Presidencialismo y legitimidad democr¨¢tica
Las elecciones norteamericanas recientemente celebradas han puesto de manifiesto que el sistema electoral vigente en este pa¨ªs es manifiestamente mejorable. Pues m¨¢s all¨¢ de la singularidad que para la vida pol¨ªtica de los Estados Unidos y, probablemente tambi¨¦n para el resto del mundo, ha supuesto la incerteza en la determinaci¨®n del ganador de las elecciones y, por tanto, del nuevo presidente, despu¨¦s de varios d¨ªas de haberse emitido los sufragios, el sistema electoral basado en la elecci¨®n indirecta del jefe del Estado y a la vez jefe de Gobierno, a trav¨¦s de un colegio electoral de compromisarios estatales, resulta notoriamente desfasado. Adem¨¢s de las razones hist¨®ricas y sociol¨®gicas que avalan esta afirmaci¨®n puestas de manifiesto hace unos d¨ªas en estas mismas p¨¢ginas por el profesor G. Jackson, existen tambi¨¦n otras de orden institucional sobre las que conviene reflexionar.La primera de ellas ha de ser, sin duda, la que concierne a la legitimidad democr¨¢tica del candidato finalmente elegido. La raz¨®n estriba en que el sistema de colegio electoral, a trav¨¦s del cual cada Estado de la Federaci¨®n nombra un n¨²mero de compromisarios o electores presidenciales en funci¨®n de una relativa relaci¨®n de proporcionalidad con su poblaci¨®n, no excluye la posibilidad de que el futuro presidente pueda acceder al cargo habiendo obtenido el n¨²mero preciso de compromisarios pero, sin embargo, disponiendo en su favor de un n¨²mero inferior de votos absolutos, entre los emitidos por la poblaci¨®n que ha votado en las elecciones presidenciales en toda la Federaci¨®n. Esto puede llegar a ser as¨ª, porque en la actualidad y pr¨¢cticamente desde la distribuci¨®n establecida en 1910, no existe una completa proporcionalidad entre el n¨²mero de compromisarios atribuidos a cada Estado y la poblaci¨®n del mismo. Y no se olvide, por cierto, que la falta de una m¨¢s adecuada proporcionalidad favorece a los Estados menos poblados. Pues bien, el hecho de que un presidente lo pueda llegar a ser con menos votos populares que su oponente, es una posibilidad abierta que hasta ahora se ha producido en dos ocasiones: en 1876 y en 1888, con la elecci¨®n respectivamente de los presidentes Hayes y Harrison. Asimismo, tambi¨¦n se han dado supuestos de resultado muy ajustado, en los que la necesaria mayor¨ªa absoluta de votos electorales no se ha correspondido -aun habiendo ganado la elecci¨®n directa- con la mayor¨ªa absoluta de los sufragios emitidos: ¨¦ste fue el caso de A. Lincoln (1860); W. Wilson (1912) y de J. F. Kennedy (1960).
Pues bien, la pregunta que cabe hacerse es si la posibilidad de ganar la presidencia de los Estados Unidos por mayor¨ªa absoluta de compromisarios habiendo perdido la elecci¨®n en los votos emitidos, puede ser asumida pac¨ªficamente en una forma de gobierno fundamentada en el presidencialismo. Es decir, en un sistema constitucional que otorga un amplio cat¨¢logo de poderes al presidente, que es un cargo que no est¨¢ sometido a la confianza del Parlamento y que, por tanto, aqu¨¦l no puede ser sustituido como consecuencia de haber perdido los apoyos parlamentarios para seguir gobernando, ni tampoco puede limitar el mandato legislativo del Parlamento. La l¨®gica institucional del sistema presidencialista no responde a esta forma parlamentaria de relaci¨®n de poderes; pues si bien es evidente que el presidente no puede vivir pol¨ªticamente de espaldas al Congreso ni de la poblaci¨®n que lo ha elegido, tampoco puede haber duda de que sus poderes constitucionales emanan -de hecho- de la voluntad popular expresada en las elecciones de cada cuatro a?os. Es decir, de la elecci¨®n realizada en primer grado, por el conjunto del pueblo norteamericano que va a votar, mientras que la posterior elecci¨®n en segundo grado que realiza el colegio de electores o compromisarios no constituye otra cosa que la ratificaci¨®n de una decisi¨®n que ya fue previamente tomada. Por esta raz¨®n, la naturaleza de sufragio indirecto es m¨¢s bien te¨®rica.
Por tanto, la legitimidad democr¨¢tica de un presidente que gana en segundo grado pero pierde en el primero es m¨¢s que cuestionable. En primer lugar porque su oferta de gobierno goza globalmente de un menor apoyo popular; y despu¨¦s porque se trata de una instituci¨®n que dispone de amplio nivel de competencias ejecutivas y de veto sobre la funci¨®n legislativa del Congreso, sin que en ning¨²n caso est¨¦ sometido a responsabilidad pol¨ªtica ante el Legislativo que lo pueda reemplazar, lo cual le permite ejercer un importante poder institucional al margen del ajustado resultado de las elecciones. Ciertamente, se podr¨¢ argumentar -a contrario- que si el Congreso es dominado por el otro partido, los poderes del presidente quedan atenuados. Pues bien, sin dejar de ser ello parcialmente cierto, no lo es menos que el presidente sigue gozando de una amplia autonom¨ªa de decisi¨®n en las m¨¢s diversas materias (pol¨ªtica interior y exterior, defensa, etc.) y que, a la postre no responde por ello m¨¢s que ante el electorado cuatro a?os despu¨¦s. Y es esta relaci¨®n directa la que define el alcance de la legitimidad del poder que ejerce. Por esta raz¨®n, si el presidente electo por el colegio de compromisarios no dispone tambi¨¦n de mayor¨ªa en los votos emitidos (ya sea la relativa o mucho mejor la absoluta) su legitimidad democr¨¢tica es deficitaria, a pesar de lo establecido por la Constituci¨®n de 1787. Porque la l¨®gica del sistema presidencialista exige un ganador claro y ¨¦ste deja de serlo plenamente, si como en el caso de los Estados Unidos no triunfa tambi¨¦n en la elecci¨®n de primer grado. Aunque sea de forma ajustada.
Evidentemente, en los sistemas constitucionales de naturaleza parlamentaria el razonamiento no puede ser el mismo, porque en ellos el gobierno y su primer ministro son de extracci¨®n parlamentaria. Su legitimidad democr¨¢tica deriva, desde luego, de la voluntad popular mostrada en las urnas, pero la formaci¨®n del Ejecutivo tiene su origen inmediato en el Parlamento y no en el pueblo, aunque, sin duda, el sentido de la voluntad popular condicione y mucho el tipo de gobierno que vaya a formarse. A este respecto, y seg¨²n haya sido el resultado de las elecciones nada puede extra?ar que, fruto de la cultura de la coalici¨®n, se formen gobiernos que no incluyan al partido m¨¢s votado. Sin ir m¨¢s lejos, ¨¦ste el caso que en la actualidad se produce en las comunidades aut¨®nomas de Catalu?a y de las islas Baleares, sin que en ningun caso se pueda llegar a cuestionar la legitimidad de los partidos que los integran para ejercer las funciones de gobierno que la Constituci¨®n y los Estatutos les encomiendan. Remont¨¢ndonos a casos similares pero m¨¢s lejanos, podr¨ªa evocarse el caso de Italia, donde en los a?os ochenta el difunto B. Craxi ejerci¨® de primer ministro con s¨®lo un 10% de los votos de su partido, el PSI, y apoyado por otras formaciones pol¨ªticas, dejando en la oposici¨®n a los comunistas que le doblaban en representaci¨®n electoral. Dada la extracci¨®n parlamentaria del gobierno, su legitimidad tampoco podr¨ªa ser cuestionada.
Pero en el caso del presidencialismo norteamericano, la l¨®gica de la coalici¨®n resulta extra?a, dado el tradicional bipartidismo imperante. Aunque no es forzosamente as¨ª en otros sistemas presidencialistas como, por ejemplo, actualmente en Argentina, donde el presidente De la R¨²a lidera la Alianza, una amplia y variada coalici¨®n de partidos, o en Chile, donde el presidente Lagos encabeza la Concertaci¨®n. Lo que s¨ª resulta com¨²n a los tres casos, es que el jefe del Estado debe su legitimidad democr¨¢tica al pueblo, sin que la variante norteamericana de la elecci¨®n en segundo grado pueda resultar significativa a estos efectos. Por el contrario, s¨ª que lo es y mucho que el presidente acceda al poder sin haber sido el m¨¢s votado. Y ello es una buena raz¨®n para pensarse seriamente, la reforma de la Constituci¨®n de 1787.
La segunda de las cuestiones que exigen una reflexi¨®n es la referida al control del proceso electoral. Se ha dicho, con raz¨®n, que la incertidumbre sobre quien ser¨¢ el nuevo presidente de los EEUU no puede prolongarse demasiado. Cierto. Se ha afirmado tambi¨¦n que el proceso no se puede judicializar; sin embargo, aqu¨ª convendr¨ªa ser prudentes a la hora de considerar esta circunstancia como intr¨ªsecamente negativa. Porque m¨¢s contraproducente para el sistema democr¨¢tico es un presidente a cualquier precio, a fin de estabilizar a la bolsa. Por ello, si en una elecci¨®n se producen irregularidades o equ¨ªvocos graves que condicionan el sentido general del sufragio, como es el caso, su verificaci¨®n por instancias independientes y bajo control judicial forma parte de unos requisitos democr¨¢ticos elementales. No se puede hacer tabla rasa del asunto, si no es a costa de sacrificar la propia legitimidad de las elecciones. Porque, de ser as¨ª y trat¨¢ndose de los EE UU, cabr¨ªa preguntarse en qu¨¦ lugar quedar¨ªa el c¨¦lebre frontispicio constitucional, "Nosotros, el pueblo..." si el pr¨®ximo presidente surgiese tras un recuento de los sufragios opaco o equ¨ªvoco y, encima, fuese el menos votado de los dos candidatos.
Marc Carrillo es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.
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