Recuerdos de mi guerra civil espa?ola
La primera vez que viaj¨¦ a Espa?a fue durante el invierno de 1955, y lo hice en tren. En aquel entonces, yo era un secretario del British Foreign Office. Acababa de estar en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en Nueva York, formando parte de la delegaci¨®n brit¨¢nica, y estaba presente cuando Espa?a fue admitida en esa instituci¨®n internacional despu¨¦s de diez a?os de ostracismo. Hab¨ªa completado mi licenciatura en historia, en Cambridge, dos a?os antes, y creo que estaba interesado en incorporarme al Foreign Office porque me parec¨ªa que as¨ª completaba los estudios que hab¨ªa seguido en Cambridge sobre los or¨ªgenes de la I Guerra Mundial.
Aquel diciembre viaj¨¦ a Madrid, M¨¢laga, Sevilla y Granada para reunirme con mi padre a fin de pasar la Navidad en Torremolinos, que entonces era todav¨ªa un desconocido pueblo de pescadores. De aquel viaje, sigo recordando muchas cosas: el cambio de tren en la frontera, en Ir¨²n, y el registro meticuloso del equipaje por parte de la polic¨ªa, tanto espa?ola como francesa; la s¨²bita visi¨®n, desde el and¨¦n en Ir¨²n, del sol al alcanzar la c¨²pula de una iglesia a primera hora de la ma?ana; el maravilloso viaje de todo un d¨ªa, en el Talgo, que en aquellos d¨ªas rodeaba, en lugar de atravesar, la sierra de Guadarrama, y que, por lo tanto, llevaba al viajero a trav¨¦s de muchos paisajes extraordinarios de Espa?a; Burgos, Medina del Campo, ?vila, El Escorial. Recuerdo la extraordinaria aglomeraci¨®n de personas en la estaci¨®n Pr¨ªncipe P¨ªo y la maravillosa bienvenida en una pensi¨®n de Madrid, al lado de la Gran V¨ªa, junto con la, para m¨ª inesperada, afirmaci¨®n de las hijas de la propietaria, de que, claro que no, no era demasiado tarde para cenar, aunque eran ya las 10.30 de la noche. Fue la primera indicaci¨®n no s¨®lo de las maravillosas horas de comer espa?olas, sino de la sencilla pero estupenda comida espa?ola, que siempre me ha gustado y he preferido a los grandes platos ba?ados en salsas de Francia. (He vuelto a buscar aquella pensi¨®n y creo que deb¨ªa de estar en la plaza V¨¢zquez de Mella, pero d¨®nde exactamente es algo que no logro precisar). Tuve tambi¨¦n la impresi¨®n de un Madrid que segu¨ªa siendo una ciudad de la ¨¦poca de Alfonso XIII, quiz¨¢s provinciana, y un lugar donde la Castellana estaba vac¨ªa a las 2.30 de la tarde. Pienso que no soy la ¨²nica persona aqu¨ª que siente un poco de nostalgia, a?oranza, de aquel olvidado Madrid de los serenos.
Uno de los primeros editores que me apoy¨® hab¨ªa desempe?ado un papel decisivo en el alquiler del aeroplano 'Dragon Rapide', que llev¨® a Franco desde Canarias a Marruecos
Creo que la publicaci¨®n de mi libro fue beneficiosa para la transici¨®n pol¨ªtica. La gente pod¨ªa empezar a comprender que hab¨ªa ido mal en los a?os treinta y actuar en consecuencia
Tumba prematura
Luego vino una maravillosa vista de La Mancha de noche, un lugar en el que estuve a punto de caer, mientras el tren segu¨ªa su marcha, porque la puerta trasera del ¨²ltimo vag¨®n estaba abierta y recuerdo que hab¨ªa dos soldados totalmente borrachos, all¨ª en el pasillo, intrigados, mientras yo casi me hundo en una tumba prematura, aunque castellana.
Luego, a la ma?ana siguiente, desde la ventana de mi coche cama, levant¨¦ la persiana y tuve una s¨²bita y centelleante visi¨®n del sol invernal de Andaluc¨ªa, cuando el tren se detuvo en Antequera; una visi¨®n que a¨²n hoy me parece expresar exactamente lo que Espa?a significa para m¨ª.
En Sevilla, con sus ¨¢rboles llenos de naranjas, porque ya era enero, recuerdo una conversaci¨®n con un viejo c¨®nsul brit¨¢nico en un piso cerca de la catedral. El c¨®nsul insist¨ªa en que los pol¨ªticos de la II Rep¨²blica espa?ola hab¨ªan sido 'incluso m¨¢s incompetentes que los de la Rep¨²blica de Weimar en Alemania'.
Cuando volv¨ª a Londres, decid¨ª, por mucho que costara y por dif¨ªcil que fuera, que escribir¨ªa una historia de la guerra civil. (...)
Pero volviendo a lo que dec¨ªamos, en la ¨¦poca de mi primera visita a Espa?a, era un historiador en busca de un tema y se me ocurri¨® que la guerra civil era algo que pod¨ªa resultar un tema estupendo sobre el que escribir. No ten¨ªa duda alguna sobre mi capacidad para dominar el material, aunque ahora, y en circunstancias similares, quiz¨¢s s¨ª que la tendr¨ªa. Pero, claro, ten¨ªa 24 a?os; una edad en la que no caben dudas. Regres¨¦ a Inglaterra. Escrib¨ª una novela sobre el Foreign Office, organismo que pronto abandon¨¦. Pero segu¨ªa pensando en escribir sobre la guerra civil y recuerdo que le dije a un amigo m¨ªo que alguien deber¨ªa escribirla y ¨¦l me contest¨®: 'T¨² mismo deber¨ªas hacerlo'. Un par de a?os m¨¢s tarde, me enter¨¦ por otros conductos de que un editor estadounidense, Cass Canfield, hijo, estaba interesado en convencer a alguien para que escribiera sobre el tema. Cog¨ª la oportunidad al vuelo y, con la ayuda de un agente, consegu¨ª de Canfield un adelanto de, creo, 500 d¨®lares por parte de Harper Brothers, donde ¨¦l trabajaba entonces. No estaba nada mal, sobre todo teniendo en cuenta que yo no ten¨ªa experiencia en escribir nada y mucho menos un libro largo; y que contaba, por lo menos, con la garant¨ªa de que publicar¨ªan cualquier libro que escribiera. Encontr¨¦ tambi¨¦n cierto modesto apoyo ingl¨¦s del editor que hab¨ªa publicado mi novela. Creo que me adelant¨® 250 libras. Se trataba de Douglas Jerrold, de Eyre and Spottiswoode, alguien que, por pura casualidad, hab¨ªa adoptado una postura muy favorable a Franco. No s¨®lo se hab¨ªa referido en un libro suyo al general Franco como 'un perfecto caballero cristiano' y a la guerra misma como 'la ¨²ltima cruzada', sino que en julio de 1936 hab¨ªa desempe?ado un papel decisivo en el alquiler del aeroplano, el famoso Dragon Rapide, que llev¨® a Franco desde las Canarias a Marruecos. Pese a sus opiniones, Jerrold respald¨® el libro, aunque debi¨® de darse cuenta que no era probable de que mis ideas coincidieran con las suyas. Sigo opinando que fue algo notable.
La ¨²ltima vez que lo vi fue en una fiesta que yo di en mi piso para celebrar esa publicaci¨®n y donde, seg¨²n recuerdo, le present¨¦ a un ingl¨¦s, Giles Romilly, que hab¨ªa luchado por la Rep¨²blica.
Ahora resulta dif¨ªcil rememorar exactamente qu¨¦ desierto intelectual fue Espa?a en los finales de los cincuenta en el campo de la historia contempor¨¢nea. El general Franco y su r¨¦gimen segu¨ªan benefici¨¢ndose del recuerdo de la guerra civil, de sus tragedias y brutalidades, en tanto que utilizaban los recuerdos como propaganda. No se publicaba nada que hiciera dudar de la naturaleza de la victoria nacionalista; por ejemplo, tendr¨ªan que pasar otros diez a?os antes de que se publicara en Espa?a, en 1970, un libro que hablaba del papel de los alemanes en el bombardeo de Guernica.
Fuera de Espa?a, muchos de los exiliados supervivientes estaban bien establecidos en lugares como M¨¦xico, Francia, Suiza, la Uni¨®n Sovi¨¦tica, aportando la luz de su inteligencia a estas sociedades, especialmente en M¨¦xico, pero pol¨ªticamente, presentaban, como suele suceder con los exiliados, un frente dividido.
En cuanto al resto, el mundo hab¨ªa seguido su marcha; la II Guerra Mundial hab¨ªa borrado muchos recuerdos de la guerra espa?ola, aunque hab¨ªa quien pensaba que ¨¦sta hab¨ªa sido un ensayo para la guerra mundial; una met¨¢fora que, de alguna manera, omit¨ªa el hecho de que Espa?a no hab¨ªa participado en la representaci¨®n principal.
Unos cuantos supervivientes de las Brigadas Internacionales quiz¨¢s cantaran Los cuatro generales, pero eran figuras que ya iban perteneciendo al pasado.
No es que en la Espa?a de Franco no se estuviera haciendo nada sobre la guerra civil. Se hab¨ªan escrito dos o tres historias puramente militares excelentes; por ejemplo, una de don Manuel Aznar, un periodista republicano que hab¨ªa sido director de El Sol y, durante un tiempo, ministro plenipotenciario en Washington en 1945 [y m¨¢s tarde embajador en la ONU]. Se dice que su nieto lo est¨¢ haciendo casi igual de bien.
Pero no ha habido esfuerzos serios por parte de los historiadores espa?oles ni dentro de Espa?a ni fuera para aceptar el pasado real. (...)
En mi propio trabajo de investigaci¨®n, la aportaci¨®n m¨¢s importante fue la de la gran sala redonda de lectura del British Museum, la biblioteca m¨¢s hermosa de Europa, cuya colecci¨®n de libros sobre la guerra civil era excelente. Tambi¨¦n me entusiasm¨® la Biblioteca Nacional, en la Castellana, y sigue haci¨¦ndolo, y cada d¨ªa doy gracias a Dios de que contin¨²e en pie en su majestuoso lugar, a diferencia de las bibliotecas nacionales brit¨¢nica y francesa que han perdido su alma como resultado de las locuras gubernamentales.
Campos de batalla
Viaj¨¦ tambi¨¦n mucho por Espa?a a fin de saber de qu¨¦ estaba hablando cuando escrib¨ª sobre los campos de batalla. Recuerdo que un d¨ªa sal¨ª de Madrid a pie para ir hasta el campo de batalla del Jarama, y, por ¨²nica vez en mi vida, experiment¨¦ una oleada de agorafobia al andar en lo que parec¨ªan campos remotos. Viaj¨¦ a casi todas partes en vagones de tercera clase, despu¨¦s de comprar uno de aquellos fabulosos billetes kilom¨¦tricos que, por un precio casi rid¨ªculo, te permit¨ªan viajar en Renfe tanto como quisieras durante un mes m¨¢s o menos. Recuerdo haber pasado algunos meses en Madrid, trabajando en la Biblioteca Nacional. Fui a Barcelona. ?Qu¨¦ revelaci¨®n fue esa gran ciudad mediterr¨¢nea, que miraba al mundo, al contrario de Madrid, que entonces -hablo de 1960- parec¨ªa mirar exclusivamente hacia dentro. Baj¨¦ paseando por la Rambla hasta la estatua de Col¨®n y recuerdo haber o¨ªdo, en un bar cerca del puerto alg¨²n viejo gram¨®fono, que tocaba Volare. ?Qu¨¦ felicidad! No puedo o¨ªr esa canci¨®n sin recordar aquel momento m¨¢gico.
Ahora, m¨¢s que libros y lugares y canciones, son las personas a las que consult¨¦ cuando escrib¨ªa el libro quienes destacan en mi memoria. Por ejemplo, Pablo de Azc¨¢rate, encarnaci¨®n de la austera tradici¨®n liberal espa?ola, ex embajador republicano en Londres y, por aquel entonces, funcionario jubilado de las Naciones Unidas, a quien sol¨ªa visitar cada semana, durante meses, en su casa de Ginebra y que me dio acceso a sus papeles privados, junto a un melanc¨®lico vaso de whisky; y Salvador de Madariaga, 'eterno optimista' ya que parec¨ªa y se proclamaba, autor de lo que entonces parec¨ªa ser la mejor historia moderna de Espa?a y cuya figura, benigna, entusiasta y peque?a, pero en¨¦rgica, sigo imaginando cada vez que voy al Reform Club, su base en Londres. Veo tambi¨¦n en mi mente a Juli¨¢n G¨®mez, llamado Gorkin, fundador del Partido Comunista en Valencia, el cual abandon¨® cuando el Comit¨¦ Central le orden¨® que tratara de matar al general Primo de Rivera. M¨¢s tarde, fue uno de los fundadores del [trotskista] POUM y uno de quienes m¨¢s sufrieron en ese partido. En las curiosas circunstancias del hotel Ateneo, en Piccadilly, me cont¨® que La Pasionaria, en realidad, hab¨ªa sido una creaci¨®n de los despiertos consejeros del Comintern.
Entre aquellos que siguieron siendo mis amigos, recuerdo al doctor Juan Negr¨ªn, hijo, cirujano cerebral que trabajaba en Nueva York, hijo del pol¨¦mico, pero creo que fundamentalmente altruista, primer ministro de la Espa?a republicana durante los ¨²ltimos 18 meses de guerra. Nadie ha escrito una biograf¨ªa de Negr¨ªn, padre, y por eso es un hombre olvidado. Tendr¨ªan que hacerlo si pueden encontrar sus papeles, que su hijo me dijo estaban guardados en alg¨²n lugar secreto de la Costa Este de Estados Unidos.
En Par¨ªs, visit¨¦ el cuartel general del Gobierno vasco en el exilio, en la calle Singer, donde recuerdo, durante mi tranquila conversaci¨®n con el se?or Jes¨²s Mar¨ªa Leizaola, el lehendakari de aquellos d¨ªas, una asombrosa actividad en el patio, como si, en lugar de visitar a un primer ministro exilado de una regi¨®n aut¨®noma, estuviera con el emperador Napole¨®n en la cima de su poder.
En una ocasi¨®n, estaba trabajando en unos papeles en la avenida Foch, sede del Gobierno republicano en el exilio, todav¨ªa entonces reconocido por M¨¦xico, cuando, en la sala de al lado, o¨ª una conversaci¨®n excitada. Las grandes puertas se abrieron de par en par y vi al general Emilio Herrera, ministro de la Guerra en el exilio, ordenando unos papeles. Herrera hab¨ªa sido un coronel correcto en 1936, que se hab¨ªa mantenido fiel a la Rep¨²blica, porque le hab¨ªa jurado lealtad. '?Qu¨¦ pasa, mi general?', pregunt¨¦. 'El Gobierno ha ca¨ªdo', dijo. '?Y el nuevo primer ministro?', pregunt¨¦. Herrera, con un suspiro, respondi¨®: 'Soy yo, se?or'.
Tambi¨¦n hice algunos amigos en Espa?a; por ejemplo, Melchor Ferrer, ferviente historiador del carlismo, a quien sol¨ªa ver en Sevilla, que me entreg¨® muchos documentos no publicados relacionados con la Comuni¨®n Tradicionalista, y me present¨® en la plaza de San Francisco, de Sevilla, a su jefe, el legendario Manuel Fal Conde, que ten¨ªa, al lado de la chimenea en la plaza de San Francisco, una bomba que, seg¨²n me asegur¨®, hab¨ªa sido lanzada por 'los rojos' contra la catedral de la Virgen del Pilar, en Zaragoza. Que no explotara le parec¨ªa, y era l¨®gico, un milagro. Pocos meses m¨¢s tarde, en el Caf¨¦ Bavaria, de Ginebra, con sus paredes cubiertas de caricaturas de hombres de Estado de los a?os treinta (entre ellos Austen Chamberlain, con su inimitable mon¨®culo), conoc¨ª a Frank Jellinek, periodista ingl¨¦s de, supongo, origen checo, que hab¨ªa escrito un libro sobre la guerra de Espa?a para el llamado club Left Book, quien me cont¨® que hab¨ªa sido ¨¦l mismo quien hab¨ªa lanzado aquella bomba, que no hab¨ªa explotado, sobre la Virgen del Pilar desde un aeroplano pilotado por un famoso coronel de aviaci¨®n catal¨¢n.
Entre otros que conoc¨ª en Espa?a se cuentan supervivientes tan impresionantes como Ram¨®n Serrano S¨²?er, apartado del poder desde hac¨ªa tiempo, pero que durante la guerra, por supuesto, hab¨ªa tenido gran influencia sobre el General¨ªsimo y a quien visit¨¦ primero en una casa que ten¨ªa para pasar el verano con su familia en la encantadora ciudad vasca de Zarauz. Siendo, como era yo por entonces, un liberal bastante bueno, aquel d¨ªa de verano vacil¨¦, delante de la casa, antes de apretar el timbre: ?no era acaso Serrano un conocido german¨®filo que hab¨ªa lamentado que Hitler no ganara la guerra? ?No hab¨ªa estado convencida mi madre, en Inglaterra en 1941, de que el Cu?ad¨ªsimo pronto desembarcar¨ªa en Devonshire a la cabeza de un ej¨¦rcito de legionarios extranjeros para ayudar a los alemanes a derrotar a la p¨¦rfida Albi¨®n, vengando as¨ª, por fin, y en su propia tierra adem¨¢s, las fechor¨ªas de Draque [el corsario del siglo XVI Francis Drake], el de infausta memoria? Pero los historiadores no deben tener sensibilidad pol¨ªtica y pronto llam¨¦ al timbre de la puerta y el propio don Ram¨®n demostr¨® ser, y no fue la ¨²nica vez, un anfitri¨®n ben¨¦volo y fascinante, cuyo gusto por la autocracia parec¨ªa limitarse en aquellos d¨ªas a dominar la conversaci¨®n en torno a la mesa del almuerzo familiar.
Entre mis amigos tambi¨¦n acab¨® estando el general Mart¨ªnez Campos, jefe de artiller¨ªa de los nacionalistas pero, m¨¢s tarde, preceptor de don Juan Carlos, y a quien recuerdo especialmente por su vivo retrato verbal de lo delirantemente entusiastas que se hab¨ªan mostrado los requet¨¦s carlistas por ir a la guerra, cuando se reun¨ªan en la plaza del Castillo, en Pamplona, antes de ponerse en marcha, bajo las ¨®rdenes del general Mola, hacia la oscilante l¨ªnea del frente de Guadarrama. Y un d¨ªa, en Madrid, en una residencia desde la que se ve¨ªa ese mismo Guadarrama, visit¨¦ a otro Herrera, sin relaci¨®n alguna, que yo sepa, con mi amigo de la avenida Foch, ?ngel Herrera, que hab¨ªa sido editor del principal diario cat¨®lico de Madrid, El Debate, antes de 1936 y que, cuando yo lo vi, distinguido, sabio, inescrutable, era el obispo de M¨¢laga. ?Un verdadero pr¨ªncipe de la Iglesia! Un destino raro para un periodista. (...)
La guerra civil espa?ola fue publicado en 1961 y su excelente acogida marc¨® mi vida. Al pensar en ello ahora, creo que los principales atractivos del libro eran que en ¨¦l hab¨ªa entretejido la lucha militar, la historia pol¨ªtica de los dos bandos, los or¨ªgenes de la guerra, las repercusiones internacionales e, incluso, la historia intelectual.
Pronto recib¨ª la visita de dos personas poco corrientes: Vicente Girbau, diplom¨¢tico espa?ol que hab¨ªa sido expulsado del Ministerio de Asuntos Exteriores por su oposici¨®n a Franco, y Nicol¨¢s S¨¢nchez Albornoz, que hab¨ªa escapado de un batall¨®n de trabajos forzados destinado a la construcci¨®n del Valle de los Ca¨ªdos y que, por entonces, viv¨ªa en el exilio. Ven¨ªan en nombre de una editorial con sede en Par¨ªs, Ruedo Ib¨¦rico, y acept¨¦ que publicaran el libro. Me aseguraron que no hab¨ªa ninguna posibilidad de que se publicara en Espa?a. Nunca se me hab¨ªa ocurrido que llegara a haber una edici¨®n en espa?ol, as¨ª que acept¨¦ su propuesta inmediatamente. Ruedo Ib¨¦rico sac¨® el libro en el distrito sexto de Par¨ªs, en diciembre de 1961. Supongo que su portada negra y roja era un tributo al movimiento anarquista, al cual hab¨ªa pertenecido el encantador director Pepe Mart¨ªnez. Se hicieron entrar muchos ejemplares en Espa?a clandestinamente.
El libro revisado
Desde aquellas primeras ediciones, he revisado el libro a fondo un par de veces. Las principales revisiones las hice a mediados de los sesenta, mediados de los setenta y finales de los setenta. Juan Grijalbo edit¨® el libro en 1976. En la actual edici¨®n, que Grijalbo-Mondadori presenta tan bien, he hecho lo que he podido para corregir errores, en lugar de escribir una nueva edici¨®n completa. Perm¨ªtanme que les hable un momento de esos cambios.
Primero, en la edici¨®n de los sesenta, correg¨ª algunos de los errores que hab¨ªa cometido en la primera edici¨®n. La ocasi¨®n me la brind¨® la publicaci¨®n de un libro de bolsillo de la editorial Penguin Books. Me dieron amplia licencia para hacer todos los cambios que quisiera y le tom¨¦ la palabra al editor, una persona generosa e inteligente, aunque bastante desorganizada. Me dijo que los cambios que quer¨ªa le iban a costar a Penguin m¨¢s de lo que nunca hab¨ªan pagado por libro alguno por esa clase de modificaciones. Pero, por alguna raz¨®n, estuvo de acuerdo en pagar. Los cambios entra?aban tambi¨¦n alargar el libro. Cuando preparaba aquella edici¨®n estaba bastante m¨¢s interesado en el anarquismo que antes y escrib¨ª un cap¨ªtulo especial dedicado a los colectivos anarquistas de la guerra, cap¨ªtulo que se conserva en las ediciones subsiguientes.
M¨¢s tarde, a mediados de los setenta, tuve oportunidad de hacer una edici¨®n de bolsillo y lo escrib¨ª de nuevo pr¨¢cticamente todo, aunque utilizando la vieja estructura tanto como pude. ?sa fue la base de la edici¨®n traducida de nuevo por Grijalbo al hacer una edici¨®n espa?ola despu¨¦s de morir Franco en 1975, la cual fue presentada en el Palacio de Congresos, aqu¨ª en Madrid, en octubre de 1976.
Creo que la publicaci¨®n de mi libro en 1976, al igual que la de otras obras prohibidas en los tiempos de Franco, como las de Jackson, T¨¦mime y Brou¨¦, Bolloten, al mismo tiempo que muchas memorias y otros testimonios de la guerra y de la Rep¨²blica, fue beneficioso para la transici¨®n pol¨ªtica. La gente pod¨ªa empezar a comprender qu¨¦ hab¨ªa ido mal en los a?os treinta y qu¨¦ bien, y actuar en consecuencia en los nuevos tiempos. Creo que nuestros libros ayudaron un poco a construir este altar de la cordialidad, que fue tan importante para garantizar el ¨¦xito del experimento democr¨¢tico real abordado en 1975 con tanta gallard¨ªa y tanta inteligencia por el Rey Juan Carlos. (...)
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.