Estatuas
En la espl¨¦ndida colecci¨®n de retratos romanos que se exhibe en El Monte no es dif¨ªcil reencontrar a viejos amigos. Los bustos, muchos ligeramente inclinados, nos miran fijamente con sus ojos sin pupilas como si quisieran entablar con nosotros animada conversaci¨®n sobre mil cosas, revel¨¢ndonos sus ¨ªntimas aspiraciones y sus problemas cotidianos. Un viejo nos contempla desde su serena decrepitud con el rostro surcado de profundas arrugas, igual que lo podr¨ªa hacer un labriego de hoy, mientras otro anciano, calvo y desdentado, semeja ensimismado en sus pensamientos, absorto en sus glorias marchitas. Una matrona de Carmona, muy bella, nos sobrecoge con la firmeza dolorida de su boca. No conocemos sus nombres, pero no importa: su porte, sus personas nos resultan familiares. Las mujeres, m¨¢s presumidas, dejan ver la evoluci¨®n de la moda en su peinado, con art¨ªsticos mo?os o altos tup¨¦s. Claro es que tambi¨¦n los hombres se acicalan: normalmente prima el flequillo con una leve patilla, pero de repente todo el mundo se deja barba, a imitaci¨®n del emperador Marco Aurelio, que pretende presentarse como un fil¨®sofo (Por cierto, ?por qu¨¦ barba y filosof¨ªa han ido siempre unidas? Barba se volvi¨® a dejar Juliano en su desesperado intento de restaurar el paganismo. Y el r¨¦gimen de Franco tuvo una visceral aversi¨®n al barbudo, supuesto revolucionario).
Lo que m¨¢s puede llamar la atenci¨®n a un visitante desprevenido es la abundancia de retratos oficiales, y no s¨®lo de los emperadores, sino tambi¨¦n de su familia. Si bien se piensa, nada es m¨¢s l¨®gico. El ¨²nico medio de dar cohesi¨®n pol¨ªtica a un imperio ampl¨ªsimo, donde cada provincia habla casi con toda probabilidad una lengua diferente, consiste en la omnipresencia de la figura del C¨¦sar, a la que una clase emergente, la de los libertos, rinde agradecido culto por doquier. Estos retratos desempe?an la misma funci¨®n que tienen las aparatosas banderas que vemos tremolar en Estados Unidos, tanto en edificios p¨²blicos como en casas privadas: son el s¨ªmbolo de la uni¨®n de elementos muy dispares y a veces antag¨®nicos, la representaci¨®n de una concordia discorde.
Ese mensaje de integraci¨®n pol¨ªtica env¨ªan las colosales estatuas de Augusto o de Trajano en It¨¢lica o en Bel¨®n (Bolonia). Los artistas de los talleres locales copian con mayor o menor destreza el modelo ¨¢ulico; pero este modelo es reconocible a lo largo y a lo ancho del imperio. Un hombre de la B¨¦tica transplantado a Siria reconocer¨ªa de inmediato al C¨¦sar reinante y a los emperadores pret¨¦ritos. Y viceversa: un griego no tendr¨ªa dificultad en identificar en Bel¨®n a Trajano, a pesar de la rusticidad de sus facciones y lo desproporcionado de sus miembros. ?Propaganda interesada? Sin duda. Mas una construcci¨®n pol¨ªtica sobrevive mientras funcionan sus s¨ªmbolos; e incluso hoy, en pleno apogeo de la tiran¨ªa medi¨¢tica, no hay mejor s¨ªmbolo que la estatua: Nueva York es la Libertad.
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