Novillos, pellas
Francamente, no creo que ninguna persona sensata pueda pensar que no dejar salir a la grey adolescente a estirar las piernas a la calle durante el recreo arregla en modo alguno el desconcierto educativo que parecen compartir profesores, padres y, seg¨²n encuestas internas de los centros, algunos alumnos.Los que en mis tiempos de instituto hac¨ªamos pellas sabemos que cuando un alumno no quiere entrar en clase puede empezar a desmadrarse no en la media hora estricta del recreo (se tratar¨ªa de un gamberro ejemplar), sino a partir de la primera hora, a fin de fumarse la ma?ana en toda su magn¨ªfica extensi¨®n. Las puertas de los institutos no se cerraban y s¨®lo se desmadraban aquellos que ten¨ªan una innata capacidad para el desmadre, como esta que aqu¨ª escribe, que tantas tardes pas¨® en el Retiro, pero la disciplina nos hab¨ªa hecho expertos en las artes de la picaresca y aunque falt¨¢ramos a clase ya nos encarg¨¢bamos de dar el pego y acabar aprobando a fin de curso, estudiando como bestias en los ¨²ltimos d¨ªas o echando mano directamente de las malas artes, como el peloteo al profesor o el adoptar esa cara de santo falso que se nos pon¨ªa en la recta final y con la que intent¨¢bamos que se pensara que a ¨²ltima hora nos hab¨ªamos reformado.
El caso es que ahora, y no s¨¦ por qu¨¦, el alumno novillero no parece tener intenci¨®n de moverse con la habilidad del p¨ªcaro, o s¨ª s¨¦ por qu¨¦, probablemente el alumno que falta a clase no le tiene demasiado miedo a la reprimenda que le caer¨¢ cuando su ausencia se destape. Los que vivimos sinceramente interesados por el mundo educativo, un mundo que, seg¨²n admiten todas las partes, parece que se tambalea, sabemos que el asunto del recreo es como el del famoso chocolate del loro. Cu¨¢ntas veces no habr¨¢ llamado un profesor a los padres de un alumno para comunicarle que su hijo no aparece por clase y esa madre o bien se ha mostrado incapaz de variar la conducta de su hijo y se ha deprimido por esa culpabilidad extra?a con la que ahora vivimos a los hijos, o bien la ha disculpado con argumentos imposibles, o bien ha devuelto la pelota violentamente al profesor lanz¨¢ndole (?No se lo creen? Hablen con los profesores) acusaciones marcianas que justificaran las ausencias del ni?o. El caso es que al ni?o, que a veces ronda los diecisiete a?os, se le declara inocente, y se la cargan el padre o el maestro. Con esta idea de la vida es normal, claro, que se cierren las puertas de los institutos: ya que los j¨®venes son inocentes, cerr¨¦mosles las puertas para que el mundo no les contamine y para que todos estemos tranquilos.
Probablemente el problema estribe en que el nuevo plan de educaci¨®n ha juntado en los centro de segunda ense?anza a alumnos de edades tan diferentes que las libertades no pueden ser las mismas para un alumno de doce a?os que para uno de diecis¨¦is. Ni tan siquiera las normas disciplinarias, porque normalmente son los alumnos m¨¢s j¨®venes los m¨¢s revoltosos, los que se han convertido en la pesadilla de los institutos, no los que se encuentran en el ¨²ltimo ciclo. Si poco ten¨ªan los profesores de instituto, ahora les llega esa masa brava preadolescente con la que se ven haciendo labor de picadores para desbravar a las reses.
Le¨ª el domingo en este peri¨®dico que un estudio refleja el alto ¨ªndice de depresi¨®n que se da entre el profesorado. Me alegro que un estudio refleje lo que ya sab¨ªamos. No hay nada que deprima m¨¢s que la burla que puede hacerte un ni?o o un adolescente, nada que te hiera m¨¢s que su furia. Y a veces esos sentimientos hay que multiplicarlos por los treinta que llenan una clase. Uno cree, honestamente, que una medida tan pueril como la de cerrar una puerta no arregla nada. Tal vez lo que se espera, lo que esperan muchos ense?antes, es que, al margen de las politiquillas de tal o cual partido, habr¨ªa que dar con esa mesa de hombres sabios que decidieran dedicar su tiempo y su inteligencia a dar un vuelco a un sistema que lo est¨¢ pidiendo, que se convirtieran en una gu¨ªa para padres, alumnos y docentes que est¨¢n (estamos) desorientados. Y que esto cambie para que pueda volver el d¨ªa en que un joven diga: "Yo quiero ser profesor como mi padre", porque, lo que es ahora, no creo que ning¨²n alumno herede esa extra?a vocaci¨®n de m¨¢rtir.
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