Kabul, 1974
En l974 viaj¨¦ a Kabul con Pau Maragall -el malogrado Pau Maragall-, Ana Briongos, Miguel Briongos y Joan M¨ªguez. Junto a Mart¨ª Capdevila, Ana es quien m¨¢s sabe en Catalu?a sobre el Afganist¨¢n de aquellos a?os, y por aquel entonces era amiga de Walid, hijo del primo del rey Zahir Shah, el mismo que ahora vemos en las fotograf¨ªas, exiliado en Roma.
Kabul era toda de adobe, pero ten¨ªa su encanto. Y en medio de aquel conjunto marr¨®n y gris, la casa de la familia de Walid sobresal¨ªa por su estilo: estaba construida en estilo Bauhaus, porque su propietario, arquitecto, hab¨ªa estudiado en Viena en l929. Todo esto resultaba un poco surrealista, pero tambi¨¦n lo era el que un criado nos trajera zumos de grosella a la piscina,un signo de lujo evidente, mientras que los ba?os de la casa eran tan primarios y mugrientos como los de cualquier bar de mala muerte de Barcelona. S¨ª, las mujeres iban con burka (creo que entonces lo llam¨¢bamos chadri) y ello nos sorprendi¨®, pero tambi¨¦n recuerdo que no nos escandaliz¨®: todo era distinto all¨¢, y ellas hac¨ªan la vida especialmente en su hogar, en donde iban con la cara descubierta. Las mir¨¢bamos como un ingl¨¦s deb¨ªa de mirar a las campesinas espa?olas de los a?os treinta,todas vestidas de negro, seguramente t¨ªmidas y esquivas con lo desconocido. Y como en la atrasada Espa?a de hace 70 a?os, s¨®lo una peque?¨ªsima minor¨ªa culta y adinerada estudiaba. Sin embargo, nadie prohib¨ªa a las mujeres pasear por la calle o ir al m¨¦dico, algo muy distinto de lo que luego sucedi¨® bajo el r¨¦gimen talib¨¢n.
'Una de las mujeres se levant¨®, como si yo le pareciera una mutante, y sigui¨® con su dedo mis cejas depiladas'
'Somos un pueblo que nunca se ha dejado invadir', te contaban s¨®lo llegar, y te dec¨ªan que cuando los alemanes quisieron construir un ferrocarril, colocaban los ra¨ªles durante el d¨ªa y los afganos los arrancaban por la noche. Se cuenta que durante una de las m¨²ltiples guerras que asolaron el pa¨ªs los afganos dejaron con vida a un ingl¨¦s y lo enviaron con un burro a Peshawar para que explicara los hechos. Esto da la medida de c¨®mo es el lugar: rec¨®ndito, fiero, con unas tribus todas iguales y todas diferentes a la vez, sali¨¦ndose siempre con la suya. Y pidiendo siempre dinero al extranjero (entonces era al turista, ahora al reportero, y si ven la pel¨ªcula Kandahar, ver¨¢n otros ejemplos). Detras de nosotros vinieron los rusos, y recuerdo muy bien que conocimos a un funcionario de museo formado en Rusia y que comprendimos que Mosc¨² era entonces -hablo de l974- para un estudiante afgano como Nueva York para un occidental: significaba el progreso, la educaci¨®n, lo laico.
Fuimos al desierto, con los n¨®madas. All¨¢ las mujeres iban con la cara destapada y unos maravillosos vestidos de todos colores. Iban cubiertas de magn¨ªficas joyas de plata, pero todas nos ped¨ªan repetidamente: '?Nivea!, ?Nivea!', y tambi¨¦n aspirinas. Ana y yo pudimos entrar en la tienda de las mujeres; los chicos pudieron visitar la de los hombres. Mataron un pollo en nuestro honor, un manjar que ellos saboreaban con suerte una vez al mes y que reservaban para los hu¨¦spedes ilustres: recuerden que con nosotros iba un familiar del rey y aquella tribu era tambien past¨²n. Entre sonrisas y un m¨¢s que rudimentario intercambio de frases sobrevino una acci¨®n que nunca olvidar¨¦: una de las mujeres se levant¨®, como si hubiera visto en m¨ª a una mutante, y sigui¨® con su dedo mis cejas depiladas. Era evidente que era la primera vez que las ve¨ªa, y yo deb¨ª de parecerle una marciana o un ser superior, como aquel espa?ol montado a caballo que tanto asombr¨® a los nativos en M¨¦xico.
Esto suced¨ªa no lejos de uno de los parajes m¨¢s bellos que esta vida me ha dado ver: los lagos colgantes de Bandi-a-mir, cuyas aguas turquesa chocan como uncristal contra el amarillo del desierto y que en invierno se congelan formando unas extra?as estalagmitas.
En cuanto al desierto... nunca ninguno de los otros desiertos que he visto en mi vida han sido comparables en belleza y en color al desierto afgano. Cuando m¨¢s tarde atraves¨¢bamos los campos, ¨¦stos recordaban aquellas im¨¢genes de las Muy ricas horas, del duque de Berry: hombres y mujeres faenando tranquilos, con una gran prestancia y dignidad, arm¨®nicamente colocados entre el verde en una suerte de composici¨®n natural.
Bastante m¨¢s all¨¢, Mazar-i-Chariff era una ciudad silenciosa, con una mezquita habitada por blancas palomas. Subimos a un mont¨ªculo arbolado y est¨¢bamos descansando de aquel calor agobiante cuando de repente llegaron dos ni?os a darnos conversaci¨®n. No ped¨ªan nada ni vend¨ªan nada, iban vestidos con el sobrio y elegante atuendo tradicional -los bombachos y una larga casaca, todo de algod¨®n- y entonces pens¨¦ que aquello era el tiempo detenido y quiz¨¢ incluso la felicidad.
El resto, ya lo saben. Aquel Afganist¨¢n pobr¨ªsimo, completamente medieval pero tambi¨¦n en cierta medida buc¨®lico, est¨¢ ahora sumido en la guerra y la destrucci¨®n.
El futuro es impredecible, pero retengo una frase le¨ªda el otro d¨ªa en El Mundo: entre las mujeres afganas que se manifestaron en Kabul sin velos para reivindicar su derecho a la educaci¨®n y al trabajo, algunas luc¨ªan 'cejas depiladas y maquillaje', adem¨¢s de llevar chaquetas de cuero. De ser cierto, ¨¦ste ser¨ªa un cambio fundamental, y los cambios en Afganist¨¢n pasan tambi¨¦n, como en todas partes, por la guerra de los sexos.
Victoria Combal¨ªa es cr¨ªtica de arte
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