Flores sobre el esti¨¦rcol
Desde el pasado 11 de septiembre no es f¨¢cil bajar al patio dom¨¦stico. Los fenomenales vientos planetarios que dominan el ambiente parecen haber empeque?ecido nuestros escenarios. Uno hablar¨ªa, por ejemplo, del fangoso l¨ªo madrile?o de estos d¨ªas, con el ministro Rato regresando a sus antiguos escupitajos de opositor frente a un PSOE nuevo que no consigue desprenderse de los zapatos viejos. Uno se referir¨ªa, asimismo, a la gastada canci¨®n pujolista que confunde la parte convergente con el todo nacional (dejando a un lado la pertinencia o impertinencia del frustrado pacto institucional entre el PP y el PSOE, el argumento con que el pujolismo ha eclipsado la catalanidad de Eugeni Gay es ofensivo no s¨®lo para este prestigioso abogado que acced¨ªa al Tribunal Constucional, sino para todos los catalanes que no comulgamos en el templo sagrado). Estos entra?ables conflictos, sin embargo, producen una infinita pereza. Los ojos de la ciudadan¨ªa han sido atravesados por dos formidables aviones y, de repente, la historia ha dejado de ser una abstracci¨®n libresca para convertirse en una presencia espantosa.
Los ojos que cada noche cenan ante un paisaje televisivo de refugiados sin norte o de mujeres cubiertas con pesadas t¨²nicas -ata¨²des andantes, ata¨²des vivientes- siguen preocup¨¢ndose, s¨ª, de sus l¨ªos familiares o laborales, de sus peque?os conflictos vecinales o nacionales. Pero no consiguen vencer la sensaci¨®n de que muchas de estas preocupaciones son rid¨ªculas comparadas con el tremendo sufrimiento que el planeta contiene, m¨¢s all¨¢ de la opulenta fortaleza occidental. Lo m¨¢s interesante de este cosquilleo que refuerza el desapego ante las minucias propias es que no responde a los buenos sentimientos. El ligero remordimiento ante el impensable dolor del planeta no es hijo de una visi¨®n humanista de las cosas, sino del human¨ªsimo miedo.
Escribi¨® Leopardi, l¨²cido analista de su propio sufrimiento: 'Nadie nunca fue amado por ser m¨¢s infeliz que los otros'. De lo que se deduce una inquietante conclusi¨®n a la luz del colosal ataque de Manhattan: conscientes de que que nunca conseguir¨¢n la solidaridad o el afecto de los afortunados, los miserables y desventurados del mundo parecen haber decidido que la violencia es el ¨²nico camino que les queda. Y la violencia, naturalmente, ha desatado el miedo entre los estaban confortablemente establecidos. Es el miedo el que ha activado de golpe el inter¨¦s del peque?o mundo rico por los infinitos parajes de la miseria. Es el miedo el que ha activado la reflexi¨®n solidaria. Es el miedo el que obliga al club de los pa¨ªses ricos a pensar una respuesta mesurada y prudente ante la generalizaci¨®n de la barbarie que el nuevo terrorismo nihilista insin¨²a. El miedo marca la diferencia entre el siniestro Kissinger, que reforzaba con crueles dictadorzuelos la periferia del imperio americano, y el reposado Colin Powell, que administra la crisis con prudencia y templanza.
Un ataque a lo bruto, que por desgracia no puede descartarse, indicar¨ªa que Estados Unidos, a pesar del fenomenal batacazo, creen todav¨ªa en su propia fuerza. El ataque a?adir¨¢ sufrimiento al sufrimiento. El desasosiego con que nosotros observamos esta cruel posibilidad se presenta revestido de sentimientos altruistas. No digo que no sean sentimientos sinceros, pero no puede negarse que se alimentan del pavor ante la p¨¦rdida de un bienestar que nuestra sociedad apenas ha tenido tiempo de saborear. Reci¨¦n llegamos a la opulencia. Viven los abuelos que sufrieron las hambrunas de la posguerra. Los que llegaron a Catalu?a en los a?os cincuenta y sesenta conocen perfectamente el significado de la palabra miseria. Y existe, por lo dem¨¢s, la generaci¨®n perdida de los setenta, la generaci¨®n del paro obrero, a la que los ¨²ltimos a?os regalados no enga?an: conocen la dureza y la fragilidad del sistema. Y ah¨ª est¨¢n, por si fuera poco, tantos licenciados recicl¨¢ndose en empleos menores o tantos matrimonios treinta?eros laboralmente en precario e hipotecados sin paraca¨ªdas. Muchos no saben (no sabemos) en virtud de qu¨¦ m¨¦ritos conseguimos pasar de la austera econom¨ªa de la hucha a las burbujeantes aventuras burs¨¢tiles. No es extra?o que, ante los impresionantes atentados de las Torres Gemelas, la respuesta m¨¢s frecuente entre nosotros (al menos en la llamada opini¨®n p¨²blica) sea, adem¨¢s de fr¨ªa, pacifista. Huelo en este pacifismo un fondo de human¨ªsima cobard¨ªa. No s¨®lo nuestros l¨ªderes vuelan como las gallinas. Tambien el resto del personal es partidario de este deporte de apocados. Nuestra vecindad con los pa¨ªses isl¨¢micos del Mediterr¨¢neo, los fantasmas que despierta la nueva inmigraci¨®n magreb¨ª y la amenaza de una crisis econ¨®mica (que arrastrar¨ªa el temible paro, ese viejo conocido) explicar¨ªan con meridiana claridad nuestra reacci¨®n. Se dice que es desabrida con los americanos, pero no puede calificarse de afectuosa con el mundo isl¨¢mico. A lo largo del siglo XX, el cristianismo y el progresismo inyectaron en la visi¨®n de la miseria un barniz ¨¦tico. No parece un barniz muy resistente. La peculiaridad de este barniz fue descrita por Karl Kraus: 'La moral es una armadura protectora que nunca se abandona en el lugar del delito'. M¨¢s parece tembloroso que compasivo nuestro pacifismo. En tiempos de tribulaci¨®n, no hacer mudanza. Madrecita, que me quede como estoy. No es una visi¨®n justiciera del mundo lo que uno percibe, sino el recuerdo de los viejos tiempos malos y la sabia memoria de las abuelas que nos contaron la guerra civil. ?Puede construirse un mundo mejor sobre estos prosaicos fundamentos? ?Puede crecer la solidaridad lejos de la l¨ªrica fraternalista? El temor es feo, incluso rastrero, pero alimenta el sentido com¨²n. Y este sentido dicta que para conservar es necesario dar. El temor tiene la virtud de la autenticidad, mientras que la l¨ªrica tiende al falsete decorativo. No hay que hacerle ascos al esti¨¦rcol del miedo. Cualquier abono es bueno si alimenta las flores de la solidaridad.
Antoni Puigverd es escritor.
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