Acoso al Tribunal Constitucional
El Tribunal Constitucional est¨¢ siendo sometido a un acoso de consecuencias institucionales nada positivas para el futuro de la funci¨®n jurisdiccional que le viene asignada por la Constituci¨®n. Con todas las luces y sombras que son propias en la labor de un ¨®rgano p¨²blico, es razonable afirmar que, tras 20 a?os de actividad, las sentencias del Tribunal Constitucional constituyen hoy un indudable patrimonio jur¨ªdico para los profesionales del derecho y un valor democr¨¢tico de primera magnitud para la ciudadan¨ªa. El control de constitucionalidad de las leyes, la resoluci¨®n de las controversias competenciales que son habituales en un Estado compuesto y su condici¨®n de supremo tribunal para la garant¨ªa de los derechos fundamentales y libertades p¨²blicas a trav¨¦s del recurso de amparo son funciones de una importancia decisiva para la pervivencia de la forma democr¨¢tica de gobierno, la organizaci¨®n territorial pol¨ªticamente descentralizada del Estado y los derechos y libertades de la persona. Afirmar esto puede parecer una obviedad, pero si el observador que sienta aprecio c¨ªvico por las instituciones democr¨¢ticas centra la atenci¨®n en episodios recientes y del pasado, que han afectado a la vida institucional del Tribunal Constitucional, entonces no ser¨¢ extra?o que concluya que hay indicios racionales para alarmarse por el grado de desconsideraci¨®n institucional al que la jurisdicci¨®n constitucional est¨¢ siendo sometida, no s¨®lo con motivo de las singulares argumentaciones dictadas -seg¨²n su propio texto- con ¨¢nimo did¨¢ctico por el Tribunal Supremo en su reciente sentencia de 5 noviembre, sino tambi¨¦n por parte de otras respetables instituciones del Estado dotadas de una especial relevancia constitucional, como las Cortes Generales y por la mayor¨ªa de los partidos pol¨ªticos, en especial aquellos cuya representaci¨®n parlamentaria les permite reunir la mayor¨ªa cualificada exigida por la Constituci¨®n para renovar la composici¨®n del Tribunal Constitucional.
En la citada sentencia, en la que se resolv¨ªa un recurso de casaci¨®n relativo a una indemnizaci¨®n derivada de una intromisi¨®n al derecho a la intimidad, la mayor¨ªa de la Sala 1? del Tribunal Supremo dedica dos de los tres fundamentos jur¨ªdicos (12 p¨¢ginas de las 17 de las que consta la resoluci¨®n judicial) a abordar en t¨¦rminos presuntamente dial¨¦cticos muy duros su discrepancia con el Tribunal Constitucional en relaci¨®n al caso Preysler que -como expresa el voto particular- no guarda relaci¨®n con los motivos del recurso que eran el objeto de sentencia. No obstante, y de forma sorprendente, el Supremo aprovecha que el Guadalquivir pasa por Sevilla y se lanza a tumba abierta en su beligerante y extempor¨¢nea cr¨ªtica formalmente dial¨¦ctica imputando al Constitucional desconocimiento del concepto de instancia procesal, de voluntarismo sin soporte jur¨ªdico, de una ins¨®lita puerilidad jur¨ªdica, as¨ª como de vulneraci¨®n de su propia ley org¨¢nica reguladora, dando a entender, entre otras consideraciones, la incompetencia de los magistrados del Tribunal Constitucional, a pesar del 'enorme y destacado apoyo t¨¦cnico' que les proporciona el cuerpo de letrados. Y todo ello acompa?ado con argumentos propios de la jurisprudencia emp¨ªrica, relativos al qu¨¢ntum de las indemnizaciones que se deciden por las diversas salas del Tribunal Supremo en otros supuestos (responsabilidad objetiva de la Administraci¨®n, error judicial, accidentes laborales, etc¨¦tera) que, si bien han de tener un esperado impacto medi¨¢tico, no pueden ser arg¨¹idos como elemento comparativo por su radical diferencia con los derechos de la personalidad.
Pues bien, estos argumentos se exponen para discrepar de la posici¨®n adoptada por el Tribunal Constitucional en un caso distinto, el caso Preysler, en el que por dos veces (SSTC 115/2000 y 186/2001) la jurisdicci¨®n constitucional anul¨® sendas sentencias del Tribunal Supremo sobre intromisi¨®n ileg¨ªtima en la intimidad. En la primera de ellas, con argumentos m¨¢s que razonables, el Constitucional estimaba el amparo demandado por la recurrente, sosteniendo que el car¨¢cter p¨²blico de la persona no significa que, autom¨¢ticamente y en cualquier circunstancia, la condici¨®n de celebridad tenga que suponer la exclusi¨®n del derecho a la intimidad personal y familiar. Esta regla interpretativa, reiterada por la jurisprudencia constitucional hasta la saciedad, no deber¨ªa haber sido obviada por el Tribunal Supremo en su primera resoluci¨®n. Sin embargo, no lo hizo y, por tanto, necesariamente el Tribunal Constitucional tuvo que anular la sentencia y reconocer que la lesi¨®n del derecho a la intimidad se hab¨ªa producido, estimando a su vez que se hac¨ªa preciso restablecer a la recurrente en su derecho. Con este fin, el Supremo, en su condici¨®n de ¨®rgano judicial ordinario, al ejecutar esta decisi¨®n fij¨® un qu¨¢ntum de indemnizaci¨®n, carente de una m¨ªnima argumentaci¨®n jur¨ªdica que justificase la considerable rebaja que supon¨ªa respecto de las pretensiones de la parte recurrente. Ante el nuevo recurso de amparo que se present¨® a causa del no restablecimiento del derecho lesionado, dado que ¨¦ste era un caso en el que la salvaguarda de la intimidad ten¨ªa una mayor trascendencia econ¨®mica por el car¨¢cter p¨²blico de la recurrente y la difusi¨®n de hechos referidos a su intimidad, el Constitucional, dada la flagrante abstracci¨®n que el Supremo hab¨ªa hecho de su primera sentencia, decidi¨® anular de nuevo la resoluci¨®n de ¨¦ste y fijar la cuant¨ªa de la indemnizaci¨®n. Jur¨ªdicamente, podr¨ªa discutirse si hubiese sido mejor o no remitir de nuevo la causa al Tribunal Supremo. Lo cierto es, sin embargo, que la actitud obstativa con visos de arbitrariedad del ¨®rgano supremo de la jurisdicci¨®n ordinaria ante el supremo tribunal de los derechos fundamentales no facilit¨® las cosas. No se olvide que el Tribunal Constitucional es la ¨²ltima garant¨ªa para su protecci¨®n. Al margen, por supuesto, de la catadura moral de los recurrentes que en ¨¦ste y en otros casos acuden ante su jurisdicci¨®n; as¨ª como tambi¨¦n de la concepci¨®n cremat¨ªstica de los derechos de la personalidad que los tribunales ordinarios han avalado, desde los primeros tiempos de vigencia de la Ley Org¨¢nica 2/1982, de Protecci¨®n civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen.
Esta reacci¨®n, formalmente procesal, del Tribunal Supremo ante sentencias que le son anuladas por la jurisdicci¨®n constitucional no ha sido la ¨²nica. No se olvide otra singular posici¨®n adoptada por la Sala 1? del Supremo ante la anulaci¨®n de su sentencia sobre una denegaci¨®n de la prueba de la investigaci¨®n de la paternidad, que despu¨¦s fue anulada por el Constitucional. El lector recordar¨¢ que entonces el Supremo lleg¨® a apelar nada menos que al poder moderador de la Corona para que arbitrase ante aquella supuesta invasi¨®n de funciones por parte del Tribunal Constitucional. De acuerdo con el m¨¢s elemental conocimiento jur¨ªdico de las funciones de la Corona en una monarqu¨ªa parlamentaria, ?c¨®mo habr¨ªa que calificar aquella posici¨®n del Tribunal Supremo?
Y la verdad es que el asunto que aqu¨ª se comenta podr¨ªa formar parte, en principio, de la l¨®gica discrepancia en la interpretaci¨®n del ordenamiento por parte de los dos altos tribunales. As¨ª ocurri¨® en otro tiempo, por ejemplo, en Italia, con la llamada guerra de corti. Sin embargo, el caso que nos ocupa es de una virulencia inusitada. Y no es aislado, sino que objetivamente se inserta en un contexto en el que el Tribunal Constitucional no ha sido bien tratado por otras instituciones del Estado. Un ejemplo lo ofrece la nula receptividad que las Cortes Generales han tenido con respecto a la razonable reclamaci¨®n del Constitucional de modificar su ley org¨¢nica en lo que concierne al r¨¦gimen jur¨ªdico del recurso de amparo, a fin de racionalizar su acceso ante el Tribunal y as¨ª reforzar la condici¨®n de la jurisdicci¨®n ordinaria como sede natural para la tutela de los derechos fundamentales. Tan nula ha sido la respuesta que, por el contrario, las Cortes, en vez de procurar arbitrar v¨ªas para reducir los numerosos asuntos que llegan al Tribunal, se descolgaron con una modificaci¨®n de su ley, pero para atribuirle una nueva competencia consistente en el llamado conflicto local. Desde luego, no parece que ¨¦sta sea una buena manera de preservar el cr¨¦dito de la instituci¨®n. Habr¨¢ que esperar a lo que pueda dar de s¨ª el rutilante Pacto de Estado sobre la Justicia.
Pero probablemente peor haya sido el deplorable papel ejercido por los partidos pol¨ªticos en el ¨²ltimo proceso de renovaci¨®n de magistrados. No ha sido la primera vez, pero, ciertamente, en esta ocasi¨®n el desprop¨®sito cometido ha sido considerable. Sobre todo por parte de los partidos mayoritarios de ¨¢mbito estatal. Adem¨¢s del ya criticado reparto de cuotas, el desprecio, por ejemplo, a las necesidades del Tribunal sobre las especialidades jur¨ªdicas que han de estar presentes en un ¨®rgano de esta naturaleza, ha sido una desconsideraci¨®n notoria. No s¨®lo con el Tribunal, sino sobre todo con el Estado democr¨¢tico. La cultura republicana, que no es otra que el aprecio por la cosa p¨²blica y lealtad con las instituciones que lo representan, ha brillado por su ausencia. Una lealtad que, a pesar de las dificultades, han mostrado con creces, como otros en el pasado, los magistrados que han dirigido el Tribunal en este ¨²ltimo trienio, haci¨¦ndose o¨ªr de la ¨²nica manera que lo debe hacer un buen juez: a trav¨¦s de sus resoluciones.
Frente al mal¨¦volo aserto de estos d¨ªas de que no es posible que el Tribunal Constitucional act¨²e como un tribunal de casaci¨®n, a los magistrados antiguos y de nueva incorporaci¨®n se les plantea un reto de no f¨¢cil superaci¨®n. Y es el de disipar la sensaci¨®n que va cristalizando en diversos ¨¢mbitos jur¨ªdicos de distinto signo, de que el Tribunal Constitucional corre el riesgo de ser convertido en un ¨®rgano subsidiario en el panorama institucional. Y de que, en realidad, lo relevante es la jurisdicci¨®n ordinaria y los magistrados que la integran, que son los que realmente ostentan una aut¨¦ntica raigambre jur¨ªdica. Cabe esperar que del respeto del sistema democr¨¢tico al que sirven y a la instituci¨®n que representan, y del, sin duda, profundo conocimiento de la jurisprudencia constitucional de los antiguos y de los nuevos magistrados constitucionales que se han incorporado, el reto sea superado.
Marc Carrillo es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra.
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