SUDOR
Acabo de regresar de Cochabamba, donde tuve el honor de inaugurar el Museo del Sudor, ¨²nico en su especialidad. Me toc¨® hablar despu¨¦s del alcalde, un tipo melanc¨®lico, a medio camino entre Fernando Pessoa y Walter Benjamin. Pese al intenso calor reinante y la defectuosa ventilaci¨®n del local, ambos llev¨¢bamos abrigo y sud¨¢bamos la gota gorda para no desentonar con la colecci¨®n permanente de hist¨®ricas transpiraciones.
En el vest¨ªbulo, junto a una camiseta sudada del futbolista Valderrama y un traje de luces, tambi¨¦n sudado, del torero C¨¦sar Rinc¨®n, el alcalde reivindic¨® el papel de las gl¨¢ndulas sudor¨ªparas en el progreso de la humanidad en general y en el de Latinoam¨¦rica en particular. Por prudencia, yo no me atrev¨ª a llevarle la contraria. Para mi sorpresa, la audiencia le aplaudi¨® con entusiasmo.
Por mi parte, cont¨¦ que en agosto suelo ponerme el abrigo para combatir la asombrosa humedad de Barcelona, que s¨®lo logro apaciguar con las virtudes secantes de la lana. Al final, me hicieron firmar en el libro de honor, un artefacto pesad¨ªsimo que deber¨ªa haber estrenado yo aunque, como ocurre siempre, ya lo hab¨ªa firmado Sergio Pitol, que suele anticiparse en casi todo.
En realidad, el motivo de mi viaje a Cochabamba no fue s¨®lo la inauguraci¨®n. Fui a Cochabamba para conocer a mi otro yo. Hace un mes, de madrugada, recib¨ª una llamada an¨®nima que dec¨ªa: 'En el bar del hotel X de Cochabamba hay un pianista igual que t¨²'. Pens¨¦ que se trataba de una broma de Juan Villoro o de Javier Cercas pero, aprovechando la extra?a invitaci¨®n del museo, decid¨ª averiguarlo.
En la habitaci¨®n de mi hotel me puse el chaleco antibalas, el abrigo y sal¨ª hacia el X. En efecto, en el bar del vest¨ªbulo hab¨ªa un pianista de piano y traje blancos. Ped¨ª un whisky, me acerqu¨¦ y, adoptando esa expresi¨®n de esp¨ªa b¨²lgaro a sueldo del Gobierno catal¨¢n que tan bien se me da, le escuch¨¦ tocar La cucaracha, mi canci¨®n preferida, ya que a¨²na lo mexicano con lo kafkiano.
Nos miramos. En efecto, ¨¦ramos iguales, aunque ¨¦l sudaba bastante m¨¢s que yo. Los gotones bombardeaban las teclas como si fueran l¨¢grimas. Recuerdo que pens¨¦ que, si me mor¨ªa, me gustar¨ªa que una sala del Museo del Sudor de Cochabamba expusiera mis sudados chaleco antibalas y abrigo junto a su infame traje blanco de pianista de piano blanco, tres pruebas de que el arte, y m¨¢s en verano, es sobre todo transpiraci¨®n.
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