Cuento (triste) de Navidad
En el portal de Bel¨¦n hay estrellas, sol y bombas. La aldea global se estremece en la noche con los alaridos de las sirenas y el pulular de los saqueadores. Los minaretes de las mezquitas recortan su silueta blanca en el rojo sangre del cielo. Las cruces extienden desesperadamente sus brazos de esperanza a trav¨¦s del mar. La ch¨¢chara de vida puebla las redes a¨²n libres de Internet. Miro de nuevo a la calculadora. Los guarismos verdes centellean en la pantalla de cristal l¨ªquido. Mi aldea tiene cien vecinos. Pero catorce de ellos se est¨¢n comiendo ocho de los diez pavos que criamos. Y casi todo el besugo y el cava y el turr¨®n y no digamos los mariscos. Aunque pensado ego¨ªstamente, casi mejor, porque si todos los vecinos comi¨¦ramos igual, nuestro lago se quedar¨ªa sin peces y tendr¨ªamos que volver a la pesca milagrosa. La pesca milagrosa de ahora es como llaman en Colombia a los secuestros que las bandas armadas practican al azar en las carreteras. Pesca de vidas, milagros de supervivencia. Algo dif¨ªcil para treinta de los cien vecinos del ?frica austral, que est¨¢n infectados con el virus del sida, uno de los jinetes del aquelarre de la pobreza, la droga y prostituci¨®n. Y si eres mujer, cuidado, susurra tus quejas. O te pegar¨¢n, como a una de cada cuatro espa?olas, o te matar¨¢n, como les ocurri¨® el a?o pasado a treinta y nueve de nuestras vecinas en esta urbanizaci¨®n llamada Espa?a.
Tengo que hablar, hablar con alguien. Esgrimo mi m¨®vil. Y recuerdo que m¨¢s de la mitad de los vecinos de mi aldea no han hecho o recibido en su vida una sola llamada de tel¨¦fono. ?Incomunicados? Si y no. Comunican con los suyos, con su entorno, con la naturaleza. Pero ?qu¨¦ naturaleza? Ya m¨¢s de la mitad de mi aldea vive en ¨¢reas urbanas y dentro de poco ser¨¢n dos tercios, y antes de no mucho, m¨¢s de tres cuartos. Megaciudades superpobladas de extensi¨®n infinita y servicios escasos, en donde respirar, beber agua, hacer sus necesidades, se convierte en una lucha cotidiana. Eso s¨ª, en los barrios ricos de mi aldea disfrutamos de la soledad acompa?ada de nuestras cabinas sonoras ambulantes, saboreando el placer radiof¨®nico de tertulias esclarecedoras mientras nuestros autom¨®viles se desperezan por la caravana multicolor de los atascos.
Necesito aire, salgo a pasear. A lo mejor encuentro a Papa Noel y me regala una aldea nueva. Pero es de noche y hay toque de queda en Buenos Aires, en Kandahar y en tantos otros barrios de mi aldea en que la violencia, a veces revancha, a veces justicia, a veces locura, se envuelve en el manto de las sombras para clavarnos el miedo en el coraz¨®n. As¨ª es que me encuentro solo, conmigo mismo. Y me digo que cualquier tiempo pasado fue peor. Al fin y al cabo, hasta hace menos de trescientos a?os (un instante en la historia de nuestra especie) la poblaci¨®n de nuestra aldea, tambi¨¦n en Europa, era peri¨®dicamente diezmada por las plagas, las hambrunas, las guerras y las cat¨¢strofes de una naturaleza m¨¢s hostil de lo que se imaginan los ecologistas ingenuos. Y ahora vivimos m¨¢s, mucho m¨¢s, que hace un siglo (casi el doble en Espa?a), gracias a la ciencia m¨¦dica, a la higiene p¨²blica y al cuidado hospitalario. Y sabemos mucho m¨¢s, tenemos mucha m¨¢s educaci¨®n y 70 de los 100 ni?os de nuestra aldea global van a la escuela. Y en los ¨²ltimos 10 a?os hemos puesto juntas todas nuestras econom¨ªas, hemos creado m¨¢s riqueza que en los 30 a?os anteriores y hemos visto c¨®mo mucha gente de barrios hasta ahora pobres empiezan a ser como los de mi barrio. Y hemos hecho maravillas de inventos tecnol¨®gicos, como Internet, como la capacidad de crear vida nueva por ingenier¨ªa gen¨¦tica y como la capacidad de entender lo que pasa en la aldea y contarlo a todo el mundo en el momento. Y cientos de millones de mujeres han sido capaces de decir basta a los patriarcas de turno. ?Entonces? ?No es simplemente una cuesti¨®n de tiempo el que este mundo feliz que estamos creando llegue a todos y empecemos la verdadera historia de la humanidad, la de crear y compartir sin destruccion, sin violencia, sin injusticia, sin corrupci¨®n, sin opresi¨®n, en armon¨ªa con la naturaleza? No podr¨ªamos vivir en una eterna Navidad sin que la simple menci¨®n de esta utop¨ªa provoque una mueca sarc¨¢stica? Sabemos que no, sabemos que cuanta m¨¢s riqueza hemos creado m¨¢s iniquidad se produce en su reparto; que cuanto m¨¢s sofisticado es nuestro sistema tecnol¨®gico m¨¢s gente se excluye mediante la ignorancia; que cuanto m¨¢s crece nuestra riqueza m¨¢s se destruye nuestro ecosistema; que cuanto m¨¢s diversa es nuestra cultura m¨¢s incapaces de comunicar son nuestras identidades; que cuanto m¨¢s se extiende la democracia m¨¢s se manipulan sus mecanismos, y que cuando acabamos con una forma de guerra descubrimos otra m¨¢s insidiosa.
De repente, la estrella rutilante se detiene en el horizonte y lo veo todo claro: es una Navidad triste porque ha llegado la Navidad. Porque sabemos tanto, queremos tanto, podemos tanto, sentimos tanto, tenemos tantas cosas en nuestras manos y en nuestra mente que realmente podr¨ªamos vivir en esa felicidad que nos deseamos burocr¨¢ticamente los unos a los otros unas horas al a?o, como quien masculla el buenos d¨ªas con el que empiezan las jornadas del no ser. Y, sin embargo, seguimos viviendo en la violencia sin remordimiento, en la competitividad sin cooperaci¨®n, en la insolidaridad sin vuelta de hoja, en la incomunicaci¨®n unilateral. Y all¨¢ los curas, los ayatoll¨¢s o las ONGs de bienpesantes con sus monsergas morales. La Navidad se hel¨® en nuestros corazones hace tanto tiempo que s¨®lo podemos sentirla en los ojos de nuestros ni?os, sabiendo que es eso, cosa de ni?os, que alg¨²n d¨ªa ser¨¢n tan glaciales como nosotros y empu?ar¨¢n el kalashnikov para comunicar por Internet la devaluaci¨®n de nuestras vidas.
Manuel Castells es miembro del consejo asesor del secretario general de Naciones Unidas sobre tecnolog¨ªa de informaci¨®n y desarrollo global.
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