La pol¨ªtica del odio
El ataque contra el coraz¨®n del poder econ¨®mico y militar de la primera potencia mundial, que pasar¨¢ a los anales de la historia de la infamia, abre la peor crisis a la que se enfrenta la humanidad desde el final de la Segunda Gran Guerra. No s¨®lo por la humillaci¨®n y el dolor que han generado entre los ciudadanos del imperio, sino por las inevitables consecuencias que ha de comportar, desde eventuales represalias militares, si se identifica a un Gobierno responsable o se decide designar a alguno como tal, pasando por la agudizaci¨®n de la actual inestabilidad econ¨®mica, hasta la implantaci¨®n de un clima perdurable de hostilidad, desconfianza y confrontaci¨®n en las relaciones internacionales.
No es probable que la ofensiva terrorista, de tama?o y caracter¨ªsticas hasta ahora desconocidos, sea imputable s¨®lo a un grupo reducido de fan¨¢ticos, pero, aun en ese supuesto, se tratar¨ªa de terroristas entrenados y con financiaci¨®n, que precisar¨ªan el amparo de una importante infraestructura. Por lo dem¨¢s, y sobre todo, para que existan pilotos suicidas y lun¨¢ticos criminales capaces de cometer una agresi¨®n tan salvaje e inhumana, es precisa la existencia de un caldo de cultivo previo, en el que el odio constituye el motor principal de las decisiones. Las im¨¢genes difundidas por la televisi¨®n de un pu?ado de ni?os palestinos aplaudiendo y jaleando el derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York son la nauseabunda consecuencia de una pol¨ªtica basada en el enfrentamiento entre los pueblos y el desprecio a los derechos humanos, en muchas latitudes del planeta.
Y es sobre este triunfo del odio, anclado muchas veces en el fundamentalismo ideol¨®gico o religioso, y que encuentra su mejor campo de acci¨®n entre los desheredados de la tierra, los que no tienen nada que perder porque ya lo perdieron todo, sobre el que se vienen estableciendo conscientemente, desde hace a?os, las bases de un llamado nuevo orden mundial, que amenaza con consolidar el lenguaje de la violencia como el ¨²nico posible en las relaciones entre los hombres.
La ofensiva terrorista de ayer constituye la puesta en escena, de manera abyecta y brutal, de algunas de las peores caracter¨ªsticas que definen el nuevo milenio. El siglo XX se inaugur¨® con la ¨²ltima guerra rom¨¢ntica de la historia, en la que los hombres defend¨ªan su patria a punta de bayoneta y en el cuerpo a cuerpo de las trincheras de Europa. El siglo XXI, apenas reci¨¦n nacido, abre su dietario de enemistad y muerte bajo el signo contradictorio de un vocablo tan manoseado y poco sutil como el de la globalizaci¨®n. Las pasiones est¨¦riles, bienintencionadas o no, que el debate sobre ¨¦sta ha suscitado pueden servir para poner de relieve o llamar la atenci¨®n acerca de algunos de los problemas acuciantes de nuestro mundo, pero la falta de un di¨¢logo racional entre los l¨ªderes de los pa¨ªses desarrollados, y el ego¨ªsmo ciego de muchos de ellos, no excusa el entusiasmo gratuito de quienes jalean, mancillando el nombre de la justicia, a un pu?ado de tiranos de los pa¨ªses pobres, h¨¢biles manipuladores de los sentimientos de millones de personas abandonadas a su suerte. Hace tiempo que un pensador tan honesto como Edgar Morin pusiera el dedo en la llaga al se?alar que, en realidad, la globalizaci¨®n alcanza ya a todos los habitantes del planeta, aunque a unos como v¨ªctimas y a otros como verdugos. Occidente no puede seguir, por eso, neg¨¢ndose a reconocer que las enormes distancias en el desarrollo de los pueblos, con sus secuelas de sufrimiento y desesperaci¨®n para quienes sobreviven en el subdesarrollo, son no s¨®lo un pretexto, sino tambi¨¦n un motivo que facilita hasta el extremo la tarea insidiosa y criminal de los propagandistas del odio. Pero eso no significa perder de vista que los pa¨ªses democr¨¢ticos, con los Estados Unidos a la cabeza, pese a todas sus desviaciones, a los abusos e injusticias que cometen, representan tambi¨¦n una concepci¨®n ¨²nica y valiosa de la convivencia, basada en las libertades individuales, en el respeto a los derechos de las personas y en el mantenimiento de instituciones pol¨ªticas representativas. Precisamente por eso es doblemente lamentable que sus dirigentes se muestren tan incapaces para enfrentar cuestiones como las planteadas por los flujos migratorios, las hambrunas de las naciones pobres, o el desprecio a la vida y a los derechos de sus ciudadanos, perpetrados por reg¨ªmenes opresores instalados en esas sociedades.
Los llamamientos a la calma que las autoridades mundiales prodigan ahora no servir¨¢n de nada si esas mismas autoridades no son capaces de retomar el camino de la cooperaci¨®n y la solidaridad entre los gobiernos. Para devolver la confianza y seguridad a los ciudadanos americanos, y con ellos a millones de habitantes de este mundo, no es preciso s¨®lo, aunque resulte urgente, identificar y castigar a los culpables. En este sentido, nadie le puede negar al Gobierno de Washington su recurso leg¨ªtimo a la fuerza, y hay que felicitarse por el tono a un tiempo mesurado y firme del presidente Bush en sus primeras declaraciones despu¨¦s de los horribles sucesos. Pero, sobre todo, hace falta recuperar los valores morales de la democracia en el tratamiento global de los problemas globales, y renunciar a la demagogia y a la divulgaci¨®n de la ignorancia. Es preciso un esfuerzo coordinado y persistente de los gobiernos, y que los ciudadanos de los pa¨ªses ricos no contemplen los programas de solidaridad como una man¨ªa de los tiempos, sino como el ¨²nico ant¨ªdoto posible contra el odio. Para que nunca m¨¢s veamos a nadie, ni?os o mayores, celebrar el asesinato de ning¨²n inocente.
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