La autodeterminaci¨®n y la izquierda
En alguna esquina de los programas de la izquierda siempre ha tenido cabida el derecho a la autodeterminaci¨®n. Las razones de su inclusi¨®n se hunden en la historia, y casi siempre, en sus idas y venidas, desde Marx en adelante, incluido Stalin, tienen que ver con consideraciones t¨¢cticas, de oportunidad pol¨ªtica, precisamente lo que nunca puede suceder con los derechos, que siempre son incondicionales: si el derecho al voto depende de c¨®mo est¨¦n las cosas es que no hay tal derecho. Los derechos se justifican desde los principios y los argumentos, no desde las circunstancias o, dicho sea de paso, los puls¨®metros: los ciudadanos de la regi¨®n X no tienen menos derecho al voto o a lo que sea que los de Y porque sean menos los que los ejerzan o reclamen. El caso es que la izquierda no se ha entretenido mucho en justificar su reivindicaci¨®n del derecho de autodeterminaci¨®n, que ha permanecido en los programas al modo de esos objetos que se depositan en cualquier lugar al llegar a casa y, con el tiempo, acaban por formar parte del mobiliario sin que nadie se pregunte qu¨¦ pintan all¨ª.
Porque lo cierto es que para la izquierda la justificaci¨®n no es sencilla. No puede hacerlo desde una perspectiva nacionalista. La izquierda est¨¢ comprometida con la defensa radical de ciertos valores y, consiguientemente, con ciertos modelos sociales e institucionales en los que esos valores cristalicen, mientras que el nacionalismo est¨¢ incondicionalmente comprometido con la defensa de un conjunto de individuos que participan de alguna caracter¨ªstica carente de significaci¨®n moral: en el mejor de los casos, haber nacido en cierto lugar, en el m¨¢s habitual, compartir una misma cultura o identidad, y mejor no preguntar qu¨¦ se entiende por cultura o identidad. A la izquierda le importan los escenarios pol¨ªticos en los que se asegure el autogobierno de los ciudadanos y la participaci¨®n democr¨¢tica, y esos principios valen lo mismo con se?as de identidad que sin se?as, con sondeos favorables que sin ellos. El nacionalismo de la izquierda s¨®lo puede ser instrumental, un medio para mejor realizar su objetivo de una sociedad justa, y como tal, llamado al abandono cuando deje de servir. Y sucede que un nacionalismo instrumental es como un c¨ªrculo cuadrado o una amistad comprada: un imposible.
La izquierda debe buscar justificaciones acordes con su ideario. Podr¨ªa invocar la libertad y alegar que el derecho a la autodeterminaci¨®n se justifica porque garantiza la libertad de las naciones, porque asegura que las naciones no se ven perseguidas. Qu¨¦ se entiende por 'libertad de naciones' no es materia de sencilla especificaci¨®n. La idea m¨¢s inmediata e intuitiva, la ausencia de discriminaciones a los ciudadanos en raz¨®n de su 'identidad nacional', tiene vuelo corto y asegura poco; desde luego, no el 'derecho a la autodeterminaci¨®n'. A lo sumo, compromete con un derecho an¨¢logo al que garantiza la libertad de culto. La comparaci¨®n no ha de extra?ar y, adem¨¢s, resulta iluminadora. Al cabo, una religi¨®n medianamente apa?ada conlleva modos de vida y mitolog¨ªa compartida; se entienda lo que se entienda por cultura o identidad, la religi¨®n est¨¢ en condiciones, por lo menos, de puntuar tan alto como la nacionalidad. La izquierda condenar¨ªa cualquier intento de prohibir las religiones, aun si est¨¢ dispuesta a combatirlas, y en muchos casos obligada, en el terreno de las ideas, porque contribuyen a limitar la autonom¨ªa de los individuos, porque alientan la superstici¨®n o por lo que sea. Incluso podr¨ªa mostrarse muy satisfecha si, por falta de feligreses, como resultado de sus cr¨ªticas, esa 'cultura' desaparece. Porque, dicho sea de paso, no hay pensamiento emancipador que pueda suscribir el juicio de que la desaparici¨®n de una cultura, aun si resulta, por definici¨®n, empobrecimiento cultural, equivale, en tanto que tal, a un empobrecimiento moral; despu¨¦s de todo, el fascismo era cultura y bien contentos estamos con su desaparici¨®n. Y ya puestos, en el mismo paso, bueno ser¨¢ a?adir que si se est¨¢ de acuerdo con lo anterior es obligado abandonar esa suerte de ecologismo cultural que da en decir, sin lugar para el matiz, que la 'diversidad cultural' es un 'bien' a conservar: una sociedad como mil sectas talibanes no es m¨¢s libre que otra en la no queda nadie que defienda ideas racistas.
En todo caso, esta estrategia argumental s¨®lo alcanza a una justificaci¨®n de una sociedad cosmopolita y a un principio de 'no prohibici¨®n' bastante razonable en estos asuntos. Cada uno puede hacer de su capa un sayo, pero no puede aspirar a que las instituciones alienten o favorezcan su particular identidad. En ning¨²n caso se justifica, para seguir con el ejemplo, que si una religi¨®n decae deba ser mantenida ni, a¨²n menos, que los miembros de una religi¨®n, aun si numerosa, puedan reclamar el derecho a abandonar la comunidad pol¨ªtica y establecer, por as¨ª decir, 'vaticanos', santuarios que obliguen a seguir ciertas pr¨¢cticas para gozar de derechos de ciudadan¨ªa. Si se trata de proteger la libre identidad de los individuos, se entienda por ello lo que se entienda, si es que cabe entender algo cabal, lo importante es, ante todo, garantizar el derecho de los individuos a cambiar de identidad sin que sus derechos pol¨ªticos se negocien en ello, y el mejor modo de asegurar ese derecho es que el escenario pol¨ªtico carezca de identidad, 'nacional' o de cualquier otro tipo. Porque ese derecho se refiere a la libertad de los ciudadanos a pensar y practicar lo que quieran, siempre que no compliquen la vida a los dem¨¢s. De hecho, la izquierda, con esa mirada, estar¨ªa defendiendo el mismo principio que inspira a muchos ciudadanos a acudir a una manifestaci¨®n en contra del asesinato de un diputado de un partido distinto al suyo: no acude a defender las ideas de la v¨ªctima, que de hecho combate diariamente, sino su derecho a expresarlas. Un principio, por cierto, que goza de los mejores avales para la izquierda: el propio Marx, que escribi¨® aquello de que 'la libertad de cada uno es la condici¨®n de la libertad de todos'.
De todos modos, la argumentaci¨®n m¨¢s com¨²n que desde la libertad conduce a la autodeterminaci¨®n es otra y, en el fondo, viene a apelar a un principio saludablemente liberal que, por ejemplo, permite justificar el derecho al divorcio: nadie est¨¢ obligado a compartir su vida con quien no desea y basta su voluntad para abandonar la peque?a sociedad. Lo mismo, se dice, que vale para un club deportivo, un partido pol¨ªtico o una pareja, valdr¨ªa para un pa¨ªs: no hay unidades de destino en lo universal y uno ha de estar en condiciones de elegir libremente sus compa?¨ªas. ?se ser¨ªa el principio inviolable, que de eso van los derechos, de inviolabilidad.
Pero la analog¨ªa tiene sus problemas. El derecho a la autodeterminaci¨®n se refiere a un conjunto de individuos. Lo que se dice no es 'yo me voy con lo m¨ªo', sino 'yo y los que est¨¢n por aqu¨ª nos vamos'. Y el problema es, por supuesto, con 'los que est¨¢n por aqu¨ª'. Porque si de un derecho se trata, y no de otra cosa se est¨¢ hablando aqu¨ª, hay que conceder a cada uno la posibilidad de decir lo mismo, de decir que tampoco les gusta la nueva compa?¨ªa y que se van. Desde luego, lo que no resulta aceptable es, a mitad de la carrera, cambiar el pie y decir: 'Bueno, una vez en la nueva comunidad pol¨ªtica, lo que funciona es la comunidad de destino'. Y las dificultades aqu¨ª se acumulan. La argumentaci¨®n es antigua, pero conserva toda su eficacia: qu¨¦ se podr¨ªa decir a otros, que, a su vez, no contentos con su nuevo escenario pol¨ªtico, decidieran ejercer su derecho. Nada o poco m¨¢s que nada. Ni siquiera cabr¨ªa imponer unas pruebas de metaf¨ªsica para demostrar que se comparte mitolog¨ªa, para exhibir una genealog¨ªa 'hist¨®rica' consolidada, que, por dem¨¢s, nunca falta cuando se convoca. La voluntad fundamenta el matrimonio y la voluntad basta para disolverlo. Y, por supuesto, bastar¨ªa con un individuo obligado a una compa?¨ªa no deseada para afirmar que el derecho hab¨ªa sido violado. Uno o unos pocos. Por ejemplo, el derecho obligar¨ªa a respetar la voluntad de un conjunto de ciudadanos acomodados que, hartos de pagar impuestos y sometidos a la ley de la mayor¨ªa, decidieran abandonar con sus propiedades la comunidad pol¨ªtica. Pocas dudas caben de que, puestas las cosas de ese modo, la democracia quedar¨ªa malparada. La situaci¨®n ser¨ªa distinta en el caso de que un conjunto de individuos de la misma nacionalidad se vieran sometidos a explotaci¨®n o discriminaci¨®n sistem¨¢tica en tanto que tales. Pero, en tal caso, la justificaci¨®n arranca de la injusticia, y acaba con ella cuando desaparece.
El ejemplo anterior merece alguna meditaci¨®n: muestra que las credenciales democr¨¢ticas del derecho de autodeterminaci¨®n no son del todo claras. El di¨¢logo y la deliberaci¨®n que sirven de justificaci¨®n a la democracia operan bajo el supuesto de que los individuos no pueden 'salirse' cuando las decisiones, aun si justas, van contra sus intereses. La buena democracia resulta vac¨ªa sin el compromiso com¨²n con las decisiones compartidas y ese compromiso es imposible si funciona la amenaza estrat¨¦gica del 'si no me gusta, me marcho'. Si los poderosos pueden abandonar la comunidad pol¨ªtica cuando ven sus intereses amenazados, la democracia se aleja de la justicia: a qu¨¦ molestarse en hablar, mejor aceptar los caprichos o migajas que nos quieran dar.
La ra¨ªz de estas complicaciones es un principio que se da por supuesto y que, al menos desde David Hume, sabemos que es falso: la voluntariedad de la pertenencia a un Estado. Todos, para decirlo con fray Luis de Le¨®n, 'venimos a nacer' en un Estado o en otro y a nadie le preguntan si est¨¢ all¨ª por gusto. Siempre estamos en un pa¨ªs 'ocupado'. Sencillamente, sucede que en la comunidad pol¨ªtica se est¨¢. Se decide dentro de ella, no es ella lo que se decide. Y, como nos recordaba el ejemplo de los poderosos, esa circunstancia, antes que un mal de la democracia, es una condici¨®n de la democracia. En todo caso, lo que se ha de pedir es que, una vez se reconozca esa circunstancia, las instituciones pol¨ªticas sean laicas en lo que ata?e a las identidades nacionales. Todas. No es menos impositiva la E de la placa que cualquier otra, incluida la C. La cosa est¨¢ en que, am¨¦n del problema administrativo y una vez reconocido que hay que llevar una placa con alg¨²n rasgo com¨²n que permita la identificaci¨®n, sea la E, la SE (por Sur de Europa) o la X, si yo deseo envolver mi coche con las se?as de identidad que quiera, pueda hacerlo. No hay otra autodeterminaci¨®n posible.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de Metodolog¨ªa de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.
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