La muerte de un continente
La verg¨¹enza, la ignorancia y la falta de recursos disparan la epidemia de sida en ?frica
Imaginemos la vida de una mujer en ?frica. Se levanta por la ma?ana y desayuna con sus tres hijos. Uno est¨¢ ya condenado a morir en plena infancia. Su marido trabaja a 300 kil¨®metros de distancia, vuelve a casa dos veces al a?o y, mientras tanto, se acuesta con otras mujeres. Pone en peligro su vida cada vez que tiene una relaci¨®n sexual. Cuando va a trabajar pasa por delante de una casa en la que vive una adolescente que cuida de sus hermanos peque?os, sin ninguna fuente de ingresos. En otra casa, cuando la mujer le pidi¨® a su marido que usara un cond¨®n, ¨¦ste la llam¨® puta, le dio una paliza y la arroj¨® a la calle. M¨¢s all¨¢ yace un hombre desesperadamente enfermo, sin acceso a un m¨¦dico, una cl¨ªnica, medicinas, alimentos ni mantas, ni siquiera una palabra amable. En el trabajo come con sus colegas, y uno de cada tres ya est¨¢ mortalmente enfermo. Habla en voz baja sobre una amiga enferma a la que los vecinos mataron a pedradas. Su tiempo libre est¨¢ ocupado por los funerales a los que asiste todos los s¨¢bados. Se va a la cama con el temor de que la gente de su edad no llegue a los 40 a?os. Todos act¨²an como si no pasara nada: ella, sus vecinos y sus dirigentes, tanto pol¨ªticos como populares.
El sexo en seco aumenta el riesgo de infecci¨®n para las mujeres. Cobran entre siete y ocho d¨®lares, suficiente para pagar la comida de una semana
Las v¨ªctimas no gritan. Los m¨¦dicos y las necrol¨®gicas no nombran al asesino. Las familias se retraen, avergonzadas. Los dirigentes eluden su responsabilidad. El silencio obstinado presagia la victoria de la enfermedad: la ceguera no puede mantener el virus a raya.
Su historia refleja lo que ocurre cuando una enfermedad desborda los l¨ªmites de la medicina para invadir la pol¨ªtica del cuerpo e infecta no s¨®lo a los individuos, sino a toda una sociedad. Hemos viajado a tres pa¨ªses fronterizos en el extremo sur de ?frica: Botsuana, Sur¨¢frica y Zimbabue, el coraz¨®n del coraz¨®n de la epidemia. Durante una d¨¦cada, estas naciones sufrieron una invasi¨®n oculta de la infecci¨®n que no dej¨® ver las dimensiones de la cat¨¢strofe que se avecinaba.
El sida, en ?frica, tiene escaso parecido con la epidemia en Norteam¨¦rica, limitada a grupos concretos de alto riesgo y muy controlada gracias a una educaci¨®n muy intensa, en¨¦rgicas medidas pol¨ªticas y terapias con medicamentos de amplio alcance. Aqu¨ª, la enfermedad ha generado una perversi¨®n del darwinismo. Los que mueren son los m¨¢s fuertes: los adultos, que desaparecen y dejan detr¨¢s a ni?os y ancianos.
El enfermo de tuberculosis
El caso n¨²mero 309 en el programa de asistencia domiciliaria de Tugela Ferry tiene la piel enrojecida, ojos brillantes y la respiraci¨®n trabajosa del tuberculoso. Est¨¢ solo, y hace fr¨ªo entre las paredes de barro de su caba?a en Msinga Top, un asentamiento barrido por el viento sobre el r¨ªo Tugela, en la provincia surafricana de Kwa Zulu-Natal. El panorama espectacular de campos y colinas llenar¨ªa de gozo a un hombre sano, pero el enfermo de 22 a?os, al que llamaremos Fundisi Khumalo, tiene sida, aunque no lo sabe, y su mirada parece dirigirse hacia su interior, llena de miedo.
Antes de que pueda hablar, la garganta se le agarrota en espasmos. Siente un dolor agudo en el pecho; la respiraci¨®n es jadeante. Los v¨®mitos van mejor hoy. Pero el estre?imiento le ha doblado las rodillas y est¨¢ demasiado d¨¦bil para salir a aliviarse. No puede recordar cu¨¢ndo comi¨® por ¨²ltima vez. No puede recordar cu¨¢nto tiempo lleva enfermo: 'Mucho tiempo, puede que seis meses'. Khumalo sabe que tiene tuberculosis y cree que no es nada m¨¢s. 'S¨®lo pienso en eso', responde cuando le preguntamos por qu¨¦ est¨¢ tan enfermo.
Pero el miedo no abandona nunca sus ojos. Trabajaba en una peluquer¨ªa de Johanesburgo, viv¨ªa en un albergue para hombres en uno de los distritos segregados y ten¨ªa 'varias' amigas. En el albergue conoci¨® a otros j¨®venes que de vez en cuando estaban malos. Cuando estaban demasiado enfermos para seguir trabajando, como ¨¦l, volv¨ªan a su casa, a aldeas rurales como Msinga Top. Pero donde Khumalo no quiere ir es al hospital. '?Por qu¨¦?', explica. 'Porque si uno est¨¢ enfermo all¨ª, all¨ª muere'.
'Tiene raz¨®n', dice el doctor Tony Moll, que nos ha llevado por la pista de tierra desde el hospital de 350 camas que dirige en Tugela Ferry. No tenemos medicamentos para el sida. As¨ª que muchos hospitales les dicen: 'Tiene sida. No podemos ayudarle. V¨¢yase a casa a morir'. Nadie quiere tampoco que le hagan la prueba, a?ade, si no hay tratamiento disponible. 'Si la elecci¨®n consiste en saber y no poder hacer nada', dice, 'prefieren no saber'.
La ignorancia es la raz¨®n fundamental por la que la epidemia se ha descontrolado. Los sondeos dicen que muchos africanos est¨¢n empezando a saber que existe una enfermedad de transmisi¨®n sexual llamada sida, que es incurable. Pero no creen que les afecte a ellos. Y los africanos sufren tal cantidad de peligros -hambre, guerra, la violencia de la desesperaci¨®n o el odio ¨¦tnico, las enfermedades habituales de la pobreza, los peligros de las minas o las carreteras- que el riesgo a largo plazo del sida no es uno de los que m¨¢s les preocupan.
La marginada
Reconocer que se tiene el sida es adquirir la etiqueta de monstruo. Laetitia Hambahlane (un nombre falso) tiene 51 a?os y est¨¢ enferma de sida. Tambi¨¦n su hermano. Ella lo reconoce; ¨¦l, no. Sin embargo, en la destartalada casa de su madre, situada en las peores calles del distrito de Umlazi, la madre de Laetitia se ocupa de su hijo, le cuida, le protege, niega que tenga m¨¢s que tuberculosis, aunque su hermana asegura que tiene claros s¨ªntomas de sida. Laetitia est¨¢ marginada, de su familia y de su sociedad.
Durante a?os, Laetitia fue empleada dom¨¦stica en Durban y enviaba todo su salario a su madre. Se enamor¨® varias veces y tuvo cuatro hijos. 'Al ¨²ltimo hombre le quise', recuerda. 'Despu¨¦s de que se fuera, no volv¨ª a tener a nadie, nada de sexo'. Era el a?o 1992, pero Laetitia ya ten¨ªa el VIH.
Enferm¨® en 1996, y sus jefes la enviaron a un m¨¦dico privado que no fue capaz de diagnosticar ninguna enfermedad. Le analiz¨® la sangre y descubri¨® que era seropositiva. 'Ojal¨¢ me hubiera muerto en aquel momento', dice, mientras le corren las l¨¢grimas por sus mejillas hundidas. 'Le pregunt¨¦ al m¨¦dico: '?Tiene medicinas?'. Me dijo que no. Le dije: '?Me puede mantener con vida?'. El m¨¦dico respondi¨® que no y la despach¨®. 'No pod¨ªa dar la cara', explica ella. 'No pod¨ªa dormir. Me sentaba en la cama pensando, rezando. No ve¨ªa a nadie, ni de d¨ªa ni de noche. Preguntaba a Dios: ?por qu¨¦?'.
Los jefes de Laetitia la despidieron sin pedirle el diagn¨®stico exacto. Durante semanas no tuvo valor de dec¨ªrselo a nadie. Luego se lo cont¨® a sus hijos, y ellos sintieron miedo y verg¨¹enza. Despu¨¦s, m¨¢s dif¨ªcil todav¨ªa, se lo dijo a su madre. ?sta se enfureci¨® por el dinero que iban a perder si Laetitia no pod¨ªa volver a trabajar. Se enfad¨® tanto que ech¨® a Laetitia de su casa. Cuando la hija no se fue, la madre amenaz¨® con vender la casa para deshacerse de ella. Luego aisl¨® la habitaci¨®n de Laetitia con tabiques de contrachapado y convirti¨® a su hija en una paria, sola en un espacio peque?o y oscuro, sin ventanas y con una puertecilla que sal¨ªa al callej¨®n. Laetitia gana unas monedas para dar de comer a sus hijos y a ella misma vendiendo cerveza, cigarrillos y caramelos en un carrito que tiene en la habitaci¨®n, cuando la gente se atreve a pasar por all¨ª. 'A veces compran, a veces no', dice. 'As¨ª sobrevivo'.
Su madre no le dirige la palabra. 'Si a una persona no la acepta ni su propia familia', explica Magwazi, el voluntario del proyecto Sinoziso de Durban, que visita a Laetitia, 'otros tampoco lo har¨¢n'. Cuando Laetitia se atreve a salir, los vecinos le hacen el vac¨ªo, aunque los chicos le roban la cartera y se burlan de ella. Sus hijos est¨¢n hartos de la enfermedad y ya no les gusta ayudarla. 'Cuando no puedo levantarme, no me traen comida', se lamenta. Un d¨ªa, unos j¨®venes entraron en su cuarto, dijeron que era una bruja y una puta y le dieron una paliza. Cuando se lo cont¨® a la polic¨ªa, los j¨®venes volvieron y amenazaron con prender fuego a la casa.
Pero el rechazo de su madre es lo que m¨¢s le duele a Laetitia. 'Lo oculta respecto a mi hermano', llora. '?Por qu¨¦ no hace nada por m¨ª?'. Sus manos agarran nerviosamente el edred¨®n que cubre su cuerpo casi transparente. 'S¨¦ que mi madre no me dar¨¢ debida sepultura. S¨¦ que no se ocupar¨¢ de mis hijos cuando haya muerto'.
Los m¨¦dicos ceden ante las presiones sociales y las restricciones legales y no registran el sida en los certificados de defunci¨®n. 'Pongo tuberculosis, o meningitis, o diarrea, pero nunca sida', explica el doctor Moll, surafricano. 'Es un documento p¨²blico, y a las familias les horrorizar¨ªa que alguien se enterase'. Hace unos a?os, a los m¨¦dicos se les prohibi¨® incluso mencionar la inmunodeficiencia o el VIH en los expedientes m¨¦dicos; ahora pueden plasmar los resultados de las pruebas de sida en los papeles sobre el paciente para proteger a otros miembros del personal sanitario. M¨¦dicos como Moll llevan tiempo reclamando que se aplique la misma franqueza a los certificados de defunci¨®n.
El camionero
Aqu¨ª, los hombres tienen que emigrar para trabajar, dentro del pa¨ªs o al extranjero. Toda esa movilidad traslada y extiende el VIH, como reconoce Louis Chikoka. ?l recorre habitualmente la carretera que constituye la base de la econom¨ªa para Botsuana y su maldici¨®n. Ahora es la v¨ªa para los camiones transcontinentales que transportan art¨ªculos desde Sur¨¢frica hasta los mercados del centro del continente. Y adem¨¢s es el conducto del sida.
Chikoka detiene su cami¨®n polvoriento en una oscura ¨¢rea de descanso a las afueras de Francistown, donde se juntan las rutas internacionales y el 43% de los adultos al menos es seropositivo. Tiene 30 a?os, est¨¢ casado, es padre de tres hijos y lleva 12 a?os como camionero de largas distancias. Chikoka se ha parado para echar un polvo. Ve a aqu¨¦lla de all¨ª, se?ala con su cigarrillo. '?sas del lugar, que llamamos putas. Siempre aqu¨ª, a la espera, para un servicio r¨¢pido'. ?Un servicio r¨¢pido? 'Depende de lo que le cueste a uno eyacular', explica. 'Vamos al dormitorio entre los arbustos, ah¨ª detr¨¢s , o a veces en el cami¨®n. Un servicio r¨¢pido cuesta 20 rands. Saben que los camioneros siempre tenemos dinero'.
Chikoka indica otra mujer sentada junto a un mont¨®n de cartones. 'Nos gusta m¨¢s ir con ¨¦sas', explica. Son las mujeres de negocios, contrabandistas que se mueven en el mercado negro con cajas de frutas, papel higi¨¦nico y juguetes, que necesitan transportar alguna cosa m¨¢s all¨¢. 'Vienen a vernos y negociamos en privado las condiciones del transporte'. No hay dinero que cambie de manos, dice. 'Nos pagan con sus cuerpos'. Chikoka se encoge de hombros ante la sugerencia de que puede ser una pr¨¢ctica poco saludable. 'Llevo dos semanas fuera, se?ora. Soy humano. Soy un hombre. Necesito algo de sexo'.
Lo que m¨¢s le gusta es el sexo en seco. En algunas regiones del ?frica subsahariana, para dar placer a los hombres, las mujeres se sientan en palanganas de lej¨ªa o agua salada, o bien se introducen en la vagina hierbas astringentes, tabaco o fertilizante. El tejido de las paredes interiores se inflama y los lubricantes naturales se secan. El coito, as¨ª, es doloroso y peligroso para las mujeres. Los elementos astringentes suprimen las bacterias naturales y la fricci¨®n hiere con facilidad las delicadas paredes de la vagina. El sexo en seco aumenta el riesgo de infecci¨®n del VIH para las mujeres, que ya tienen el doble de posibilidades que los hombres de contraer el virus en una sola relaci¨®n. Las mujeres, a?ade Chikoka, pueden cobrar m¨¢s por el sexo en seco, 50 o 60 rands , suficiente para pagar la escolaridad de un hijo o comer durante una semana.
Chikoka sabe que su predilecci¨®n por el sexo en seco difunde el sida; sabe que su promiscuidad podr¨ªa llevar la enfermedad a su casa, a su esposa; sabe que la gente que enferma se muere. 'S¨ª, el VIH es terrible, se?ora', dice, mientras hace una se?a a la mujer de negocios de cuyos favores piensa disfrutar esa noche. 'Pero el sexo es natural. No es como la cerveza o el tabaco. Esas cosas se pueden parar. Pero, a no ser que se castre a los hombres, no se puede acabar con el sexo; y entonces moriremos todos, de todas formas'.
La prostituta
La trabajadora con la que estamos dirige el coche hacia un campo lleno de ca?a que bordea los distritos orientales de Bulawayo, en Zimbabue. No quiere que los vecinos vean que la entrevistamos. Tiene miedo de que su familia averig¨¹e que es una prostituta, as¨ª que vamos a llamarla Thandiwe. Ten¨ªa un aspecto limpio y arreglado con su vestido verde a media pierna, mientras esperaba a los clientes junto al n¨²mero 109 de Tongogaro Street, en el centro de la ciudad. Igual que todas las dem¨¢s mujeres, docenas de ellas, que ocupan las esquinas de la ciudad: no se ve una minifalda, un sujetador ni un ombligo al aire. En muchos aspectos, Zimbabue es una sociedad limpia y arreglada que mira con desaprobaci¨®n la comercializaci¨®n del sexo y la exhibici¨®n p¨²blica de demasiada carne.
Ello no impide que Thandiwe se gane la vida de esta forma mucho mejor que si hiciera un trabajo honrado. En paro y desesperada, entr¨® ilegalmente en Sur¨¢frica en 1992. Limpi¨® suelos en un restaurante de Johanesburgo, donde conoci¨® a un cocinero de la misma ciudad que ella, que tambi¨¦n era ilegal. Tuvieron dos hijas y se casaron; a ¨¦l le mataron a tiros una noche, en el trabajo.
Llev¨® su cuerpo a casa para enterrarlo y fue enviada a vivir con su familia pol¨ªtica para que la limpiaran. Esta costumbre, muy extendida, otorga al hermano del difunto el derecho e incluso el deber de acostarse con la viuda. Thandiwe dio negativo en las pruebas del sida en 1998, pero, si hubiera dado positivo, la limpieza ritual habr¨ªa servido para propagar la enfermedad. Luego, sus parientes pol¨ªticos quisieron quedarse con las ni?as porque sus hijos hab¨ªan muerto, y pretendieron que se casara con un viejo t¨ªo que viv¨ªa en el campo. Huy¨®.
Al verse sola, Thandiwe se vio invadida por la desesperaci¨®n. 'No pod¨ªa dejar que mis hijas se murieran de hambre'. Se encontr¨® con una vieja amiga del colegio. 'Me dijo que era una trabajadora sexual. Me pregunt¨®: '?Por qu¨¦ sufrir? Vamos a un sitio en el que podemos ganar dinero r¨¢pido'. Thandiwe baja la cabeza. 'Fui. Ten¨ªa miedo. Pero ahora voy todas las noches'.
Va a Tongogaro Street, donde est¨¢n los clientes ricos, con unos cuantos condones en el bolso; llega todas las noches al ponerse el sol y vuelve a casa, de forma religiosa, a las diez, para no tener que pedir un taxi para regresar. Thandiwe le ha dicho a su familia que trabaja en un turno de noche, pero no les ha dicho en qu¨¦. 'Gano 200 zim por el acto sexual', explica, y m¨¢s por servicios especiales. Utiliza dos condones por cliente, a veces tres. 'Si se niegan, me niego'. Pero entonces, a veces, algunos clientes resentidos la pegan. Pasan uno detr¨¢s de otro hasta que tiene 1.000 o 1.500 d¨®lares de Zimbabue y puede volver a casa, con m¨¢s dinero del que pueden ver los vecinos de su barriada, suficiente para comprar un televisor, pijamas de franela para sus ni?as y carne para la cena.
'Me averg¨¹enzo', murmura. 'Todos los d¨ªas me pregunto: ?cu¨¢ndo dejar¨¦ esto? La respuesta es: si pudiera conseguir empleo...'. Su voz se desvanece, sin esperanza. 'Por ahora, no tengo opci¨®n'. Como dice el camionero Chikoka, 'ofrecen sexo para comer. No tienen ning¨²n hombre; no tienen trabajo; pero tienen hijos y tienen que comer. Dos amigas y colegas de Thandiwe est¨¢n muriendo de sida, pero ?qu¨¦ va a hacer ella? 'S¨®lo puedo confiar en no contagiarme'.
Es raro que un hombre sepa si es seropositivo: los varones se niegan a someterse a las pruebas incluso cuando enferman. Y muchos que sospechan que tienen el VIH se aferran a una l¨®gica distorsionada: si ya estoy infectado, puedo acostarme con quien sea, porque ya no puedo volver a atraparlo. Sin embargo, las mujeres son las que desarrollan la enfermedad y se mueren antes, y la causa fundamental no es s¨®lo el sexo, sino el poder. En esta parte del mundo, a las esposas y novias, e incluso a las prostitutas, no les es f¨¢cil negarse a una relaci¨®n sexual tal como la desee el hombre.
La cuna n¨²mero 17
En la cuna n¨²mero 17 del ala infantil del hospital de la Iglesia de Escocia en Kwa Zulu-Natal, una ni?a peque?a y asustada se est¨¢ muriendo. Tiene tres a?os y pr¨¢cticamente no ha conocido un d¨ªa de buena salud. La ni?a en la cuna n¨²mero 17 tiene tuberculosis, aftas bucales, diarrea cr¨®nica, desnutrici¨®n y v¨®mitos graves. La probeta revela su aut¨¦ntica enfermedad: sida. Pero el nombre no figura en su cuadro cl¨ªnico, y su madre dice que no tiene ni idea de por qu¨¦ est¨¢ tan enferma su hija. Le dio de mamar durante dos a?os y, cuando la destet¨®, la ni?a empez¨® a no poder retener ning¨²n alimento s¨®lido. La madre crey¨® que era un problema de los alimentos.
Su marido trabaja en Johanesburgo, donde vive en un campamento temporal de hombres. Vuelve a casa dos veces al a?o. Ella tiene 25 a?os. Ha o¨ªdo hablar del sida, pero no sabe que se transmite a trav¨¦s del sexo; no sabe si ella o su marido lo tienen.
La doctora Annick DeBaets, de 32 a?os, es una voluntaria venida de B¨¦lgica. En dos a?os en Tugela Ferry ha aprendido lo dif¨ªcil que es romper el ciclo de transmisi¨®n del VIH de madre a hijo. La puerta de esta sala, con 48 cunas, es verdaderamente giratoria: ni?os enfermos que entran, reciben sus dosis de antibi¨®ticos b¨¢sicos, vitaminas y alimentos, vuelven a casa para una semana o un mes y regresan tan enfermos como siempre. La mayor¨ªa de ellos, dice DeBaets, mueren en el primer o segundo a?o. 'Es desalentador. No tenemos tiempo, dinero ni instalaciones para nada m¨¢s que una atenci¨®n m¨ªnima'.
El Gobierno ha sido incapaz de proporcionar medicamentos que impidan que las mujeres embarazadas transmitan el VIH a sus hijos. El Gobierno ha dicho que no puede permitirse los reg¨ªmenes de 28 dosis de AZT que naciones vecinas como Botsuana distribuyen empleando fondos y medicamentos de donantes extranjeros. El difunto portavoz de la presidencia surafricana, Parks Mankahlana, lleg¨® a sugerir p¨²blicamente que no era rentable salvar a esos ni?os cuando sus madres ya estaban condenadas a morir: 'No deseamos una generaci¨®n de hu¨¦rfanos'.
El hu¨¦rfano
Los ni?os que se quedan solos cuando se mueren sus padres son una dimensi¨®n m¨¢s de la epidemia africana. A sus 17 a?os, Tsepho Phale gobierna un hogar indigente con tres ni?os en un polvoriento distrito a las afueras de Francistown. Nunca conoci¨® a su padre, su madre muri¨® de sida y lo ¨²nico que poseen los hijos es una estructura de cemento que es su casa. Las entradas carecen de puertas; las ventanas no tienen cristal. No hay un mueble. Los chicos duermen sobre una pila de mantas, con sus escasas ropas colgadas de clavos.
Desde entonces, el resto de la familia no les ha ayudado. 'Es como si nosotros tambi¨¦n hubi¨¦ramos dejado de existir', dice Tsepho. 'Es deprimente', afirma, mientras da patadas sin sentido contra una pared. Ha tenido que dejar la escuela, no tiene trabajo y probablemente nunca lo tendr¨¢. 'He renunciado a mis sue?os. No tengo esperanzas'.
El desastre actual podr¨ªa quedarse en nada al lado de lo que viene si la epidemia prosigue su curso. Las p¨¦rdidas humanas podr¨ªan destruir la fr¨¢gil econom¨ªa de la regi¨®n, desintegrar las sociedades civiles y provocar la inestabilidad pol¨ªtica. El ingrediente fundamental que falta aqu¨ª es la autoridad. Ni los pa¨ªses de la regi¨®n ni los del mundo desarrollado han querido o han podido proporcionarla. Estos pa¨ªses son demasiado pobres para curarse solos. Los f¨¢rmacos que podr¨ªan empezar a romper el ciclo no estar¨¢n disponibles aqu¨ª mientras las empresas farmac¨¦uticas multinacionales no encuentren formas de abaratarlos. Los sistemas de salud necesarios para recetar y vigilar complicados reg¨ªmenes de c¨®cteles triples no podr¨¢n implantarse si los pa¨ªses ricos no ayudan a sufragarlos. La cura de esta epidemia no es nacional, sino internacional.
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