Cincuenta
En la cadencia mon¨®tona (aunque progresivamente acelerada) de celebraciones, aniversarios, fiestas y otras conmemoraciones con las que tenemos la costumbre de pespuntear el paso del tiempo, algunos momentos sobresalen fugazmente, como si tuvieran un espesor o densidad mayor que el resto, como si por una u otra raz¨®n se hubieran ganado el derecho a que les prest¨¢ramos una atenci¨®n preferente. Tal es el caso de ciertos cumplea?os, convertidos, por mor de los usos establecidos, en aut¨¦nticos rituales de paso para sus protagonistas. A los n¨²meros se les ha hecho simbolizar con tanta intensidad el instante concreto en el que se abandona una cierta etapa o en el que se ingresa en otra que los individuos dif¨ªcilmente pueden sustraerse a la presi¨®n del tr¨¢nsito. Cumplir determinados a?os -o, como tambi¨¦n se suele decir, entrar en determinadas edades- equivale a adquirir una particular condici¨®n, incorporarse a un grupo o, a veces peor, dejar de pertenecer a aqu¨¦l con el que el sujeto se hab¨ªa identificado en gran medida.
Hablar de la edad es hablar de la vida en com¨²n, del inexorable modo en que el tiempo nos va cambiando, ante la mirada atenta o distra¨ªda de los otros
Por supuesto que hay una dimensi¨®n perfectamente desechable en este asunto, y es la que tiene que ver con un absurdo fetichismo del d¨ªgito. Nada ocurre, claro est¨¢, por cambiar de n¨²mero. Pero parece haber m¨¢s. Por lo pronto, la forma con la que, de ordinario, el com¨²n de las gentes habla de estas cosas resulta ciertamente reveladora. Es posible que siempre fuera as¨ª -y uno no se entera hasta que no le llega el turno-, pero resulta dif¨ªcil evitar la sensaci¨®n de que en los ¨²ltimos tiempos, tal vez como efecto derivado de aquel culto al cuerpo que se puso en circulaci¨®n hace algunos a?os, ciertas actitudes parecen haber cobrado carta de naturaleza. Hablar de la edad de alguien, especialmente a partir de un determinado umbral, ha pasado a equivaler a referirse casi en exclusiva a su estado de conservaci¨®n. Como si el ¨²nico rastro relevante que dejara sobre nosotros el paso del tiempo fuera una secuela de canas, arrugas y kilos.
Aunque tal vez pueda resultar algo chusco, no es desde luego especialmente grave el hecho de que se haya impuesto la moda de hablar los unos de los otros con ese lamentable lenguaje de tratantes de ganado. Lo grave de veras, como en tantas otras ocasiones, es lo que ese modo de decir oculta o, yendo hasta el fondo, el modo de pensar que implica. Un modo de pensar que aparece no s¨®lo como obvio y evidente, sino, m¨¢s significativo a¨²n, como inevitable. El ejemplo evitar¨¢ la demora en mayores circunloquios: ?hay alguien que no haya escuchado varias docenas de veces el manido argumento de la desigual manera en que el paso del tiempo castiga a hombres y mujeres? No pretendo ironizar sobre la injusticia del agravio. Posiblemente el argumento contenga verdad -no es cuesti¨®n de discutirlo ahora-, pero lo que importa es que hay mucha m¨¢s verdad por pensar, que el asunto de la propia edad en modo alguno puede quedar reducido a semejante orden de consideraciones.
Y es que, en definitiva, esa convencional forma de contabilizarse -de ponerle cifra a la vida vivida- est¨¢ nombrando nuestra esencia, nuestra irrenunciable condici¨®n temporal. Una condici¨®n temporal que, adem¨¢s, es necesariamente p¨²blica, intersubjetiva. Conocemos las edades de los m¨¢s pr¨®ximos porque son nuestras mismas vidas las que est¨¢n entrelazadas: porque podemos poner en relaci¨®n nacimientos, muertes, amores o cualesquiera otras intensas experiencias compartidas. Hablar de la edad es, por ello -aunque los propios usuarios acostumbren a ignorarlo-, hablar de la vida en com¨²n, del inexorable modo en que el tiempo nos va cambiando, ante la mirada atenta o distra¨ªda de los otros. Pero por ello tambi¨¦n, es dejar la propia vida sin pensar conformarse con ese ralo discurso que parece sustanciarlo todo en el anhelo de permanecer a cualquier precio (de perseverar en el ser, que dir¨ªa un fil¨®sofo) y de mantener las apariencias.
Nada puede ser igual, pongamos por caso, cuando las agujas del reloj andan dando su segunda vuelta a la esfera. Adentrarse en la propia existencia debiera ser ocasi¨®n para ir levantando acta del conocimiento adquirido y de la experiencia resuelta. Eso significa, entre otras cosas, constatar, sin el afectado gesto de la decepci¨®n o el desenga?o, el ocaso de buena parte de las motivaciones que nos acompa?aron un largo trecho y el sorprendente surgimiento de otras, en cuya compa?¨ªa nunca pudimos imaginar que llegar¨ªamos a caminar. O la aparici¨®n de nuevos interlocutores, que nos interpelan desde su provisional inocencia, coloc¨¢ndonos en el lugar de las viejas autoridades perdidas. Todo lo contrario, en fin, de esa mirada sobre la propia vida que en nuestra sociedad parece haberse convertido en canon, de esa parodia banal del ¨¢ngel benjaminiano en la que se da por descontado que el momento de plenitud, la cada vez m¨¢s remota juventud, qued¨® atr¨¢s, y ya s¨®lo resta vivir en su a?oranza, arrastrados lejos de ella por el viento de la naturaleza. Se trata, sin duda, del camino equivocado: vivir midiendo esa distancia es, en un sentido bastante propio, vivir en una cuenta atr¨¢s.
Manuel Cruz (1951) es catedr¨¢tico de filosof¨ªa en la UB.
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