Verano en luz
Da apenas las buenas tardes, ve la reverberaci¨®n azul y no lo duda. Luego la vemos emerger de la piscina como una n¨¢yade, se sacude la melena rubia y sonr¨ªe. La mesa est¨¢ dispuesta, aqu¨ª donde el color no es color, es tan s¨®lo la luz. Y amo esta luz que a¨²n no ha conseguido herir mis ojos claros, y lo digo. Ella, la n¨¢yade, confiesa que la aborrece, que todo lo vuelve gris. Es la primera desavenencia, pero insisto en la hermosura de esta irrupci¨®n que parece brotar de todas partes y diluirlo todo. Entrar en esta luz es como dejarse ir en la pura alegr¨ªa de existir, sin m¨¢s. Ella, la n¨¢yade, prefiere liarse un porro para entrar sin reparos en el reino desarticulado de la ch¨¢chara. Ser¨¢ su forma de vencer a la noche, que entra ya, azul, incre¨ªble, sobre la sierra al fondo.
Abelardo me pide que lea un poema de William Carlos Williams. Miro al fondo turquesa que progresa al a?il y a la noche profunda, y veo la mano de quien me lo se?al¨® por primera vez. La devora la sombra, y leo: 'Ah¨ª estaban las rosas, en la lluvia./ No las cortes, le supliqu¨¦'. Abelardo sonr¨ªe, y su Eluisa, bilba¨ªna ella, espera atenta a que yo prosiga mi lectura. Siento tambi¨¦n sobre m¨ª la atenci¨®n fija del resto de los invitados. Y contin¨²o: 'Mucho no durar¨¢n, dijo ella'. No, no durar¨¢n mucho, pienso, y me interrumpo en la noche absorta. Escucho la voz del poema, que me dice callada: 'Pero est¨¢n tan hermosas donde est¨¢n'. Oigo la voz de la n¨¢yade ahora, que me reprocha mi silencio y mi resistencia a abandonarme a mi sensualidad, que le parece desbordante. Le respondo que ese abandono me resulta pobre. Ella habla de animales, en especial de perros, y de la insoluble unidad de lo vivo. Defiendo mi jerarqu¨ªa, e insisto en lo pobre que me resulta esa sensorialidad a la que ella invoca. S¨®lo respeto a los gatos, le replico, y pienso en esa luz que ella aborrece y que a¨²n brilla latente en el azul prendido en la sierra al fondo. Antes de que se abran los sentidos est¨¢ esa luz a¨²n viva en el azul nocturno. Prosigue el match, y el resto de los invitados se revuelve molesto.
Suena la guitarra de Abelardo, por soleares. Despu¨¦s Amalio nos recitar¨¢ su poema sobre las Alpujarras. En esta tierra de la luz, las reuniones en torno a una mesa transcurren de esta forma. No tan ef¨ªmeros como las rosas, compruebo que los presentes hemos consumido ya lo mejor de nuestra fragancia. Pero nos resistimos a claudicar y a apartarnos de ese estanque de la luz que nos hace sentirnos hermosos a pesar de todo. Hay una edad de los sentidos, pero no son ¨¦stos los que explican nuestra resistencia, pues no hay una edad de la hermosura. Miro a Carmen y a Carlos y a Marta, y s¨¦ que no pueden confiarlo todo a los sentidos para saberse capaces de amar y de ser amados. La n¨¢yade protesta una vez m¨¢s. Luisi, la Eluisa de Abelardo, rasguea ahora en la guitarra un viejo bolero. Todos cantan. La n¨¢yade proclama querer quedarse all¨ª toda la noche, flotando en la piscina.
Es ya otro d¨ªa, y otra mesa y otro lugar. En el mismo reino de la luz en el que me disuelvo y diluyo mi memoria, y olvido. No me recreo en la distancia, porque en este lugar absoluto y sin perfiles no hay distancia. Diviso un vuelo de flamencos, y en torno a esta nueva mesa, constato que las rosas han recorrido ya un mayor trecho del d¨ªa que las de la noche anterior. Me llaman la atenci¨®n las cejas de Federico, y me digo que as¨ª pueden ser las m¨ªas dentro de un tiempo: un vergel blanco sobre la sabia penumbra de los a?os. Y me sorprende su humor, sosegado y agudo, como si no pudiera evitarlo y le asombrara su efecto. La prosa de la edad, me digo, pues Federico tiene muchos a?os, aunque aparenta tener casi veinte menos. La noche es calurosa y en torno a la mesa se canta, se r¨ªe y se recita. Siempre hay alguien que recita algo, un poema, mejor o peor, que brota imprevisto entre las chanzas.
Y tengo que remontarme mucho en el tiempo para recordar alg¨²n momento similar en mi vida, momentos que afloran libres sin la vigilancia del crimen y su peaje inacabable. De pronto, Elke, la mujer de Federico, una alemana capaz de hablar conmigo en euskera, se levanta y entona un aria de una ¨®pera alemana. No parece tener mucho ¨¦xito, pero le divierte su fracaso. Vive el optimismo de los a?os, un envidiable entusiasmo por las cosas. Y mientras agradezco profundamente a Abelardo y Eluisa estos d¨ªas magn¨ªficos, entiendo por qu¨¦ no pude acabar el breve poema de las rosas de William Carlos Williams. Finalizaba as¨ª: 'Bah, todos fuimos hermosos alguna vez, dijo / y las cort¨® y me las puso en la mano'. No. Mueran las rosas en su tallo, siempre vivas.
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