Maldici¨®n cinematogr¨¢fica
Amo el cine. Y una maldici¨®n, que no me lo deja ver, pesa sobre m¨ª. Y sobre algunos m¨¢s: quiz¨¢ no muchos, pero suficientes. Porque no puedo creer que yo est¨¦ tan solo. No puedo creer que todo el mundo sea insensible a lo que yo siento.
Yo no puedo, francamente, ver una pel¨ªcula, sea cual fuere, si una catarata de decibelios aturde mis o¨ªdos, ensordeci¨¦ndolos y ensordeci¨¦ndome.
No puedo ver si el o¨ªdo me duele con un dolor que me hace cerrar los ojos. Como todo el mundo, ante el espanto cierro los ojos. No veo. Y no creo ser un bicho raro. Sencillamente, me defiendo para sobrevivir. Tengo derecho.
Y me pregunto y pregunto (por eso escribo): ?es necesario bombardear a los asiduos de las salas de cine, cada vez m¨¢s peque?as y parad¨®jicamente m¨¢s estrepitosas, con esa estampida intemperante y destemplada de sonidos?
En las comedias antiguas tocaban a rebato de guerra con cajas destempladas. ?Ha de ser el minicine un campo de batalla a la fuerza?
Ya s¨¦ que a los m¨¢s j¨®venes les flipa el estr¨¦pito, tanto que hacen de sus veh¨ªculos discotecas ambulantes para pasearlo por doquier. O han ensordecido o llevan camino de ello.
Pero ?puedo reclamar el derecho de oyente? Algunos no estamos sordos, gracias a Dios. Y no veo por qu¨¦ hemos de renunciar a ese don precioso que, adem¨¢s, nos hace m¨¢s sociables.
Y que no me digan que el remedio consiste en recluirse en casa propia y ver pel¨ªculas en v¨ªdeo, moderando el volumen a placer.
A estas alturas no me voy a entretener argumentando que no es lo mismo. Todo cin¨¦filo sabe que la peque?a y la gran pantalla tienen poco que ver. Que la televisi¨®n, en relaci¨®n con el cine, es un triste suced¨¢neo, como el lumpo lo es del caviar.
No me sirve la peque?a pantalla. La quiero grande: para poder entrar en ella. Pero sin que me empujen con barah¨²nda de sonidos.
?Es mucho pedir?
?Es que no hay alternativa entre la imagen rid¨ªcula, por peque?a, y el sonido estent¨®reo, por atronador?
Por favor...-
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