El rapto de Europa
La cumbre europea que se celebra en Niza, en estos tiempos de inflaci¨®n del verbo, es en verdad crucial. Y lo m¨¢s decisivo de la misma habr¨¢ de ser la posible redistribuci¨®n de votos entre los pa¨ªses miembros, especialmente Alemania y los otros grandes, Reino Unido, Francia e Italia, que hoy empatan a 10 sufragios por cabeza. Lo que se dilucida en Niza es la clase de Europa que nos quede.La argumentaci¨®n de Berl¨ªn es, de seguro, irrebatible. Alemania merece m¨¢s votos porque tiene 82 millones de habitantes contra algo menos de 60 para cada uno de sus tres perseguidores; a la hora de subvencionar Europa, y muy notablemente para los fondos de cohesi¨®n que tanto benefician a Espa?a, nadie es tan generoso como los bolsillos alemanes, y, por si fuera poco, la apertura al Este, con la que est¨¢ muy vinculada la reponderaci¨®n del voto, va a hacer del bloque germ¨¢nico el gran arbotante del futuro edificio europeo.
A esa pretensi¨®n se opone Francia por motivos sin duda electorales en el corto plazo -Chirac ir¨ªa en muy mala posici¨®n a las pr¨®ximas presidenciales si ahora se inclina ante el teut¨®n-, y ad calendas m¨¢s c¨®smicas, por raz¨®n de contrato fundacional. La UE se cre¨® como Mercado Com¨²n en 1957, sobre un equilibrio intangible, es decir, desligado de toda aritm¨¦tica, entre sus dos grandes progenitores, Francia y Alemania, de los que la primera, aceptando el maridaje, perdonaba a la segunda el pecado del nazismo.
Pero la cosa no puede limitarse a unas promesas de esponsales pronunciadas hace ya medio siglo, porque, si es cierto que la construcci¨®n europea s¨®lo es una, son varias las Europas sobre las que hay que construir.
Si en el principio fue el verbo, el verbo en esta historia es el Imperio Romano. Cuando ya es, quiz¨¢, posible distinguir en el mapa algo embrionariamente parecido a lo que hoy es Europa, con sus primeros conatos de naci¨®n, digamos el siglo XIII, lo que vemos es aquello en lo que ya se ha convertido el Imperio Romano: un trozo de Espa?a, casi todo Portugal, mucha Francia, suficiente Inglaterra y el claro contorno de Italia pese a tanto principado y se?or¨ªa; todo un conjunto pre?ado ya, es cierto, de Sacro Imperio Romano Germ¨¢nico; lo que significa que Alemania comienza a apuntar, pero como sucesora m¨¢s que fundadora.
A esa primera Europa, cuyo centro de gravedad es el Mediterr¨¢neo, se le ir¨¢ enlazando una segunda versi¨®n centroeuropea de s¨ª misma, vinculada pero distinta, al tiempo que apenas un siglo m¨¢s tarde, de 1350 por lo menos hasta 1700, vendr¨¢ a a?ad¨ªrsele a¨²n una tercera Europa: la que fue bizantina y se hace otomana, donde, no en vano, existe ese gran factor diferencial llamado los Balcanes. Y hasta cabr¨ªa hablar, tras esta tupida relaci¨®n, de una cuarta Europa, que era perif¨¦rica cuando navegaba en la hora del vikingo, y se integraba a las dos primeras a trav¨¦s del mundo anglo-germ¨¢nico, desde la guerra de los Treinta A?os, mediado el siglo XVII.
Todas estas Europas, sin desaparecer, pueden llegar un d¨ªa a ser como los mosqueteros, todas para una y una para todas; pero, a ese fin, determinados equilibrios quiz¨¢ deber¨ªan ser de permanente y obligado cumplimiento.
Esos cuatro grandes, a los que Espa?a pretende acercarse apoyando a la germanidad triunfante, est¨¢n hoy casi milagrosamente equilibrados en su poder de voto. Dos de ellos, Francia e Italia, son Imperio Romano a tope; otros dos, Alemania y Reino Unido, mundo anglogerm¨¢nico, y a¨²n mejor, si Berl¨ªn y Roma parecen indiscutiblemente ser todo lo que representan, Londres y Par¨ªs no dejan, por su parte, de asumir un cierto mestizaje complementario: lo anglosaj¨®n, de latinidad gracias al muro de Adriano, y lo franco-latino, de germanidad por mor de Carlomagno. Ni el mejor alquimista medieval habr¨ªa dado con ecuaci¨®n tan calculada. Espa?a o Polonia, unidos un d¨ªa a los cuatro grandes, podr¨ªan descabalar una agrimensura de tama?a sutileza.
Esa Europa, por tanto, es una construcci¨®n del esp¨ªritu tanto o m¨¢s que de las cuatro reglas; un algo artificial que no se deduce necesariamente de la naturaleza implacable de las cosas; una ingenier¨ªa hist¨®rica en forma de castillo de naipes que mal soporta ventoleras. Cuando Adenauer -como aseguran en Par¨ªs- garantiz¨® a De Gaulle que aquella paridad ser¨ªa para siempre, no se lo promet¨ªa ¨²nicamente a Francia. Tambi¨¦n se lo dec¨ªa a todo el antiguo Imperio Romano.
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