Vocaci¨®n
Cuenta el neur¨®logo Oliver Sacks, en sus memorias, la intensa emoci¨®n que sinti¨® al descubrir a los doce a?os de edad la tabla peri¨®dica de los elementos qu¨ªmicos. Que la inmensidad del mundo pudiera reducirse a un discreto conjunto de cuerpos simples, los cuales, como los trebejos del ajedrez, permit¨ªan tal cantidad de combinaciones como para formar esa desmesurada diversidad que llamamos 'naturaleza', marc¨® su vida entera. Comprendi¨® en un chispazo que la apariencia ca¨®tica y fr¨¢gil de la vida ten¨ªa un sustento secreto, duradero y cognoscible. Quiz¨¢s la tabla de Mendeleiev era una fantas¨ªa optimista o un mero consuelo, un modo de sostenernos los humanos tirando hacia arriba de nuestro propio cabello, pero los nombres de aquella tabla, Litio, Sodio, Potasio..., estaban cargados con la potencia que en otro tiempo tuvieron los dioses para ayudarnos a soportar el miedo y el dolor.
Tambi¨¦n yo recuerdo mi chispazo infantil de comprensi¨®n. Fue un d¨ªa de verano, tras una lluvia breve, cuando vi en un matorral y punteada con min¨²sculas gotas, la tela de una ara?a epeira. Estaba en el centro de la red, el lomo esmaltado con una cruz, y se balanceaba suavemente. Las gotas centelleaban y temblaban. Era yo un ni?o influido por los c¨®mics y Walt Disney, de modo que ten¨ªa a las ara?as por monstruos bebedores de sangre, pero aquella conjunci¨®n de geometr¨ªa, crueldad y esplendor me pareci¨® sagrada y quise formar parte de ella.
As¨ª como Sacks intuy¨® la capacidad de la mente para hacer del caos un mundo, y se dedic¨® a explorar cerebros, yo intu¨ª, seguramente, la imposibilidad del mal y la necesidad de que incluso lo m¨¢s espantoso cupiera en un relato veros¨ªmil, quiz¨¢s en el discreto ¨¢mbito de un poema, o en artefactos sin otra finalidad que afirmar la vida, una parte de la cual es, en efecto, espantosa.
Es posible que todos conozcamos, en alg¨²n momento de nuestra infancia, esa iluminaci¨®n s¨²bita que determina para siempre un modo de entender y soportar nuestra min¨²scula presencia en el cosmos, y que sostiene la terca afirmaci¨®n de nuestra dudosa victoria sobre la nada. Pero es una luz que no vemos, por tenerla siempre ante los ojos.
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