?ngeles an¨®nimos en Nueva York
Pocos minutos despu¨¦s de que los terroristas suicidas estrellaran los aviones contra las gigantescas Torres Gemelas de Nueva York, dos torrentes humanos se cruzaban apretujados en las escaleras de emergencia de estos simb¨®licos rascacielos en llamas. Mientras una procesi¨®n de hombres y mujeres aterrorizados bajaba en busca de la puerta de la salvaci¨®n, cientos de bomberos sub¨ªan sin titubear por las mismas escaleras empe?ados en rescatar a las v¨ªctimas atrapadas en aquel infierno, y desaparec¨ªan para siempre.
En mi peque?o mundo de aquella espantosa jornada, yo me hallaba en el centro de control que hab¨ªa improvisado el departamento de bomberos en la calle, justo delante del centro de oficinas conocido por Financial Center, a ciento y pico metros de las torres. Al no funcionarme el m¨®vil, un se?or se ofreci¨® amablemente a acompa?arme a un despacho de este edificio para poder avisar desde un tel¨¦fono fijo a los hospitales m¨¢s cercanos sobre la cat¨¢strofe. En breves minutos se derrumbaba la primera torre y me encontr¨¦ atrapado, junto con otras ocho o nueve personas, en el inmueble, sin luz, inmerso en una nube espesa de polvo. En medio de una confusi¨®n angustiante aparece un individuo totalmente desconocido para m¨ª quien que con palabras firmes y serenas nos infunde esperanza. A continuaci¨®n, este ¨¢ngel an¨®nimo, desafiando el peligro, empieza a explorar posibles salidas, nos gu¨ªa con una linterna y gracias a ¨¦l logramos escapar ilesos entre una inmensa monta?a de escombros salpicada de cuerpos sin vida.
La clave para entender a los ¨¢ngeles an¨®nimos est¨¢ en esa fuerza que nos estimula a perseguir la dicha
Durante las pr¨®ximas horas se sucedi¨® un escenario del horror: docenas de ejecutivos ca¨ªan como peleles al vac¨ªo, y miles de criaturas mor¨ªan incineradas, o aplastadas por trozos enormes de cemento o de acero retorcido. Al mismo tiempo, en las puertas de los hospitales de la ciudad se agolpaba una multitud ingente de voluntarios acongojados implorando donar su sangre o impartir consuelo a los damnificados. Ante este desfile interminable de personas generosas y abnegadas sin nombre ni rostro, no son pocos los que se preguntan perplejos los motivos ocultos o las posibles neurosis que empujan a los seres humanos a sacrificarse por otros a costa del bienestar propio, a arriesgar y hasta dar su vida por salvar a unos extra?os. Por mucho que se admira el coraje de estos h¨¦roes no se acaban de comprender sus gestos desinteresados porque, se cree, que van en contra del instinto de conservaci¨®n, del principio del ego¨ªsmo. Gran parte del asombro y de la incredulidad que nos producen estos actos altruistas brota de la noci¨®n negativa de la naturaleza humana tan de moda en nuestros d¨ªas. En la sociedad del siglo XXI abundan los poetas, los acad¨¦micos, los l¨ªderes religiosos, los comentaristas y los hombres y las mujeres de la calle afligidos por un agridulce y contagioso pesimismo. Son legi¨®n los esc¨¦pticos derrotistas que no cesan de invocar aquello de 'el hombre es un lobo para el hombre'.
Cada d¨ªa, sin embargo, se acumulan m¨¢s datos cient¨ªficos que demuestran que las tendencias altruistas est¨¢n perfectamente programadas en nuestro equipaje gen¨¦tico y alimentan el motor imparable de la evoluci¨®n y la mejora de la especie. Incluso los peque?os de dos a?os ya se turban ante el sufrimiento de personas cercanas y hacen intentos para consolarlas. Es un hecho comprobado que las comunidades unidas por fuertes lazos de solidaridad, no s¨®lo aumentan las probabilidades de que sus genes est¨¦n representados en generaciones futuras, sino que prosperan m¨¢s que los colectivos fragmentados por el egocentrismo.
Tambi¨¦n se ha demostrado que la generosidad y la predisposici¨®n a auxiliar a nuestros semejantes son una fuente esencial de la felicidad humana. Esto explica el que tantos hombres y mujeres cumplan con esa ley natural que prescribe que la mejor manera de conseguir la dicha propia es sencillamente proporcion¨¢rsela a los dem¨¢s. En este sentido, la satisfacci¨®n que nos producen nuestras acciones solidarias es el trofeo que recibimos por obedecer a nuestros ¨ªmpulsos naturales.
Sospecho que el odio fan¨¢tico y los atentados terroristas continuar¨¢n formando parte del cat¨¢logo de espantos durante mucho tiempo. Pero la filantrop¨ªa y la revulsi¨®n contra la violencia tambi¨¦n continuar¨¢n siendo uno de los distintivos de la humanidad. A trav¨¦s de nuestra historia y en todas partes del mundo, la gran mayor¨ªa de las personas considera emocionalmente imposible torturar o maltratar a prop¨®sito a un ser humano y, mucho menos, quitarle la vida. La prueba fehaciente de este hecho es que perduramos.
Quiz¨¢ la clave para entender a los ¨¢ngeles an¨®nimos est¨¦ precisamente en esa fuerza vital innata que nos estimula a perseguir la propia dicha y la de los dem¨¢s. Todos o casi todos somos herederos de un talante benevolente y de una disposici¨®n compasiva que han evolucionado a lo largo de milenios. Es comprensible que sean pocos los inclinados a distraerse con el largo camino de la evoluci¨®n a la hora de admirar la bondad humana. Despu¨¦s de todo, lo mismo ocurre cuando nos deslumbramos con una piedra preciosa. Casi nunca pensamos que debe su belleza a millones de a?os de presi¨®n en la roca.
Al final, la lecci¨®n m¨¢s importante que he aprendido en estos d¨ªas tan dolorosos es que nuestra tarea diaria consiste en ayudarnos unos y otros, y que el mejor negocio es el bien com¨²n. Este tr¨¢gico 11 de septiembre que cambi¨® a este pueblo para siempre me ha hecho recordar un pasaje del Diario de Ana Frank, la ni?a de quince a?os que en v¨ªsperas de morir en el campo de concentraci¨®n nazi de Belgen-Belsen, en marzo de 1945, escribi¨®: 'A pesar de todo, creo que la gente es realmente buena en su coraz¨®n'.
Luis Rojas Marcos dirige el Sistema de Sanidad y Hospitales P¨²blicos de Nueva York.
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