El o¨ªdo pegado al transistor
Era la ¨¦poca del "entr¨®, entr¨®" de Juan Jos¨¦ Castillo, la voz televisiva del tenis, un deporte reci¨¦n descubierto por el gran p¨²blico. Aquel a?o, 1965, el equipo espa?ol, gracias a un triunfo apote¨®sico sobre el estadounidense en Barcelona, se clasific¨® por primera vez para la final de la Copa Davis. Lo compon¨ªan Manolo Santana, un recogepelotas al que su prodigiosa mu?eca hab¨ªa permitido abrirse paso en una actividad hasta entonces poco menos que exclusiva de la alta sociedad; Juan Gisbert, la tenacidad, un especialista en derrotar de forma ag¨®nica, en cinco sets, remontada a remontada, a rivales de mucho mayor pedigr¨ª; Jos¨¦ Luis Arilla, el compa?ero de dobles de Santana, su segundo apellido, su extensi¨®n natural, y Juan Manuel Couder, un veterano que sol¨ªa acomodarse en el fondo de la pista y, devoluci¨®n a devoluci¨®n, forzar los errores de sus adversarios.Aquel a?o, 1965, algunos ni?os supimos al fin de nuestros ant¨ªpodas en forma de conjunto australiano: Roy Emerson, Fred Stolle, John Newcombe, el actual capit¨¢n, y Tony Roche. Y de las diferencias horarias entre unos pa¨ªses y otros. Aquella contienda por una ?ensaladera? no fue televisada en directo, pero s¨ª radiada. As¨ª que, a eso de las cinco de la ma?ana, uno mismo, con cuidado, muy bajito, para no despertar a nadie, se met¨ªa el transistor entre las s¨¢banas, bien pegado al o¨ªdo, para escuchar, no importaba que con ruidosas interferencias, c¨®mo botaba la pelota al otro lado del globo. Santana y los suyos perdieron (1-4). Todos perdimos. Ay, si tambi¨¦n hubiera estado Andr¨¦s Gimeno, el comentarista de hoy..., pero se hab¨ªa pasado al circuito profesional, el del dinero abundante.
El desencanto no perdur¨®. En 1967 llegamos otra vez a la cita decisiva, contra el mismo rival, en id¨¦ntico escenario. ?Por qu¨¦ siempre all¨ª? Porque era el privilegio del campe¨®n, que, exento de las eliminatorias, se limitaba a defender su t¨ªtulo. Ya no estaba Couder. Pero dispon¨ªamos del joven Manolo Orantes, el otro Manolo, cuya gran clase tuvo que competir siempre con esa comparaci¨®n enfermiza. Volvimos a perder (otro 1-4). Ay, si tambi¨¦n hubiera estado Gimeno...
Han pasado los a?os. Nosotros, los ni?os de entonces, ya peinamos canas. Pero la ocasi¨®n se nos presenta de nuevo. Rejuvenecemos. El contrincante es el de siempre, pero no el marco. Ahora jugamos en nuestra casa, no en la de ellos; sobre nuestra lenta tierra batida, no sobre su r¨¢pida hierba. ?lex Corretja, Juan Carlos Ferrero, Albert Costa y Joan Balcells tienen el saque. Y, como en el dicho infantil, a la tercera va la vencida.
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