Impar
INVARIABLEMENTE, todos los domingos, aquel par de reclutas, oriundos de la misma aldea bretona, paseaban por la campi?a de la regi¨®n de Par¨ªs, donde estaba destinado su regimiento. Se aprovisionaban de vituallas en la venta del mismo villorrio que les sal¨ªa al paso, se sol¨ªan quitar el sombrero en el mismo punto de la alameda donde se cruzan los caminos de Colombes y Chatou, y, al caer la tarde, ya de regreso al cuartel, observaban el crep¨²sculo desde la barandilla de hierro del puente de Bezons, que cruza el Sena. Podr¨ªan haber continuado as¨ª, realizando las mismas cosas en la misma ruta de su permiso dominical hasta su licenciamiento, pero una fresca y robusta campesina, de cabellos rojos, transform¨® su rutina en un acontecimiento. Poco a poco, se fue creando una simpat¨ªa c¨®mplice entre los dos soldaditos y la joven, signada por este encuentro casual convertido en una cita jovial al borde del polvoriento camino; pero, ?ay!, el recluta m¨¢s espabilado se las ingeni¨® para, a espaldas del camarada, cortejar con ¨¦xito a la hermosa campesina, y, claro, el domingo en que el amor de ambos floreci¨® a la vista del soldadito ingenuo, ¨¦ste sinti¨® en el pecho la dolorosa punzada de la melancol¨ªa. Esa misma tarde, cuando, al regresar, se asomaron en la pasarela de Bezons, el soldadito triste se fue inclinando, cada vez m¨¢s, como si pretendiera beber en el r¨ªo hasta que, por fin, vencido por el peso, se cay¨® al Sena, donde se ahog¨®.
Este cuento de Guy de Maupassant, titulado El soldadito, fue publicado el 13 de abril de 1885 en Le Figaro, el mismo diario en que, un a?o despu¨¦s, el 18 de septiembre de 1886, Jean Mor¨¦as dio a conocer el manifiesto simbolista, cuya vertiente pl¨¢stica se dirigi¨® contra el impresionismo. Lo recuerdo porque no puedo evitar imaginarme c¨®mo, unos y otros, los impresionistas y sus opositores, habr¨ªan pintado esta agridulce historia de De Maupassant. Entre los primeros, Monet habr¨ªa abarcado, desde lejos, la agreste vegetaci¨®n primaveral, con la diagonal hendida de una amarilla senda, en medio de la cual una lib¨¦lula dorada revoloteaba, alegre, entre dos acompasadas motas de azul y rojo. Pisarro se habr¨ªa centrado en la figura de la adolescente rural, toscamente vestida, pero de piel blanca y cabellos de fuego, dej¨¢ndonos a nosotros fuera, con los soldados, contempl¨¢ndola. S¨®lo, quiz¨¢, Sisley y Caillebotte hubieran optado por representar la escena de los soldados, acodados en la barandilla, mientras el sol ca¨ªa sobre el horizonte fluvial. Entre los segundos, los antiimpresionistas, Gauguin, por aquel entonces en la localidad bretona de Pont-Aven, habr¨ªa insertado, sobre el paisaje plano, sendas mandorlas con las claves dram¨¢ticas de la historia, mientras Van Gogh, simplemente, habr¨ªa incendiado la vegetaci¨®n y el r¨ªo con una aria tr¨¢gica de desdicha.
Un pintor cl¨¢sico, sin embargo, lo habr¨ªa resuelto con la eficaz naturalidad de la aplicaci¨®n del principio de la belleza, basada en la armon¨ªa y el contraste, el contrapunto dial¨¦ctico entre el emparejamiento er¨®tico y el impar dolor.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.