Sin noticias de Custer
Era un buen periodista y estaba en el lugar preciso. Los pieles rojas lo mataron a flechazos y le arrancaron la cabellera y una oreja. Qued¨® tendido sobre la hierba de una lejana pradera de Montana con las hojas del cuaderno de notas esparcidas en torno a su cuerpo. El viento las arrastr¨® y se llev¨® tambi¨¦n un clamor de lucha, gritos de guerra, disparos y el eco lejano de una trompeta.
Hace tiempo que estoy obsesionado con la figura de Mark Kellogg, el redactor del Bismarck Tribune que tuvo la exclusiva de la batalla de Little Big Horn, aunque, desgraciadamente, no pudo dar la noticia, lo que debi¨® de ser muy frustrante. Iba de enviado especial con el S¨¦ptimo de Caballer¨ªa y cabalgaba en una mula junto a Custer durante el insensato ataque de ¨¦ste al mayor campamento indio jam¨¢s visto. De la unidad de Custer a la que se uni¨® entusiasmado nuestro reportero -210 hombres-, no se salv¨® nadie. La mayor¨ªa tuvieron un final horrible y fueron espantosamente mutilados.
Enviado especial en Little Big Horn con el S¨¦ptimo de Caballer¨ªa, el reportero Kellogg no le sac¨® partido a la exclusiva: lo mataron y perdi¨® la cabellera
Kellogg envi¨® a su peri¨®dico, poco antes de la batalla, un ¨²ltimo despacho que finalizaba con una frase que result¨® prof¨¦tica: 'Voy con Custer y lo seguir¨¦ hasta la muerte'. Con anterioridad hab¨ªa enviado uno m¨¢s optimista: 'Parece que al fin veremos indios'.
Otros tienen como modelo a Gaziel, pero a m¨ª me hubiera gustado ser Mark Kellogg, por lo menos hasta que le arrancaron el pelo y la oreja y le dejaron en tal estado que hubo que reconocerlo por las botas. Le imaginaba tomando notas sobre el terreno, incluso so?ando con entrevistar a Toro Sentado, en ese aciago 25 de junio de 1876, en el meollo de la batalla m¨¢s legendaria del continente americano, con lo que estaba cayendo. Seguramente cabalgar¨ªa con esa misma sensaci¨®n de invulnerabilidad que ten¨ªa yo en el festival Doctor Music hasta que me arrollaron sin querer unos heavies en el concierto de Sepultura.
Kellogg no es un personaje hist¨®rico tan bien conocido como Custer, pero he llegado a saber mucho de su vida. Especialmente gracias a la estupenda biograf¨ªa de Sandy Barnard I go with Custer (1996). Me emocion¨® descubrir que Kellogg era de la misma edad que yo cuando muri¨®, 43 a?os, y que tambi¨¦n ten¨ªa dos hijas. Adem¨¢s era relativamente apuesto. Es cierto que yo no soy mas¨®n, como lo fue ¨¦l hasta que lo echaron de su logia por impago. Marcus Henry Kellogg naci¨® en 1833 en Brighton, Canad¨¢, aunque vivi¨® su infancia en Waukegan, Illinois. En 1851 se traslad¨® a La Crosse (Wisconsin). All¨ª trabaj¨® de telegrafista, se cas¨® (1861), tuvo a sus hijas, ejerci¨® de bombero voluntario e hizo sus pinitos en la prensa local. En 1867, Kellogg fue autor de una serie de art¨ªculos sobre b¨¦isbol y hasta debut¨® como pitcher. A partir de 1868, se dedic¨® al periodismo pol¨ªtico y luego, tras enviudar, a escribir sobre la frontera, un mundo en continuo cambio, salvaje y primigenio, de anchos horizontes, que le cautiv¨®. Logr¨® cierta notoriedad escribiendo sobre sucesos como el linchamiento de dos indios, la muerte de un sheriff ahogado en el r¨ªo Missouri y un tiroteo en Bismarck, la futura capital de Dakota. En 1873 realiz¨® una interesante entrevista a los l¨ªderes tribales de los arikaras. Hombre de su tiempo, Kellogg no ten¨ªa una elevada opini¨®n de los indios. Y eso que no sab¨ªa c¨®mo iba a acabar.
En 1876, Kellogg se incorpor¨® como ¨²nico periodista a la campa?a del ej¨¦rcito contra los sioux y los cheyennes. Lo hizo en sustituci¨®n de su jefe en el Bismarck Tribune, que se puso oportunamente enfermo. Y ah¨ª tenemos a nuestro reportero, partiendo en un d¨ªa lluvioso de mayo de Fort Lincoln con la columna militar mientras la banda tocaba Garry Owen. Durante la expedici¨®n, intim¨® con Custer y sus gu¨ªas crow -que le llamaban El Hombre que Hace Hablar al Papel-. Envi¨® a su peri¨®dico despachos con apasionantes testimonios sobre la vida en el S¨¦ptimo, como que las mordeduras de serpientes de cascabel se curaban administrando 26 onzas de whisky. Tambi¨¦n, mientras la expedici¨®n cruzaba los r¨ªos Powder, Rosebud y Yellowstone y se adentraba en territorio indio, traz¨® hermosas descripciones de paisajes, te?idas de un conmovedor sentimiento elegiaco. Y as¨ª llegamos a la recta final de la carrera y la vida de Kellogg. Cuando vio que Custer separaba cinco compa?¨ªas bajo su mando personal con la intenci¨®n de atacar el gran poblado se le uni¨® r¨¢pidamente, no fuera a perderse algo. Pedazo de profesional. Cay¨® de los primeros. Es imposible saber con certeza en qu¨¦ circunstancias. Parece que su mula se desboc¨® y le llev¨® directamente hacia un grupo de cheyennes. Es dudoso que tratara de identificarse como periodista. El caso es que su cuerpo en descomposici¨®n fue encontrado cuatro d¨ªas despu¨¦s de la batalla, yaciendo sobre la hierba cara al cielo. Nunca lleg¨® a enviar la sensacional noticia de la derrota y muerte de Custer, ni a pasar la nota de gastos.
Es dif¨ªcil encontrar hoy en la profesi¨®n alguien con quien compartir el entusiasmo por Kellogg; todo el mundo anda muy pendiente de la actualidad. En la redacci¨®n me suelen rehuir cuando toco el tema. As¨ª que el otro d¨ªa, recordando que en la calle de S¨¨neca, en un sem¨¢foro, hay siempre vendiendo pa?uelos de papel un tipo con un cartel que le identifica como periodista de la ex Uni¨®n Sovi¨¦tica, me fui a verlo para explicarle la historia. Le invit¨¦ a desayunar. Resulta que naci¨® en Damasco y se llama Abdel Karim Karam, aunque estudi¨® periodismo en Lvov y ha desarrollado la mayor parte de su carrera profesional como corresponsal de la televisi¨®n siria en Ucrania. Tiene tambi¨¦n 43 a?os. Su vida no ha sido f¨¢cil. Casado con una rusa, sufrieron la xenofobia de la extrema derecha ucrania, una gente que r¨ªete t¨² de los kiowas. Y en Siria dio con sus huesos en la c¨¢rcel por criticar al r¨¦gimen. Finalmente ¨¦l y su mujer decidieron exiliarse en Espa?a. Llegaron a Barcelona hace ocho meses, con su hijo Andr¨¦i. Desde hace seis, Abdel vende pa?uelos en la calle, a la espera de conseguir un trabajo como periodista. Mientras ¨¦l me explicaba todo eso, yo me preguntaba c¨®mo introducir el tema de Kellogg. Al final le habl¨¦ del asunto. Me mir¨® largamente. Luego sonri¨®. '?l era un periodista del Oeste, yo del Este, y t¨² est¨¢s en medio', sintetiz¨® con admirable precisi¨®n. 'No me parece mal que dos colegas recuerden a otro'. Abdel se qued¨® callado, y no sabr¨ªa decir si ¨¦l tambi¨¦n oy¨® el eco de aquella trompeta lejana. Alzamos nuestros vasos a la vez, y estoy seguro de que all¨¢ lejos, en las grandes llanuras, el viejo espectro del periodista escalpado dej¨® por un rato de masticar su fracaso para beber en el viento nuestro sentido homenaje.
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