En el nombre de Dios
Ahora que Dios ha adquirido protagonismo en los escenarios medi¨¢ticos del mundo porque se mata y se muere en su nombre, y se pide su ayuda para la justicia y a menudo para la venganza, hemos empezado asimismo a recibir un alud de informaciones sobre su presencia en horizontes religiosos tan expansivos como el islam. Quiz¨¢ si no se imponen pensamientos -por ser generosos- como los de Silvio Berlusconi la parte positiva de las ¨²ltimas desgracias ser¨¢ un conocimiento del refinado mosaico isl¨¢mico que vaya m¨¢s all¨¢ de la peligrosa idea de una 'lucha de civilizaciones' o de la creencia, lamentablemente tan extendida estos d¨ªas, de que el Dios de los musulmanes es una especie de Energ¨²meno invisible que exige a sus fieles que empotren aviones en rascacielos cristianos.
Pero los europeos -acaso porque fuimos los inventores, propagadores y esc¨¦pticos receptores de aquella divisa tan discutible, la muerte de Dios-, cada vez m¨¢s d¨¦biles y cada vez m¨¢s confundidos con nuestro propio uso del t¨¦rmino 'Occidente', hemos hablado muy poco, o nada, del Dios cotidianamente convocado por Estados Unidos, o cuando menos por sus dirigentes y, de modo muy relevante, por su presidente. Los europeos, con escasa participaci¨®n de Dios en nuestras tareas pol¨ªticas actuales, apenas hemos fijado nuestra atenci¨®n en la importancia que ?l tiene en las convocatorias de la potencia de la que pudorosamente nos decimos aliada pero con respecto a la que debemos ser obedientes. Para los europeos -religiosos o no-, Dios es importante pero no es pol¨ªticamente decisivo. Para los norteamericanos, s¨ª.
Mientras viv¨ª en Estados Unidos, all¨¢ por los a?os ochenta, y luego siempre que he vuelto a ese pa¨ªs, me ha llamado poderosamente la atenci¨®n el v¨ªnculo que ten¨ªa la mayor¨ªa de los norteamericanos con Dios. Me refiero, claro est¨¢, al v¨ªnculo p¨²blico o, si se quiere, nacional. En el ¨¢mbito privado creo que, en general, los estadounidenses son extremadamente respetuosos e incluso t¨ªmidos con las creencias de los dem¨¢s, y esto explicar¨ªa la fluida convivencia de tantos credos e iglesias diferentes. La primac¨ªa de la fe y la piedad sobre la pasi¨®n teol¨®gica es tan abrumadora que para muchos intelectuales europeos, en contacto con sus colegas norteamericanos, resulta sorprendente la llana 'fe del carbonero' con que cient¨ªficos de renombre defienden sin inmutarse la existencia de Dios.
No digo que no las haya, pero en Estados Unidos, al contrario que en Europa, no he escuchado discusiones 'sobre Dios'. Se cree o no en ?l con escasas bromas al respecto a excepci¨®n quiz¨¢ de los jud¨ªos neoyorquinos. Pero m¨¢s all¨¢ de esa discreci¨®n privada, turbada de tanto en tanto por predicadores apocal¨ªpticos que el propio cine americano ha convertido en fauna consecuente con un pa¨ªs de colonos, los estadounidenses tienden a creer en una suerte de Dios nacional alrededor del cual se vertebra la pol¨ªtica de toda la patria, particularmente en momentos considerados de peligro.
Los europeos sabemos muy poco de ese Dios nacional de los americanos, y por lo habitual, cuando nos salpican sus liturgias, lo consideramos el fruto de un culto ingenuo y estrafalario, y nos burlamos de ?l. En parte suponemos que es una rama manifiestamente simplona de nuestro Dios cristiano, adornada con ese tipo de escenograf¨ªas que tanto gustan a los americanos: un Dios de pabellones deportivos, salas de tribunales y plat¨®s cinematogr¨¢ficos. Pero nos equivocamos al saber tan poco acerca de esta deidad, puesto que, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, tambi¨¦n los europeos nos hemos visto obligados a vivir bajo sus auspicios.
Puesto que es precisamente a trav¨¦s de ese peculiar Dios -todos lo son- que Estados Unidos aglutina su lado m¨¢s imponente, y tambi¨¦n el peor: el convencimiento de ser el pueblo elegido para salvaguardar la libertad del mundo. Este Dios nacional otorgador de una misi¨®n hist¨®rica y dador de una bondad intr¨ªnseca, entra en simbiosis con el sistema jur¨ªdico y pol¨ªtico sancionando la superioridad legal de Estados Unidos sobre el resto de las naciones del mundo. Tambi¨¦n la superioridad moral que el cine de Hollywood ha mostrado con tanta insistencia con las c¨¦lebres reflexiones ¨¦tico-patri¨®ticas de centenares de pel¨ªculas que han 'educado' a los p¨²blicos del planeta.
Los europeos tampoco comprendemos que en esta especie de religi¨®n nacional (aut¨¦ntica 'religi¨®n de religiones' en la que se recompone eficazmente el rompecabezas ¨¦tnico y cultural norteamericano) el presidente es el sumo sacerdote; un dirigente laico del que la prensa puede re¨ªrse en tiempos apacibles pero un aut¨¦ntico l¨ªder espiritual para las crisis.
Recuerdo hace dos d¨¦cadas a Carter predicando contra el gran enemigo de entonces, el imam Jomeini. Ten¨ªa la forma y el fondo del predicador y era, desde luego, mucho menos agresivo que alguno de sus sucesores; pero todas sus palabras emanaban del Dios particular de Estados Unidos. Con un estilo muy diverso, el teatral Reagan llam¨®, tambi¨¦n en su nombre, a la guerra de las galaxias. Clinton, el m¨¢s moderado y comprendido por los europeos, no dej¨® de invocar los mismos principios religiosos en las aventuras b¨¦licas que le correspondi¨® emprender. Los dos Bush, padre e hijo, son los que se han andado con menos rodeos al santificar sus guerras respectivas: uno contra el antiguo aliado Sadam Husein, otro contra el antiguo aliado Bin Laden. Dios est¨¢ con nosotros.
Entre las incomprensiones europeas de este Dios que est¨¢ -en ocasiones parece que en un sentido literal, ¨ªntimo, f¨ªsico- con los norteamericanos es esencial la que se refiere a la lucha entre el Bien y el Mal. Si un pol¨ªtico europeo recurre a ella, en t¨¦rminos absolutos, har¨¢ el rid¨ªculo con toda probabilidad. Pero los presidentes americanos, que en situaciones de hipot¨¦tico o real acoso ejercen asimismo de sumos sacerdotes, hablan de esta lucha con la misma naturalidad que sus enemigos 'fan¨¢ticos'.
En El americano impasible, Graham Greene hizo una ir¨®nica radiograf¨ªa de esta especial religiosidad que impera en Estados Unidos y que tiene que ver con una moral demasiado prodigiosa: la excesiva bondad, el excesivo sentido de la justicia, la pasi¨®n por la libertad del misionero norteamericano es con frecuencia incomprendida por los dem¨¢s pueblos, y la consecuente decepci¨®n induce peri¨®dicamente a la tentaci¨®n del aislacionismo. Por eso el presidente Bush puede exigir solemnemente: o con nosotros o contra nosotros.
Y ¨¦ste es, precisamente, el dilema ante el que no se puede poner a un hombre libre y, por extensi¨®n, a unos pueblos que se tienen por libres. En ning¨²n caso Europa -o cualquier otra regi¨®n del mundo- debe aceptar la elecci¨®n entre el Bien y el Mal, la Vida o la Muerte, conceptos en apariencia abstractos pero luego devastadoramente concretos. No podemos aprobar ese terrible 'nosotros conduciremos al mundo a la victoria de la libertad', textualmente proclamado por Bush. Quiero creer que no creemos en el Dios que sustenta estas proclamas.
Afirmar esto no es negar nuestro horror absoluto por aquel otro Dios -miserable parodia del islam- que lleva a sus ac¨®litos a la doble muerte del propio sacrificio y del asesinato. Si el siglo XX tembl¨® con los desastres totalitarios en los que desembocaron las grandes ideolog¨ªas, el riesgo que se apunta en el siglo XXI es el de un manique¨ªsmo feroz que enfrente supuestos absolutos morales, fuerzas del Bien y del Mal, dioses empobrecidos por el esquematismo mental y el terror. En lugar del 'choque de civilizaciones', que conducir¨ªa al grado cero de la cultura, la libertad depender¨¢ de nuestra capacidad de alejarnos del Dios de la simplificaci¨®n espiritual, sea cual sea su m¨¢scara.
Invoquemos a otro tipo de Dios (o de conciencia o de raz¨®n o como quiera llam¨¢rsele). Otro Dios que, si existiera y apareciera, y pudiera expresarse en alguna medida como nosotros -sentir, pensar, afligirse, gozar- no dudo de que huir¨ªa despavorido de toda esta gente que est¨¢ anhelando matar o morir por ?l.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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