Dos amigos
La c¨¦lebre Casa Amarilla, de Arles, que Vincent van Gogh alquil¨®, amuebl¨®, pint¨® y llen¨® de cuadros suyos para recibir a su amigo Paul Gauguin en el oto?o de 1888, ya no existe. Desapareci¨® en un bombardeo aliado el 25 de junio de 1945 y ahora funciona all¨ª donde estuvo un hotelito modesto llamado Terminus-Van Gogh. La patrona, una viejecita alerta de 84 a?os, muestra al cliente curioso una fotograf¨ªa con el estado ruinoso en que qued¨® el local luego del impacto de la bomba, episodio del que ella fue testigo y casi v¨ªctima. El contorno, en cambio, no ha cambiado mucho, y, por ejemplo, se reconoce de inmediato la casa contigua que aparece en el lienzo que el holand¨¦s le dedic¨®.
La Plaza Lamartine sigue all¨ª, enorme y circular, con sus macizos pl¨¢tanos cargados de verdura, al pie de la Puerta de la Caballer¨ªa, una de las que franqueaban la muralla de la vieja ciudad y que se conserva intacta, como en los tiempos de Van Gogh y Gauguin. Tampoco debe de haber cambiado mucho el espect¨¢culo del R¨®dano, que, a pocos metros de esta terraza, circula, despacio y majestuoso, abrazando el flanco de la villa romana. Lo que ha desaparecido es el cuartelillo de la Gendarmer¨ªa -reemplazado por un almac¨¦n de Monoprix- y el burdel de madame Virginie, llamado entonces la Casa de la Tolerancia N¨²mero Uno, donde, en esos dos meses que vivieron juntos, los amigos iban dos o tres veces por semana, Van Gogh siempre a acostarse con una chica llamada Rachel, y la s¨®rdida y pecaminosa callecita donde estaba, derribada por la picota para abrir una avenida. ?ste era, entonces, un barrio pobr¨ªsimo de extramuros, lleno de mendigos, rameras y cafetines de desechos humanos, pero, en el siglo y pico transcurrido, ha subido de nivel y lo habita ahora una discreta y anodina clase media.
Los dos meses que Van Gogh y Gauguin pasaron aqu¨ª, entre octubre y diciembre de 1888, son los m¨¢s misteriosos de sus biograf¨ªas. Los detalles de lo que realmente ocurri¨® en esas ocho semanas entre los dos amigos han escapado al rastreo empecinado de centenares de investigadores y cr¨ªticos, que, a partir de los pocos datos objetivos, tratan de despejar la inc¨®gnita con conjeturas y fantaseos a veces delirantes. Las cartas de ambos son evasivas sobre esa convivencia, y cuando Gauguin se refiri¨® a ella, al final de su vida, en Avant et Apr¨¨s, hab¨ªan pasado tres lustros, la s¨ªfilis le hab¨ªa estropeado la memoria y su testimonio era dudoso pues con ¨¦l estaba tratando, a todas luces, de salir al paso a los rumores, ya muy extendidos en Francia, que lo hac¨ªan responsable del naufragio final en la locura de Van Gogh. Lo cierto es que en esta casa ahora fantasma ambos so?aron, pintaron, discutieron, pelearon y que el holand¨¦s estuvo a punto de matar al franc¨¦s cuya venida a Arles esper¨® con ansiedad e ilusiones de amante.
No hay indicios de una relaci¨®n homosexual entre ambos, pero s¨ª pasional, y a la m¨¢s alta potencia. Van Gogh conoci¨® a Gauguin unos meses antes, en Par¨ªs, y qued¨® fascinado con la personalidad arrolladora de este artista aventurero que acababa de regresar de Panam¨¢ y la Martinica con unos cuadros llenos de luz y de vida primitiva, como la que ¨¦l reclamaba para contrarrestar 'la decadencia de Occidente'. Entonces, pidi¨® a su hermano Theo que lo ayudara a convencer a Gauguin de que se viniera a vivir con ¨¦l a Provenza. All¨ª, en esa casa amarilla fundar¨ªan una comunidad de artistas, de la que ambos ser¨ªan los pioneros. Gauguin la dirigir¨ªa y nuevos pintores vendr¨ªan a integrar esa cofrad¨ªa o comuna fraternal, donde todo ser¨ªa compartido, se vivir¨ªa por y para la belleza, y no existir¨ªan la propiedad privada ni el dinero. Esta utop¨ªa calde¨® la mente de Van Gogh. Gauguin, al principio, se resisti¨® a ella, y vino a Arles a rega?adientes, forzado por los incentivos econ¨®micos de Theo, pues la verdad es que estaba muy contento en Pont Aven, en Breta?a. Y prueba de ello es que, en varios de los diecis¨¦is cuadros que pint¨® en Arles, sus arlesianas aparecen vestidas con zuecos y cofias bretonas. Sin embargo, luego de ocurrida la tragedia de la Nochebuena de 1888, ser¨ªa Gauguin, no Van Gogh, quien dedicar¨ªa el resto de su vida a tratar de materializar aquel sue?o ut¨®pico del holand¨¦s, y quien partir¨ªa hacia la Polinesia, aquella tierra que hab¨ªa deslumbrado a Van Gogh por la versi¨®n que daba de ella una novelita de Pierre Loti (Le mariage de Loti), y que aqu¨¦l le hizo leer durante su estancia en Arles.
?Fue la excesiva obsequiosidad y los esfuerzos abrumadores de Van Gogh para que se sintiera c¨®modo y contento en Arles lo que predispuso a Gauguin en contra de su compa?ero? Es posible que esa efusividad un tanto hist¨¦rica del holand¨¦s llegara a exasperarlo y a hacerlo sentir cautivo. Pero, tambi¨¦n, le molestaba su desorden, y que sacara m¨¢s dinero de la bolsa com¨²n del convenido con el pretexto de las 'actividades higi¨¦nicas' (as¨ª bautiz¨® las visitas a Rachel). Hab¨ªan distribuido las tareas; Gauguin cocinaba y Van Gogh hac¨ªa la compra, pero el aseo, repartido, dejaba siempre mucho que desear. Una disputa cierta tuvo como raz¨®n al puntillista Seurat; Van Gogh, que lo admiraba, quiso incorporarlo al Estudio del Sur, apelativo de la idealizada comunidad, y Gauguin se neg¨®, pues detestaba a ese artista.
Las diferencias est¨¦ticas eran m¨¢s te¨®ricas que pr¨¢cticas. Van Gogh se proclamaba realista a ultranza y se empe?aba en montar su caballete al aire libre, para pintar modelos del natural. Gauguin sosten¨ªa que la verdadera materia prima de un creador no era la realidad sino la memoria, y que hab¨ªa que buscar la inspiraci¨®n no explorando el contorno sino consultando la vida interior. Este diferendo, que provoc¨® al parecer tremendas discusiones entre ambos amigos, se ha resuelto con el tiempo: ninguno de ellos ilustr¨® sus teor¨ªas con sus pinturas, que ahora nos parecen, pese a ser tan distintas la una de la otra, igualmente impregnadas de inventiva y de sue?o y, a la vez, profundamente ancladas en lo real. Las primeras semanas de coexistencia en Arles, el buen tiempo les permiti¨® poner en pr¨¢ctica las tesis de Van Gogh. Ambos se instalaron al aire libre, para pintar los mismos temas: el paisaje de los Alyschamps, la gran necr¨®polis romana y paleocristiana, y los jardines del Hotel Dieu, el hospital p¨²blico. Pero, luego, se desencadenaron unas lluvias diluviales y debieron permanecer muchas semanas encerrados en la Casa Amarilla, alimentando sus pinceles, sobre todo, con la imaginaci¨®n y los recuerdos. Ese encierro forzado debido a la inclemencia de la Naturaleza -fue el oto?o m¨¢s ventoso y mojado en medio siglo-, debi¨® crear un clima de claustrofobia y crispaci¨®n, que se tradujo a menudo en violentas discusiones. En esos d¨ªas esboz¨® Gauguin ese retrato de su amigo pintando girasoles que dej¨® al holand¨¦s anonadado: 'S¨ª, ¨¦se soy yo. Pero ya loco'.
?Lo estaba? No hay duda de que, en el universo de imprecisos contornos que abarca la locura, hay un lugar imposible de situar con precisi¨®n que corresponde al Van Gogh de ese oto?o, aunque los diagn¨®sticos de 'epilepsia' de los m¨¦dicos que lo trataron, primero en Arles, y luego en Saint R¨¦my, nos dejen bastante esc¨¦pticos y perplejos sobre la verdadera naturaleza de su enfermedad. Pero es un hecho que la convivencia con Gauguin, en la que hab¨ªa invertido tantas ilusiones, al frustrarse, lo precipit¨® en una crisis de la que ya no saldr¨ªa m¨¢s. Es un hecho que la idea de que su amigo partiera antes de lo que le hab¨ªa prometido (un a?o) fue para ¨¦l irresistible. Hizo lo posible y lo imposible por retenerlo en Arles, y este empe?o, en vez de hacer cambiar de planes a Gauguin, lo incit¨® a partir cuanto antes. ?ste es el contexto del episodio de la v¨ªspera de la Nochebuena de 1888, sobre el que s¨®lo tenemos el improbable testimonio de Gauguin. Una discusi¨®n en el Caf¨¦ de la Estaci¨®n, mientras tomaban un ajenjo, termina de manera abrupta: el holand¨¦s arroja su copa contra su amigo, que la esquiva apenas. Al d¨ªa siguiente le comunica su intenci¨®n de trasladarse a un hotel, pues, le dice, si el episodio se repite, ¨¦l podr¨ªa reaccionar con igual violencia y apretarle el pescuezo. Al anochecer, cuando est¨¢ cruzando el parque Victor Hugo, Gauguin siente pisadas a su espalda. Se vuelve y divisa a Van Gogh, con una navaja de afeitar en la mano, que, al sentirse descubierto, huye. Gauguin va a pasar la noche en un hotelito vecino. A las siete de la madrugada retorna a la Casa Amarilla y la descubre rodeada de vecinos y polic¨ªas. La v¨ªspera, luego del incidente del parque, Van Gogh se cort¨® parte de la oreja izquierda y se la llev¨®, envuelta en un peri¨®dico, a Rachel, donde madame Virginie. Luego, regres¨® a su cuarto y se ech¨® a dormir, en medio de un mar de sangre. Gauguin y los gendarmes lo trasladan al Hotel Dieu y aqu¨¦l parte a Par¨ªs, esa misma noche.
Aunque nunca se volvieron a ver, en los meses siguientes, mientras Van Gogh permanec¨ªa todo un a?o en el sanatorio de Saint R¨¦my, los amigos de Arles intercambiaron algunas cartas, en las que el episodio de la mutilaci¨®n de la oreja y sus experiencias de Arles brillan por su ausencia. Cuando el suicidio de Van Gogh, un a?o y medio m¨¢s tarde, de una bala de rev¨®lver en el est¨®mago, en Auvers-sur-Oise, Gauguin har¨¢ un comentario brev¨ªsimo y r¨ªspido, como si se tratara de alguien muy ajeno a ¨¦l ('Fue una suerte para ¨¦l, el t¨¦rmino de sus sufrimientos'). Y luego, en los a?os siguientes, evitar¨¢ hablar del holand¨¦s, como asediado por una permanente incomodidad. Sin embargo, es obvio que no lo olvid¨®, que esa ausencia estuvo muy presente en los quince a?os de vida que le quedaban, y acaso de una manera que ni siquiera fue siempre consciente. ?Por qu¨¦ se empe?¨®, si no, en sembrar girasoles, delante de su caba?a de Punaauia, en Tahit¨ª, cuando todo el mundo le asegur¨® que esa flor ex¨®tica jam¨¢s hab¨ªa podido aclimatarse en la Polinesia? Pero el 'salvaje peruano', como le gustaba llamarse, era terco, y pidi¨® semillas a su amigo Daniel de Monfreid, y trabaj¨® la tierra con tal perseverancia que al final sus vecinos ind¨ªgenas y los misioneros de aquel perdido lugar, Punaauia, pudieron deleitarse con aquellas extra?as flores amarillas que segu¨ªan los pasos del sol.
Todo eso ocurri¨® hace m¨¢s de un siglo, distancia suficiente para que la historia se enriquezca con las fabulaciones y las mentiras a las que somos propensos todos los humanos, no s¨®lo los novelistas. La amable octogenaria que regenta el hotelito Terminus-Van Gogh, de la plaza Lamartine, con la que he llegado a hacer excelentes migas en la media hora que llevo sentado en esta terraza soleada, me cuenta, por ejemplo, unas deliciosas inexactitudes sobre la Casa Amarilla que finjo creerle al pie de la letra. S¨²bitamente, en homenaje a aquellos dos amigos que ennoblecieron este pedacito de tierra, decido tomarme un ajenjo. Jam¨¢s he probado esa bebida de tan ilustre prosapia rom¨¢ntica, simbolista y modernista, en la que se ahogaron Verlaine, Baudelaire, Rub¨¦n Dar¨ªo, y que Van Gogh y Gauguin beb¨ªan como si fuera agua. Me hab¨ªa imaginado un alcohol ex¨®tico, aristocr¨¢tico, color verde diarrea, de efecto enloquecedor, pero lo que me traen es un plebeyo Pastis. El horrible brebaje sabe a menta y az¨²car pasados por manos farmac¨¦uticas y como, pese a todo, me lo empujo en las entra?as, me provoca una arcada. Una prueba m¨¢s de que la pedestre realidad jam¨¢s estar¨¢ a la altura de nuestros sue?os y fantas¨ªas.
? Mario Vargas Llosa, 2001. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2001.
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