Ra¨ªces
En 1950 recala en Figueres una familia. Son de origen extreme?o y han intentado una primera y frustrada emigraci¨®n en Portugal, donde han nacido los ni?os. Uno de ellos se llama Justo. Veinte a?os m¨¢s tarde, al nacer su primer hijo y a fin de que ¨¦ste pueda conocer sus ra¨ªces, escribe en catal¨¢n sus primeros recuerdos. Nada m¨¢s llegar, el padre, que se busca la vida como puede, es 'encarcelado hasta que se aclare la desaparici¨®n de unos sacos de trigo'. Asustados, los parientes que les hab¨ªan acogido los expulsan. 'No ¨¦ramos nada. Familia de presidiario. Nos recogimos en el ¨²nico lugar que se correspond¨ªa con nuestra condici¨®n: en un refugio de la guerra, medio hundido, escarbado, negro y sucio, en la ladera de una peque?a monta?a'. All¨ª acarrean sus pertenencias: 'Un ba¨²l viejo, la maleta de madera, una cama de matrimonio y cuatro o cinco mantas negras de soldado'. El padre sale de la c¨¢rcel, pero las cosas no cambian mucho: 'Todo era humedad: las lluvias se filtraban por el techo y las paredes. De vez en cuando se produc¨ªan hundimientos parciales (...). Para calentarnos encend¨ªamos unas brasas. Hab¨ªamos practicado una separaci¨®n con sacos, para disponer de dos estancias'. El padre se convierte en trapero. 'Consigui¨® autorizaci¨®n para recoger los restos de plomo y metralla de los campos de tiro. Tambi¨¦n pod¨ªa proporcionarse algunos chuscos de pan, que ayudaban lo suyo. T¨ªa Rufina, m¨¢s joven que madre, les ayudaba en esas tareas. (...). Por descontado, hab¨ªa que visitar las basuras, carretilla en mano'.
La infancia de Justo transcurrir¨¢ siempre en estas m¨ªseras condiciones. Las lluvias acaban hundiendo la cueva y se cobijan en una min¨²scula barraca de campo. Finalmente dar¨¢n con sus huesos en una nave del centro de Figueres -unos antiguos corrales-. Compartir¨¢n el cochambroso espacio con unas treinta familias. Se a¨ªslan las unas de las otras mediante cortinas de saco. Sin agua corriente, sin lavabos, con un par de agujeros junto a una pared: 'Los orinales y otros suced¨¢neos, as¨ª como la debida programaci¨®n de los adultos en horas y lugares de trabajo, evitaba que aquellos infectos urinarios registraran desagradables colas'. Cocinan en la calle y se calientan con braseros. 'Respir¨¢bamos lo que pod¨ªamos. No estaba el tiempo para hablar de contaminaci¨®n. El techo de la nave era negro. El negro cl¨¢sico de aquel suburbio'. La luz es de carburo. Est¨¢n en pleno centro de la ciudad: 'Para camuflar nuestra situaci¨®n, para hacer m¨¢s confortable nuestra presencia, el Ayuntamiento tapi¨® la calle hasta dejar ¨²nicamente un portal de entrada. Ten¨ªamos la sensaci¨®n de ser despreciados. Lo ¨¦ramos'.
Cuando Just Manuel Casero escribi¨® estas amargas vivencias ten¨ªa unos veinticinco a?os. Se hab¨ªa formado en el Seminario de Girona con profesores de lujo: con Modest Prats, reci¨¦n llegado de sus estudios en Roma y Par¨ªs, sin ir m¨¢s lejos. Trabajaba como administrativo, pero su aut¨¦ntica vocaci¨®n era el periodismo: corresponsal de Tele-Expr¨¦s en Girona, hab¨ªa sido presentador de un programa de radio y formaba parte de la combativa redacci¨®n de la revista Pres¨¨ncia. Exponente de la febril militancia social de aquellos a?os, colabor¨® en m¨²ltiples iniciativas con los grupos cat¨®licos que en Girona acabaron desembocando en el PSC, del cual fue uno de los fundadores. M¨¢s tarde, ya en democracia, fund¨® asimismo el diario El Punt, del que, mientras vivi¨®, fue columnista de referencia. En la biograf¨ªa de Just Manuel Casero, portugu¨¦s de origen extreme?o, catalanista y socialista, se dan cita, por una cruel fatalidad, las principales desgracias de la segunda mitad del siglo XX catal¨¢n: la miseria de los emigrantes del sur, la represi¨®n pol¨ªtica (perdi¨® un ojo a causa de un proyectil policial en la manifestaci¨®n del 8 febrero de 1976, en aquella Barcelona que estaba gan¨¢ndose a pulso la democracia) y el c¨¢ncer, que le mat¨® hace ya 20 a?os. El c¨¢ncer: la verdadera plaga de esta ¨¦poca como saben todas las familias y como recuerda Quim Monz¨® en uno de sus nuevos cuentos. En su corta vida, Just Casero pudo, sin embargo, protagonizar tambi¨¦n los mejores ¨¦xitos de su generaci¨®n: la emancipaci¨®n de los humildes y la participaci¨®n estelar en el advenimiento de la democracia.
La experiencia del barraquismo no es, como sabemos, una rareza en Catalu?a. Dur¨® hasta los setenta. No son las an¨¦cdotas, tristemente comunes entre los emigrantes de aquellos a?os y tambi¨¦n entre los de ahora, lo interesante de esta narraci¨®n (que pueden encontrar en la excelente biograf¨ªa escrita por el profesor de la UPF Jaume Guillamet, Memoria de Just, Edicions 62). No. Lo interesante es el punto de vista. Un joven emigrante que, casualidades de la vida, ha estudiado lat¨ªn y filosof¨ªa, recuerda, mientras inicia su compromiso social y pol¨ªtico, su dolorosa infancia. La narraci¨®n tiene la calidez de lo aut¨¦ntico, la expresividad del hombre culto y la generosa frialdad de aquel que, teniendo todas las excusas para convertirse en un violento resentido social, ha decidido colaborar en la fundaci¨®n del socialismo catalanista, es decir, en la creaci¨®n de un instrumento que deb¨ªa servir para trenzar lo mejor de las dos comunidades que se re¨²nen en este suelo. Han pasado 20 a?os. Just no ha conocido los dos peores perfiles de su generaci¨®n: los que se encerraron, autistas y pragm¨¢ticos, en el juguete del poder, y el pelot¨®n de los c¨ªnicos y resignados. ?sta es la rara fortuna de los h¨¦roes que mueren j¨®venes: pierden gran parte de su vida, pero se ahorran la expulsi¨®n del para¨ªso. Just era un h¨¦roe. En Girona se le recuerda. En Catalu?a su nombre es casi desconocido. Dime qu¨¦ h¨¦roes ha entronizado tu pa¨ªs y te dir¨¦ c¨®mo sois. No he escrito este art¨ªculo para homenajearlo en su aniversario, sino para recordar de d¨®nde venimos. Una nueva generaci¨®n de emigrantes nos visita y la moraleja que la vida Just Casero nos ofrece es tan obvia que no hace falta explicitarla.
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