa "j'en ai marre", esto es, tengo fastidio, o como decimos los chilenos, tengo lata. Por otra parte, los papeles de Juan Emar, ?lvaro Y¨¢?ez, "nuestro Kafka", como escribi¨® en una ocasi¨®n Pablo Neruda, tambi¨¦n estaban sepultados en un ba¨²l y siempre parecen el pr¨®logo de un pr¨®logo, la burlona y a la vez nost¨¢lgica introducci¨®n de una novela infinita y, por lo mismo, imposible.
Como escribi¨® un viejo poeta de Valpara¨ªso al describir un entierro en el campo: "... tras la paletada / nadie dijo nada, nadie dijo nada...". Nosotros, el grupo de Calaceite, que al final de la ceremonia no era tan peque?o, nos retiramos pensativos, cabizbajos, sin decir mucho. Acab¨¢bamos de saber, con asombro, que Francesc acababa de morir hac¨ªa pocas horas, menos de un d¨ªa despu¨¦s que Mauricio, en el mismo centro m¨¦dico de Alca?iz. Parec¨ªa que las palabras sobraban. Poco despu¨¦s, en el patio interior de la casa que hab¨ªa pertenecido a Jos¨¦ Donoso, un vino de la regi¨®n, acompa?ado de pastas dulces y de algunos comistrajos, ayud¨® a soltar las lenguas. Nos comunic¨¢bamos en la penumbra, entre fantasmas, pero, despu¨¦s de todo, hab¨ªa que recordar con alegr¨ªa. Para m¨ª, la iron¨ªa incisiva, subrayada por toda clase de preguntas dif¨ªciles, de Jos¨¦ Donoso, todav¨ªa se escuchaba entre aquellos muros, y su actual propietaria inglesa, con su buen conocimiento del lado anglosaj¨®n de Donoso, facilitaba la tarea. La sombra de Mauricio Wacquez, por su lado, llegaba desde la calle, con un bast¨®n de empu?adura de plata y un vago dandismo que ven¨ªa de otra parte, mientras Francesc, asumiendo una distancia discreta, les tomaba el pelo, sin embargo, a todos. No est¨¢ mal: el tiempo se ha ido, pero los personajes, los actores de la comedia dentro de la comedia, para volver a Hamlet, al Pr¨ªncipe de Dinamarca, han valido la pena.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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