Baile de m¨¢scaras
Hace muchos mucho a?os, cuando exist¨ªa de verdad el tiempo, al llegar los d¨ªas oscuros quedaba siempre la esperanza del retorno de la luz. Para hacerlo realidad, los humanos se disfrazaban de animales o de ¨¢rboles y danzaban fren¨¦ticamente, dando al sol la energ¨ªa que parec¨ªa estar necesitando y d¨¢ndose a s¨ª mismos el ¨¢nimo de seguir esperando.
Ahora, como entonces, las oscuridades en la tierra y en las almas siguen estando muy ligadas. Entre el tiempo de tristeza y el de lo di¨¢fano y luminoso, la persona misma ha de estar dispuesta a cambiar de identidad. El carnaval, por eso, me parece maravilloso. Una ¨¦poca para sacar al exterior lo que se lleva oculto -la humilde esperanza de aquel tango- y amplificarlo exageradamente como si ya fu¨¦semos felices. Desordenar las cosas, ponerlo todo patas arriba y gastar en festejos lo que a¨²n no tenemos. Ah, y burlarnos de los pedantes instalados en el poder, anticipando en la broma la posibilidad de su sustituci¨®n.
Aqu¨ª no hay juego. Qu¨¦ pa¨ªs ¨¦ste, donde se pasa del carnaval a la muerte en un santiam¨¦n
En carnaval imponemos nuestra voluntad de ser libres y felices. Yo intento vivir este tiempo loco cada semana. Casi siempre empiezo esta cr¨®nica en carnaval pero, a menudo y a mi pesar, la termino en cuaresma. Es que Do?a Cuaresma acaba siempre ganando a Don Carnal, pero no por una especie de destino tr¨¢gico, sino porque a¨²n es pronto para el triunfo de la luz. Porque la voluntad sola no logra imponerse de manera duradera; faltan las dichosas condiciones objetivas. Es cuando se dice: 'Fue hermoso mientras dur¨®'. O mejor: 'Ya llegar¨¢ el verano'.
En la lucha por sobrevivir aprendieron pronto nuestros antepasados a disfrazarse y camuflar sus madrigueras. Hoy seguimos haci¨¦ndolo cuando sentimos que se acerca el bombardeo. Pero el carnaval es otra cosa. Es tiempo de desenmascaramiento tanto como de enmascaramiento.
La m¨¢scara de carnaval es un esp¨ªritu que necesita de un cuerpo vivo para cobrar vida. Y como tal esp¨ªritu, no se trata nunca de algo externo a quien se la pone. Tanto si me disfrazo de hada como de bruja puedo estar segura de que el esp¨ªritu de la m¨¢scara ya formaba desde antes parte de m¨ª misma. Y seguir¨¢ formando parte de m¨ª despu¨¦s de que me haya quitado el disfraz. Al ponerme una m¨¢scara, por consiguiente, no estoy ocult¨¢ndome, sino mostrando a mis amigos qui¨¦n soy tambi¨¦n: esa Ainhoa que a diario no ven. No les enga?o m¨¢s de lo que quieran dejarse enga?ar en este juego.
A los ni?os les fascinan sobre todo las m¨¢scaras terror¨ªficas, como la que ilustra estas l¨ªneas. Puesto que el terror forma parte de nosotros desde el momento en que nos depositan en el mundo colgados por los pies, sentir miedo sin que luego pase nada es un juego estupendo. Pero un ni?o que se asusta ante una m¨¢scara suele querer inmediatamente pon¨¦rsela ¨¦l mismo para sentir el poder de asustar a los dem¨¢s. Sobre todo a los adultos que, de inmediato, se ponen a hacer aspavientos de terror ante ¨¦l. Entonces el ni?o se quita la m¨¢scara entre carcajadas y el juego vuelve a comenzar.
No es muy distinto el mecanismo mental que lleva a algunos adolescentes a desfilar encapuchados por las calles de nuestros barrios y pueblos. Es casi el mismo impulso que llevaba por estas fechas a los j¨®venes de la Roma precristiana a desfilar provocativamente desnudos, d¨¢ndose al exceso y la violencia. Hasta que el obispo Gelasio sustituy¨® aquellas fiestas transgresoras por la horterada de los Valentines. Pero volviendo a nuestros j¨®venes encapuchados; as¨ª como el ni?o que asusta al adulto se quita en seguida la careta para compartir con ¨¦l la diversi¨®n, el adolescente disfrazado de asesino se revuelve contra su vecina para increparle: 'Vieja, ap¨¢rtate o te mato'.
Aqu¨ª no hay juego. La careta ya no es de quita y pon. Su esp¨ªritu malvado se ha apoderado del adolescente y no le soltar¨¢. Le conducir¨¢ inexorable a su destino, que no es otro que la c¨¢rcel o la muerte. Antes, probablemente, habr¨¢ dejado alguna familia desecha. Y, con seguridad, la suya propia.
Qu¨¦ pa¨ªs ¨¦ste, donde se pasa del carnaval a la muerte en un santiam¨¦n. Donde nos pasamos todo el a?o disfraz¨¢ndonos de vasquitos y neskitas euskaldunes metidos en nuestra cajita policromada para que puedan comernos mejor. Y ni siquiera en carnaval nos permitimos re¨ªrnos de nosotros mismos.
Cu¨¢nto necesitamos un carnaval en que nos burlemos de eso tan sagrado e innombrable que nos tiene hechizados con el tiempo detenido, encerrados en la torre, rodeados de una mara?a impenetrable y vigilados por un drag¨®n que escupe fuego.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.