Espirales
El tiempo, esa ficci¨®n inventada por los humanos para acostumbrarnos al infinito, marcha de una manera distinta en el Pa¨ªs Vasco: camina en c¨ªrculos, sigue el mismo trazo que las agujas del reloj sobre la esfera. Una y otra vez nos despertamos con las mismas esperanzas, los mismos miedos, las mismas noticias, e, inevitablemente, las mismas muertes.
Impresiona m¨¢s una muerte in¨²til que doce cad¨¢veres, y m¨¢s esa docena de cad¨¢veres que una cat¨¢strofe en la que mueren centenares: la identidad, la capacidad de adjudicar a ese muerto nombres, apellidos, familia, pasado, un futuro truncado, conecta m¨¢s que el rostro an¨®nimo, el cuerpo roto de una multitud. Resulta necesario el talento de un artista, una oportunidad ¨²nica, para convertir esa cat¨¢strofe en personal. En el caso de un muerto aislado basta con una reproducci¨®n silenciosa. Sin embargo, los muertos por bombas y por atentados, a¨²n siendo ¨²nicos, son demasiados ya como para recordarlos. Son siempre el mismo muerto, con la misma familia, los mismos sue?os esbozados. La misma ira, y la misma resignaci¨®n. El miedo, que se trata de alejar como sea, es tambi¨¦n el mismo.
Vivimos por azar, la muerte aguarda al fondo, pero en nuestra tierra el azar parece jugar a la ruleta rusa, y la muerte agitar sus alas todos los d¨ªas. Var¨ªan algunos nombres, varios datos, determinadas circunstancias: en esta ocasi¨®n, el ¨²ltimo se llamaba Santos. No sospechaba su destino, qui¨¦n sabe en qu¨¦ pensar¨ªa. El hilo se ha roto, el reloj avanza para el resto, y ma?ana aguardaremos otras esperanzas, la misma demagogia in¨²til, buscaremos las mismas fuerzas para confiar, o simplemente no pensaremos, miraremos hacia otro lado y continuaremos nuestro avance en espiral.
La rabia y la desilusi¨®n pueden a veces rozarse con la indiferencia. El miedo, con el af¨¢n de supervivencia. No nos educaron para ser h¨¦roes; a la mayor parte de las nuevas generaciones nos ense?aron dos lenguas y un tibio concepto de patria, y pasaron de puntillas por el resto del conflicto. A los mayores, fueran vascos o inmigrantes, nacionalistas o indiferentes, ni siquiera eso.
No se nos ense?¨® a combatir, ni a contradecir las opiniones equivocadas. A cambio, fuimos iniciados en las artes del silencio, de callar cuando resultaba conveniente, y casi siempre resultaba conveniente, y de obtener nuestros fines por otros medios. No se nos ense?¨® a ser h¨¦roes: se nos mostr¨® el camino para convertirnos en contrabandistas. Hacemos lo que podemos con las armas que se nos ha dado; nos adaptamos a nuestro papel con la misma seriedad con la que nos enfrentamos al tiempo.
?C¨®mo podemos derrotar a quienes a¨²n conservan un sentido ¨¦pico de la existencia, a quienes creen en la muerte y el asesinato para justificar los logros, de qu¨¦ manera lograremos ser ara?as y no moscas? A¨²n no se sabe. De momento, con la paciencia, y con el consuelo que todos los indefensos han esgrimido hasta ahora: somos m¨¢s, la raz¨®n est¨¢ de nuestra parte, no podr¨¢n matarnos a todos. Y mientras tanto, desviamos la vista y esperamos de coraz¨®n no estar entre los todos a los que matar¨¢n, que no elijan nuestro nombre, que la vida siga, al menos, como hasta ahora, si es que no puede mejorar.
Alg¨²n d¨ªa mejorar¨¢. De vez en cuando, entre las agujas del reloj, algo parece cambiar: hay aviso de elecciones, se piensa en cambiar de nombre, se detienen terroristas, hay juicios. Pero el tiempo en espiral lo destroza todo: como la rutina, como el agua, como la maldad, socava los cimientos y lima las superficies. Cada cambio ha sido a peor. S¨®lo la fuerza de voluntad nos permite aferrarnos a la idea de que los otros son m¨¢s d¨¦biles, menos h¨¢biles, de que hay alguna esperanza de que las ataduras se rompan: a la idea de que alg¨²n d¨ªa las muertes ser¨¢n por causas naturales, de que podremos aguardar tranquilos las noticias de un d¨ªa, diferenciado del resto, ¨²nico, que suene a reci¨¦n estrenado, a vida y a esperanza.
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