La vida eterna
En los ¨²ltimos a?os, los medios de comunicaci¨®n han dedicado espacios crecientes a temas de biolog¨ªa y medicina. Es cierto que esta dedicaci¨®n se halla en consonancia con el volumen, tambi¨¦n creciente, de la industria farmac¨¦utica y sanitaria, uno de los negocios m¨¢s potentes de nuestros d¨ªas; no es menos cierto, sin embargo, que est¨¢ relacionada asimismo con ciertas expectativas, algunas fulminantes, suscitadas en este final del siglo.No hay duda de que, por lo general, en este tipo de noticias hay una fuerte desproporci¨®n entre la letra peque?a y los titulares. ?stos, incluso los peri¨®dicos m¨¢s serios, anuncian efectos espectaculares para los pr¨®ximos tiempos, mientras los renglones que desarrollan la informaci¨®n son m¨¢s cautos y ambiguos, relativizando y dilatando el curso de los acontecimientos. Pero en s¨ªntesis el mensaje es optimista.
Significativamente este optimismo es m¨¢s contundente cuando el lector -o el espectador- recibe datos acerca de la duraci¨®n de la vida media de los seres humanos. Con frecuencia somos informados, con estad¨ªsticas, de los muchos cambios acaecidos en esta centuria y, con igual reiteraci¨®n, de los cambios todav¨ªa mayores que cabe esperar. Disciplinas de las que el ciudadano ilustrado apenas tiene conocimientos, como la neurobiolog¨ªa o la ingenier¨ªa gen¨¦tica, act¨²an como talismanes m¨¢gicos que convierten los hallazgos del presente en rumores sobre el porvenir. En el escenario conviven muchos anhelos, pero hay dos que alimentan todos los dem¨¢s: la eterna juventud y la inmortalidad.
A este respecto terminamos el siglo XX de una manera muy distinta a como se acab¨® el siglo precedente. A la utop¨ªa social la ha sucedido la utop¨ªa biol¨®gica. No son ya populares en nuestra ¨¦poca ni los visionarios de una sociedad nueva -como Bakunin o Marx-, ni los profetas del apocalipsis moral -como Nietzsche-, ni los peregrinos que buscan una Nueva Jerusal¨¦n o una Nueva Icaria, ni los revolucionarios que deben imponer a sangre y fuego la Ciudad Ideal. La multitud, cuando espera algo, espera m¨¢s de los productores de f¨¢rmacos o de los genios del bistur¨ª que de sus antiguos seductores. Derrumbada tr¨¢gicamente la utop¨ªa social -aunque desde luego no por haberse alumbrado un mundo m¨¢s justo-, las derivas ut¨®picas parecen haberse orientado hacia el microscopio y el quir¨®fano.
Es una situaci¨®n nueva, pero s¨®lo en parte y s¨®lo desde cierta perspectiva. Cuando los enciclopedistas sabotearon la fuente tradicional de caudales ut¨®picos que representaba la religi¨®n, concibieron un orden supuestamente horizontal en el que no cab¨ªan las jerarqu¨ªas verticales: en la ordenaci¨®n alfab¨¦tica de la Enciclopedia Dios era s¨®lo un t¨¦rmino en medio de tantos otros, y lo mismo suced¨ªa con infierno. Pero no renunciaron al para¨ªso.
Y durante dos siglos el para¨ªso del hombre moderno se ha situado al final de nuevos senderos y de nuevos mitos: el mito de la Igualdad o el mito del Progreso. Ambos, sustitutos de la religi¨®n, fueron abrazados con fuerza religiosa llenando de entusiasmo -es decir, etimol¨®g¨ªcamente, "llenando de dios"- a multitudes enormes. La revoluci¨®n social ha sido embriagadora porque promet¨ªa el para¨ªso y su colapso hist¨®rico ha abierto las grietas por las que reaparece el sentimiento religioso tradicional. Tambi¨¦n la ciencia y la t¨¦cnica han nutrido las fantas¨ªas humanas sobre el para¨ªso y, pese a las frecuentes pesadillas, son, probablemente, las m¨¢s vigorosas promesas de salvaci¨®n.
Las secuencias son, obviamente, muy distintas e incluso en apariencia opuestas, pero el sue?o es el mismo prolong¨¢ndose, cap¨ªtulo tras cap¨ªtulo, por todos los momentos de la existencia humana. El sue?o no es otro, por supuesto, que el sue?o contra el tiempo y contra la muerte, y su principal testimonio a lo largo de milenios ha sido ese territorio tan plural y proteico, pero tan ¨²nico que, a falta de otra palabra m¨¢s exacta, llamamos arte. La "historia del arte" no es lo que acad¨¦micamente denominamos as¨ª sino el testimonio de un sue?o pronunciado de mil maneras distintas, y que incluye la religi¨®n y la pol¨ªtica, la moral y la ciencia.
En una exposici¨®n que tiene lugar estos d¨ªas en el Gran Palais de Par¨ªs, bajo el t¨ªtulo Visiones del futuro, se han agrupado, con buena l¨®gica, los distintos experimentos del hombre frente a la muerte. Aunque las m¨¢scaras sean distintas, el rostro que cubren, o m¨¢s bien que desear¨ªan cubrir, es siempre el mismo. Quiz¨¢ eso desorienta al visitante. Sin embargo, si dispusi¨¦ramos de un visitante atemporal, de un espectador ideal que pudiera mirar por encima de los periodos e ideolog¨ªas, entonces se pondr¨ªa de relieve la coherencia de poner juntos pir¨¢mides, templos, monumentos a la Internacional comunista, telescopios y cohetes espaciales. Fragmentos del para¨ªso. Tambi¨¦n, naturalmente, deber¨ªan poder contemplarse, contiguos, los juicios finales y las danzas de la muerte, los campos de concentraci¨®n y las im¨¢genes de Hiroshima. Fragmentos del Apocalipsis.
Para tener una idea de conjunto de la historia humana deber¨ªamos poder agrupar -como en la mencionada exposici¨®n pero mucho m¨¢s exhaustivamente- las distintas secuencias del sue?o, incluso cuando se cruza con la pesadilla, y las distintas visiones del para¨ªso, con sus respectivos infiernos. Quiz¨¢ eso nos har¨ªa m¨¢s libres para la elecci¨®n, m¨¢s prudentes en el juicio y m¨¢s ir¨®nicos ante la imperfecci¨®n.
Es un error creer, como se afirma a menudo, que hemos asistido al fin de las utop¨ªas, cuando, al m¨¢ximo, hemos vislumbrado el nacimiento y el ocaso de una de sus formas. Con la utop¨ªa -con el lugar so?ado, contra la muerte y contra el tiempo- sucede como con la corriente de agua, que cambia su curso o es encauzada, pero que no puede ser eliminada. Los diques de la realidad parecen poderosos hasta que s¨²bitamente se resquebrajan bajo el ¨ªmpetu de caudales antes contenidos o disimulados. Un p¨¦ndulo invisible marca el ritmo: cuando se extingue una esperanza, nace otra; donde se diluye una ilusi¨®n, aparece otra.
Tal vez haya algo de amoral y mucho de sarc¨¢stico en este movimiento pendular que hace oscilar el norte de las aspiraciones humanas, coloc¨¢ndolo unas veces en el sitial de los dioses, y otras en cumbres m¨¢s terrenas. Pero el peso de la muerte y de su aliado el "tiempo" -y de los dem¨¢s males que han recogido todas las mitolog¨ªas: el poema de Gilgamesh, el Antiguo Testamento, Hes¨ªodo- es tan descomunal que deben disculparse las veleidades que nos hacen cubrirnos, a veces con una m¨¢scara y, a veces, con otra. Entre los para¨ªsos prometidos por grandes dioses y las tenues esperanzas de un d¨ªa no hay ninguna diferencia: ¨²nicamente depende de nuestra capacidad de enso?aci¨®n y de riesgo. Tambi¨¦n de juego.
En esta metamorfosis el fin -transitorio, tal vez- de la utop¨ªa social ha liberado otros ¨¢mbitos de deseo, incluyendo horizontes religiosos que parec¨ªan desvanecidos. Pero en el juego perpetuo del hombre contra sus l¨ªmites la principal apuesta se dirige, ahora, al cuerpo mismo. Ni siquiera la carrera espacial -demasiada lejan¨ªa, demasiado silencio- suscita hoy las expectativas de una hipot¨¦tica carrera del cuerpo para conquistar esa vida eterna que el hombre ha acariciado, generaci¨®n tras generaci¨®n.
Nos definimos porque la muerte nos ha hecho enamorar de la eternidad. Aunque opinemos, como William Blake, que es la eternidad la que est¨¢ enamorada de nosotros.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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