Regreso a la matanza de Qala-i-Janghi
La sangrienta represi¨®n de la revuelta del 24 de noviembre en una fortaleza afgana pone en tela de juicio a la CIA y al Ej¨¦rcito de EE UU
Perros vagabundos hurgan en el vientre de los caballos muertos; una yegua enloquecida relincha de dolor renqueando sobre tres patas, con el casco posterior derecho arrancado; un tanque de la Alianza del Norte avanza por el patio aplastando los cuerpos de los talibanes vencidos; cientos de muertos a¨²n tienen los codos atados a la espalda; un herido gime, un soldado se acerca y le aplasta la cabeza con una piedra; otro, con una tenaza, arranca un diente de oro a un cad¨¢ver; delante de una casa rosa, bajo un emparrado, el cuerpo de un hombre de la CIA est¨¢ cubierto por el cad¨¢ver de un talib¨¢n-bomba; entre los dos hombres, una granada a punto de estallar, sin la anilla; al fondo de una escalera subterr¨¢nea ennegrecida por un incendio, sobre un metro de agua sucia, flotan los cad¨¢veres de los insurrectos, ¨¢rabes y otros extranjeros, en medio de un olor a putrefacci¨®n; fuera, un combatiente con zapatos de goma despoja a un muerto de sus zapatillas nuevas, las lava con agua turbia en un r¨ªo y se las pone, satisfecho. El caos. Hombres y caballos mezclados, destripados, cabezas y miembros arrancados, esparcidos. La muerte y el caos.
El mot¨ªn talib¨¢n dur¨® una semana y termin¨® igual que empez¨®: con una rendici¨®n
'Todo lo que nos rodeaba era confusi¨®n, derrota. Los presos se adue?aban de las armas'
El patio sur estaba cubierto de cad¨¢veres de talibanes, convertidos en paquetes de ropa sucia
Entre la bruma de una ma?ana de noviembre afgana, los primeros testigos que penetraron en el amplio patio sur de la fortaleza descubrieron el resultado del mot¨ªn de Qala-i-Janghi (ciudadela de la guerra). A¨²n hoy se camina sobre una alfombra de casquillos, granadas de mano, obuses de mortero, cohetes antitanque y municiones, adelantando el pie con recelo, casi sin aliento, sobre el m¨ªnimo espacio libre, igual que un gato apoya sus patas entre los charcos de agua. Las bombas estadounidenses volaron y calcinaron camiones, jeeps y veh¨ªculos todoterreno. Los grandes pinos del parque tienen el follaje destrozado, las ramas rotas, el tronco agujereado por la metralla. No es m¨¢s que un jard¨ªn muerto, con los muros ennegrecidos, casamatas acribilladas por los impactos, chatarra retorcida, montones de piedras y vigas. Un lugar machacado donde no hay ni 20 cent¨ªmetros sin cicatrices.
Qala-i-Janghi era un palacio edificado hacia 1885, una ciudadela de adobe, ladrillo crudo y barro ocre, un rect¨¢ngulo de medio kil¨®metro de largo, con dos inmensos patios al norte y al sur, y torres de vig¨ªa, con una doble muralla y almenas que dominan, a 20 metros de altura, el desierto a las afueras de Mazar-i-Sharif. Un formidable mot¨ªn y su feroz represi¨®n, mezcla de oscuridad medieval y tecnolog¨ªa futura, han hecho de esta fortaleza hist¨®rica la batalla m¨¢s larga, la mayor matanza de la guerra de Afganist¨¢n. Dur¨® toda una semana, y termin¨® igual que empez¨®: con una rendici¨®n.
'Con mis hombres, he capturado a talibanes y combatientes de Al Qaeda que normalmente luchan hasta la muerte. Los llevo, vivos, a la gente del general [Abdul Rachid] Dostum. ?Y todo termina con una enorme carnicer¨ªa! Qu¨¦ desastre, qu¨¦ verg¨¹enza para todos nosotros...'. Shamsulhaqk Naseri es past¨²n, se?or de Balkh, con los ojos negros y la mirada sincera, alto y esbelto, noble, coronado con un turbante gris plata. Y sus manos de firmes dedos tiemblan de indignaci¨®n. Mucho antes del 11 de septiembre ya estaba en contacto con el consulado estadounidense, que intentaba desestabilizar a los talibanes. De d¨ªa sus agentes localizaban el emplazamiento exacto de las fuerzas de Al Qaeda; por la tarde, los observadores transmit¨ªan las informaciones al extranjero; por la noche, los misiles estadounidenses teledirigidos atacaban el objetivo con una precisi¨®n asombrosa. Cuando Mazar-i Sharif, la capital del Norte, se tambaleaba bajo los golpes, Shamsulhaqk lanz¨® a sus tropas al asalto, acos¨® a los talibanes, les rob¨® 40 veh¨ªculos, mat¨® o captur¨® a 200. 'El 9 de noviembre, a las 21.00, llam¨¦ a Dostum para decirle que la ciudad estaba libre. Entonces me pidi¨® que arreglara el problema de Kunduz. De forma pac¨ªfica'.
?Kunduz! No era una ciudad, sino un fuerte a 150 kil¨®metros de Mazar-i Sharif, cerrado por 8.000 o 10.000 talibanes, y sobre todo 2.000 militantes de Al-Qaeda, combatientes isl¨¢micos ¨¢rabes -saud¨ªes, egipcios, yemen¨ªes...-, paquistan¨ªes, uzbecos o chechenos. Los hombres de Bin Laden eran poderosos, arrogantes, brutales. Para los afganos, siguen siendo hombres de otro lugar, con los que lleg¨® la desgracia. Lo sab¨ªan y s¨®lo so?aban con morir en Kunduz, ¨²ltimo Stalingrado antes del para¨ªso de los m¨¢rtires. ?De forma pac¨ªfica dijo Dostum?. Entonces, hab¨ªa que negociar. Aqu¨ª todos se conocen, vencedores y vencidos, verdugos y v¨ªctimas. Shamsulhaqk tiene un t¨ªo, Amir Jan, comandante past¨²n, ex talib¨¢n, unido por convicci¨®n -caso raro- a la Alianza del Norte. Se puso en contacto, en Kunduz, con el jefe del Estado Mayor talib¨¢n, el cl¨¦rigo Fazil. Unos d¨ªas despu¨¦s, en Qala-i-Janghi, que a¨²n era una hermosa ciudadela, se celebr¨® una reuni¨®n entre el mul¨¢ Fazil, Dostum y los jefes de los dos principales movimientos de oposici¨®n, el general Ostad Atta Mohamed y Mohamed Mohaqiq. Negociando sobre la misma alfombra estaba tambi¨¦n un hombre corpulento, alto y p¨¢lido, con la barba corta, el jefe de las fuerzas especiales estadounidenses en Mazar-i-Sharif. Dostum prometi¨®: el cl¨¦rigo Fazil y los jefes talibanes estar¨ªan autorizados a seguir hacia Herat, puerta hacia Ir¨¢n, o Kandahar. En cuanto a los extranjeros de Al Qaeda, ser¨ªan entregados a los estadounidenses. '?Y si no aceptan?', aventur¨® el cl¨¦rigo Fazil. En otro tiempo se ten¨ªa a Dostum el uzbeco por un carnicero capaz de saquear una ciudad o pasar a sus propios soldados indisciplinados bajo las ruedas de un tanque. '?Al Qaeda? Tambi¨¦n a ellos se les dejar¨¢ pasar...', concedi¨® Dostum. Nadie aclar¨® que les detendr¨ªan y les desarmar¨ªan. Este contrato, hecho de promesas y medias verdades, dio pie a la masacre de Qala-i-Janghi.
Mazar-i-Sharif cay¨® el 9 de noviembre, Kabul se entreg¨® sin resistencia el 13 de noviembre y Kunduz la rebelde termin¨® por sucumbir. El 24 de noviembre, el cl¨¦rigo Fazil, enloquecido, llam¨® a Amir Jan: 'Un millar de extranjeros armados han tomado el camino a Mazar-i-Sharif. Sin informarme. He atrapado a unos cientos. Me quedan 600, que parecen marchar directos hacia usted'. Volaban. Ya estaban a las puertas del desierto de Mazar-i-Sharif, armados hasta los dientes, duros, hostiles, vencidos, pero indemnes y ¨¢vidos de revancha. Eran dinamita.
Los extranjeros s¨®lo aceptaban entregarse a Amir Jan, ex talib¨¢n, past¨²n y hombre de honor. Un comandante de Al Qaeda amenaz¨®: '?No quiero verle la cara a ning¨²n estadounidense!'. 'Hay que desarmarlos completamente', previno Amir Jan. Los soldados uzbecos de Dostum empezaron a registrar los cuerpos. ?ste escond¨ªa una pistola en los ri?ones y una tarjeta de cr¨¦dito en el cintur¨®n; aqu¨¦l una granada en los calzoncillos y una tarjeta de oficial superior paquistan¨ª, y siempre, hermosos fajos de d¨®lares... ?Todo ese dinero! Los soldados uzbecos, con los ojos desorbitados, refunfu?aban al entregarlo a sus superiores. Todav¨ªa quedaba por registrar el equivalente a dos camiones, ca¨ªa la noche en pleno Ramad¨¢n y el oficial responsable ten¨ªa una horrible gripe. Se fue. Acabar¨ªan el registro m¨¢s tarde, en un lugar seguro, para repartirse el dinero entre los soldados. Cuando explot¨® la primera granada comprendieron, demasiado tarde, el terrible error.
?D¨®nde llevar a los detenidos? El general Dostum hab¨ªa previsto que al aeropuerto de Mazar-i-Sharif. Los estadounidenses lo rechazaron: 'Necesitamos un aer¨®dromo seguro'. Quedaba Qala-i-Janghi, ideado para repeler a los caballeros t¨¢rtaros o acoger establos, no prisioneros fan¨¢ticos. Un nuevo error. Nada m¨¢s llegar, el jefe de seguridad, Nader Al¨ª, y un comandante hazara, Sayed Asedul¨¢ Masrur, comenzaron el registro. Un detenido quit¨® la anilla a su granada... Tres muertos. Los extranjeros estaban todos encerrados en un s¨®tano del patio sur. Por la noche, varios combatientes saltaron por los aires con sus granadas. Entre estos combatientes decididos al sacrificio hab¨ªa un converso, Abdul Hamid, de 20 a?os, rudo y con ojos febriles. Su verdadero nombre es John Philip Walker, nacido en Maryland, criado en California, cerca de San Francisco, en una familia blanca, cat¨®lica, sin complicaciones. El domingo, 'de buena ma?ana, los hombres de la Alianza del Norte nos hicieron salir, uno a uno, at¨¢ndonos las manos y golpeando a algunos', cont¨® John. 'Algunos combatientes lloraban, cre¨ªan que nos iban a matar. Yo vi a dos estadounidenses all¨ª, filmaban y hac¨ªan fotos'. Esos dos estadounidenses eran miembros de la CIA. El primero, Dave, un coloso barbudo, hablaba uzbeco, farsi y ruso, pero ten¨ªa un corte de pelo t¨ªpicamente americano y llevaba una 9 mil¨ªmetros en el muslo. El segundo, Mike Spann -John Michael Spann-, de 32 a?os, bigote negro y vaqueros, volv¨ªa sus hombros musculosos: llevaba a la espalda un AK-47. Un v¨ªdeo muestra el interrogatorio del talib¨¢n John Walker, sucio, de rodillas en el patio, los codos atados a la espalda. Los hombres de la CIA no sab¨ªan que estaban interrogando... a otro estadounidense.
Eran las 11 de la ma?ana. A 300 metros de ah¨ª, Simon Brooks, miembro del Comit¨¦ Internacional de la Cruz Roja (CICR), ten¨ªa una cita con el general Fawzi, comandante de la ciudadela, para hablar sobre la suerte de los prisioneros. La guerra en Afganist¨¢n se clasific¨® como 'conflicto interno con participaci¨®n extranjera' y un p¨¢rrafo de la Convenci¨®n de Ginebra precisa las condiciones de la detenci¨®n. La reuni¨®n comenz¨® a las 11.25: 'De pronto, o¨ªmos disparos de armas autom¨¢ticas', cuenta Brooks. En el patio sur, la insurrecci¨®n estall¨® ante los ojos de un oficial, Mohamed Daud. En menos de un minuto. Y en tres tiempos.
Primero, dos talibanes surgidos del subterr¨¢neo de la casa rosa con granadas de mano las arrojaron sobre los dos centinelas gritando: '?Al¨¢ u akbar!', y se adue?aron de las armas de los soldados heridos. Despu¨¦s, Mike Spann quiso abrir fuego con su AK-47. Pero un talib¨¢n herido sentado en el suelo se abalanz¨® sobre ¨¦l y le inmoviliz¨® hasta que otro talib¨¢n abati¨® a Mike a quemarropa. Al final, Dave, que desenfund¨® su 9 mil¨ªmetros, vaci¨® su cargador, mat¨® a dos talibanes, luch¨® con las manos desnudas y consigui¨® correr hasta el patio norte. 'Todo lo que nos rodeaba era confusi¨®n, derrota. Los prisioneros talibanes se adue?aban de las armas de los guardianes, que hu¨ªan', dice un testigo.
Al otro lado de la ciudadela, Simon Brooks, del CICR, encontr¨® refugio bajo el techo de la torre norte. Un equipo de la televisi¨®n alemana lleg¨® hasta ¨¦l y vio llegar a Dave, el hombre de la CIA, agotado y l¨ªvido: 'Me dijo que la situaci¨®n era muy mala, que los prisioneros hab¨ªan cogido una veintena de armas y que hab¨ªa que irse de all¨ª'. ?C¨®mo? ?Saltando desde lo alto de unas murallas de 20 metros? Imposible. Por otra parte, los combatientes les pusieron sobre aviso: 'Minas... ?Atenci¨®n a las minas!'. Atrapados. Simon Brooks se acerc¨® a Dave, de rodillas; sus labios salmodian una oraci¨®n: el superviviente de la CIA daba gracias a su Dios. Despu¨¦s utiliz¨® el tel¨¦fono v¨ªa sat¨¦lite del equipo de televisi¨®n alem¨¢n para hacer una llamada de socorro: '?Deprisa! Hemos perdido el control de la situaci¨®n'. En el patio sur, los talibanes eran los amos del lugar. Al alcance de la mano ten¨ªan un gran caser¨®n, lleno hasta el techo de morteros, granadas, Kal¨¢shnikovs... con los que tomar Mazar-i-Sharif. ?La armer¨ªa de la ciudadela! Ellos la conoc¨ªan bien, pues hab¨ªan dirigido el lugar hasta su derrota.
A las 13.30, los combates causaban estragos. Los talibanes intentaron alcanzar la puerta principal, los hombres de Fawzi, aumentados por los refuerzos, disparaban a todo lo que se mov¨ªa desde lo alto y un Land Rover blanco cargado con SAS brit¨¢nicos, con vaqueros, jersey y sombrero afgano en la cabeza, lleg¨® al pie de la muralla: '?Alguien habla ingl¨¦s?'. Simon Brooks, que hab¨ªa conseguido dejar la torre norte por un sitio seguro, y un periodista de Time, Alex Perry, que estaban presentes, son testigos. '?Qu¨¦ ocurre?'. Las Fuerzas Especiales estadounidenses, con gafas de sol, gorra de b¨¦isbol y M-4 cortos autom¨¢ticos, llegaron poco despu¨¦s en una peque?a furgoneta. Conferencia t¨¢ctica entre expertos y jefes de la Alianza del Norte. 'Quiero un tel¨¦fono v¨ªa sat¨¦lite y municiones dirigidas', dijo el comandante estadounidense por radio. 'D¨ªgales que hay seis o siete edificios en fila en la parte sureste. Si pueden atacar ah¨ª, podr¨ªan matar a un buen pu?ado de esos hijos de puta'. Un hombre de las fuerzas especiales consigui¨® hablar con Dave por radio: 'Mierda, mierda y mierda. OK... Aguanta, colega. Vamos a ir a buscarte'.
A las 15.00, el equipo del CICR oy¨® acercarse los aviones. Un misil apareci¨® en el cielo, un enorme ruido de aire desgarrado, un violento resplandor sobre un edificio. Todo el mundo se ech¨® al suelo. A las 16.05, la onda expansiva cort¨® la respiraci¨®n a los espectadores, la metralla silbaba por encima de las cabezas y los soldados de la Alianza del Norte aplaud¨ªan; el objetivo hab¨ªa sido destruido. A los tres minutos, un nuevo resplandor: otros seis misiles dieron en el patio sur. Desde las las murallas, los soldados uzbecos vaciaban sus cargadores.
En la ma?ana del lunes, la r¨¦plica de los talibanes segu¨ªa siendo incre¨ªblemente intensa. Hacia las 10.00, los estadounidenses decidieron dar un golpe decisivo. Se instal¨® un cuartel general en la cima de la torre noreste, donde estaban reunidos el general Fawzi, miembros de las fuerzas especiales estadounidenses y las SAS brit¨¢nicas. Desde lo alto de esta torre, un tanque de 30 toneladas machacaba met¨®dicamente el patio sur. '?Pam! Uno m¨¢s. De lleno en la nariz', comprobaba el artillero uzbeco. Ahora hab¨ªa que destruir, por medio de la aviaci¨®n, la armer¨ªa talib¨¢n. Esa bomba iba ser diez veces m¨¢s potente que las dem¨¢s. En el exterior de las murallas, una unidad de la 10? Divisi¨®n Montada observaba. La radio del piloto del bombardero advirti¨® a la gente de la torre noreste: '?Atenci¨®n! Est¨¢n demasiado cerca del objetivo. A s¨®lo 100 metros'. Respuesta: 'Tenemos que estar ah¨ª para iluminar el blanco con el l¨¢ser'. Silencio. El piloto: 'Vamos a lanzar'.
Un c¨¢mara franc¨¦s, Damien Degueldre, film¨® la escena. Una terrible explosi¨®n golpe¨® la ciudadela... ?en el sitio equivocado! En el exterior de las murallas, un superior afgano gritaba: 'Oh, no. ?Ah¨ª no! Es un error. ?Han atacado su propia posici¨®n! ?D¨®nde est¨¢ su comandante? Pare el bombardeo... ?Pare todo!'. Un momento antes, el general Fawzi estaba sentado en un puesto de la torre con su transmisor-receptor en la mano. 'Se me ha ca¨ªdo la pared encima'. Se palpa los costados, todav¨ªa doloridos: 'Hoy no entiendo nada. Me duele la cabeza. Mi transmisor-receptor se ha volatilizado. Pero vivo. Es un milagro'. Otros tuvieron menos suerte: unos 30 soldados muertos y unos 50 heridos, cinco estadounidenses gravemente heridos y varios SAS brit¨¢nicos a los que se llevaron. Los supervivientes sal¨ªan renqueando, tosiendo y escupiendo polvo. La torre de 20 metros era s¨®lo un agujero. Y el carro de 30 toneladas dio la vuelta y sali¨® proyectado por encima de los cascotes. Otro tr¨¢gico error. Se decidi¨® poner fin a los bombardeos. Por la noche, un avi¨®n AC-130 sembr¨® la muerte haciendo rondas regulares por encima del patio. Cuando el arsenal explot¨® hubo un inmenso fuego de artificio que ilumin¨® el campo hasta Mazar-i-Sharif.
El martes, un tanque de la Alianza del Norte limpi¨® hasta el m¨¢s m¨ªnimo escondrijo con el ca?¨®n. El mi¨¦rcoles, el patio sur estaba cubierto de cuerpos de talibanes, transformados por las bombas en paquetes de ropa sucia. En cuatro d¨ªas el CICR reuni¨® 273 cad¨¢veres imposibles de identificar. Se envi¨® a cinco obreros a limpiar la escalera subterr¨¢nea. Uno de ellos no volvi¨®, otros dos salieron ensangrentados, heridos de bala, y los ¨²ltimos gritaban que hab¨ªa... m¨¢s talibanes en los subterr¨¢neos. ?Y llevaban cinco d¨ªas luchando! Las fuerzas especiales aconsejaron inundar la escalera de carburante y prenderle fuego. Acabaron inundando el subsuelo desviando el agua helada de un riachuelo. Abajo, los talibanes heridos que no pod¨ªan levantarse murieron ahogados. Durante toda una noche, el agua helada paraliz¨® las piernas y los cuerpos doloridos, agotados, hambrientos.
La ma?ana del s¨¢bado 1 de diciembre, tras una semana de combates, los supervivientes se rindieron. Se vio surgir de la sombra del subterr¨¢neo a 86 muertos vivientes. Rudos, apestosos, terriblemente delgados, llevando a un herido, caminaban cojeando, desangr¨¢ndose, gimiendo de dolor.
Cuando estall¨® el mot¨ªn, los soldados de la Alianza del Norte detuvieron todos los transportes que se dirig¨ªan a la ciudadela de Qala-i-Janghi. Y en la carretera que lleva a Mazar-i-Sharif, unos testigos descubrieron contenedores olvidados bajo el sol y llenos de cientos de prisioneros muertos de sed y de asfixia. Algunos contenedores a¨²n ten¨ªan huellas de r¨¢fagas de balas, peque?os agujeros para el aire que sus guardianes hab¨ªan consentido hacer en la tela justo antes de abandonarlos en el desierto afgano.
? Le Nouvel ObservateurPerros vagabundos hurgan en el vientre de los caballos muertos; una yegua enloquecida relincha de dolor renqueando sobre tres patas, con el casco posterior derecho arrancado; un tanque de la Alianza del Norte avanza por el patio aplastando los cuerpos de los talibanes vencidos; cientos de muertos a¨²n tienen los codos atados a la espalda; un herido gime, un soldado se acerca y le aplasta la cabeza con una piedra; otro, con una tenaza, arranca un diente de oro a un cad¨¢ver; delante de una casa rosa, bajo un emparrado, el cuerpo de un hombre de la CIA est¨¢ cubierto por el cad¨¢ver de un talib¨¢n-bomba; entre los dos hombres, una granada a punto de estallar, sin la anilla; al fondo de una escalera subterr¨¢nea ennegrecida por un incendio, sobre un metro de agua sucia, flotan los cad¨¢veres de los insurrectos, ¨¢rabes y otros extranjeros, en medio de un olor a putrefacci¨®n; fuera, un combatiente con zapatos de goma despoja a un muerto de sus zapatillas nuevas, las lava con agua turbia en un r¨ªo y se las pone, satisfecho. El caos. Hombres y caballos mezclados, destripados, cabezas y miembros arrancados, esparcidos. La muerte y el caos.
Entre la bruma de una ma?ana de noviembre afgana, los primeros testigos que penetraron en el amplio patio sur de la fortaleza descubrieron el resultado del mot¨ªn de Qala-i-Janghi (ciudadela de la guerra). A¨²n hoy se camina sobre una alfombra de casquillos, granadas de mano, obuses de mortero, cohetes antitanque y municiones, adelantando el pie con recelo, casi sin aliento, sobre el m¨ªnimo espacio libre, igual que un gato apoya sus patas entre los charcos de agua. Las bombas estadounidenses volaron y calcinaron camiones, jeeps y veh¨ªculos todoterreno. Los grandes pinos del parque tienen el follaje destrozado, las ramas rotas, el tronco agujereado por la metralla. No es m¨¢s que un jard¨ªn muerto, con los muros ennegrecidos, casamatas acribilladas por los impactos, chatarra retorcida, montones de piedras y vigas. Un lugar machacado donde no hay ni 20 cent¨ªmetros sin cicatrices.
Qala-i-Janghi era un palacio edificado hacia 1885, una ciudadela de adobe, ladrillo crudo y barro ocre, un rect¨¢ngulo de medio kil¨®metro de largo, con dos inmensos patios al norte y al sur, y torres de vig¨ªa, con una doble muralla y almenas que dominan, a 20 metros de altura, el desierto a las afueras de Mazar-i-Sharif. Un formidable mot¨ªn y su feroz represi¨®n, mezcla de oscuridad medieval y tecnolog¨ªa futura, han hecho de esta fortaleza hist¨®rica la batalla m¨¢s larga, la mayor matanza de la guerra de Afganist¨¢n. Dur¨® toda una semana, y termin¨® igual que empez¨®: con una rendici¨®n.
'Con mis hombres, he capturado a talibanes y combatientes de Al Qaeda que normalmente luchan hasta la muerte. Los llevo, vivos, a la gente del general [Abdul Rachid] Dostum. ?Y todo termina con una enorme carnicer¨ªa! Qu¨¦ desastre, qu¨¦ verg¨¹enza para todos nosotros...'. Shamsulhaqk Naseri es past¨²n, se?or de Balkh, con los ojos negros y la mirada sincera, alto y esbelto, noble, coronado con un turbante gris plata. Y sus manos de firmes dedos tiemblan de indignaci¨®n. Mucho antes del 11 de septiembre ya estaba en contacto con el consulado estadounidense, que intentaba desestabilizar a los talibanes. De d¨ªa sus agentes localizaban el emplazamiento exacto de las fuerzas de Al Qaeda; por la tarde, los observadores transmit¨ªan las informaciones al extranjero; por la noche, los misiles estadounidenses teledirigidos atacaban el objetivo con una precisi¨®n asombrosa. Cuando Mazar-i Sharif, la capital del Norte, se tambaleaba bajo los golpes, Shamsulhaqk lanz¨® a sus tropas al asalto, acos¨® a los talibanes, les rob¨® 40 veh¨ªculos, mat¨® o captur¨® a 200. 'El 9 de noviembre, a las 21.00, llam¨¦ a Dostum para decirle que la ciudad estaba libre. Entonces me pidi¨® que arreglara el problema de Kunduz. De forma pac¨ªfica'.
?Kunduz! No era una ciudad, sino un fuerte a 150 kil¨®metros de Mazar-i Sharif, cerrado por 8.000 o 10.000 talibanes, y sobre todo 2.000 militantes de Al-Qaeda, combatientes isl¨¢micos ¨¢rabes -saud¨ªes, egipcios, yemen¨ªes...-, paquistan¨ªes, uzbecos o chechenos. Los hombres de Bin Laden eran poderosos, arrogantes, brutales. Para los afganos, siguen siendo hombres de otro lugar, con los que lleg¨® la desgracia. Lo sab¨ªan y s¨®lo so?aban con morir en Kunduz, ¨²ltimo Stalingrado antes del para¨ªso de los m¨¢rtires. ?De forma pac¨ªfica dijo Dostum?. Entonces, hab¨ªa que negociar. Aqu¨ª todos se conocen, vencedores y vencidos, verdugos y v¨ªctimas. Shamsulhaqk tiene un t¨ªo, Amir Jan, comandante past¨²n, ex talib¨¢n, unido por convicci¨®n -caso raro- a la Alianza del Norte. Se puso en contacto, en Kunduz, con el jefe del Estado Mayor talib¨¢n, el cl¨¦rigo Fazil. Unos d¨ªas despu¨¦s, en Qala-i-Janghi, que a¨²n era una hermosa ciudadela, se celebr¨® una reuni¨®n entre el mul¨¢ Fazil, Dostum y los jefes de los dos principales movimientos de oposici¨®n, el general Ostad Atta Mohamed y Mohamed Mohaqiq. Negociando sobre la misma alfombra estaba tambi¨¦n un hombre corpulento, alto y p¨¢lido, con la barba corta, el jefe de las fuerzas especiales estadounidenses en Mazar-i-Sharif. Dostum prometi¨®: el cl¨¦rigo Fazil y los jefes talibanes estar¨ªan autorizados a seguir hacia Herat, puerta hacia Ir¨¢n, o Kandahar. En cuanto a los extranjeros de Al Qaeda, ser¨ªan entregados a los estadounidenses. '?Y si no aceptan?', aventur¨® el cl¨¦rigo Fazil. En otro tiempo se ten¨ªa a Dostum el uzbeco por un carnicero capaz de saquear una ciudad o pasar a sus propios soldados indisciplinados bajo las ruedas de un tanque. '?Al Qaeda? Tambi¨¦n a ellos se les dejar¨¢ pasar...', concedi¨® Dostum. Nadie aclar¨® que les detendr¨ªan y les desarmar¨ªan. Este contrato, hecho de promesas y medias verdades, dio pie a la masacre de Qala-i-Janghi.
Mazar-i-Sharif cay¨® el 9 de noviembre, Kabul se entreg¨® sin resistencia el 13 de noviembre y Kunduz la rebelde termin¨® por sucumbir. El 24 de noviembre, el cl¨¦rigo Fazil, enloquecido, llam¨® a Amir Jan: 'Un millar de extranjeros armados han tomado el camino a Mazar-i-Sharif. Sin informarme. He atrapado a unos cientos. Me quedan 600, que parecen marchar directos hacia usted'. Volaban. Ya estaban a las puertas del desierto de Mazar-i-Sharif, armados hasta los dientes, duros, hostiles, vencidos, pero indemnes y ¨¢vidos de revancha. Eran dinamita.
Los extranjeros s¨®lo aceptaban entregarse a Amir Jan, ex talib¨¢n, past¨²n y hombre de honor. Un comandante de Al Qaeda amenaz¨®: '?No quiero verle la cara a ning¨²n estadounidense!'. 'Hay que desarmarlos completamente', previno Amir Jan. Los soldados uzbecos de Dostum empezaron a registrar los cuerpos. ?ste escond¨ªa una pistola en los ri?ones y una tarjeta de cr¨¦dito en el cintur¨®n; aqu¨¦l una granada en los calzoncillos y una tarjeta de oficial superior paquistan¨ª, y siempre, hermosos fajos de d¨®lares... ?Todo ese dinero! Los soldados uzbecos, con los ojos desorbitados, refunfu?aban al entregarlo a sus superiores. Todav¨ªa quedaba por registrar el equivalente a dos camiones, ca¨ªa la noche en pleno Ramad¨¢n y el oficial responsable ten¨ªa una horrible gripe. Se fue. Acabar¨ªan el registro m¨¢s tarde, en un lugar seguro, para repartirse el dinero entre los soldados. Cuando explot¨® la primera granada comprendieron, demasiado tarde, el terrible error.
?D¨®nde llevar a los detenidos? El general Dostum hab¨ªa previsto que al aeropuerto de Mazar-i-Sharif. Los estadounidenses lo rechazaron: 'Necesitamos un aer¨®dromo seguro'. Quedaba Qala-i-Janghi, ideado para repeler a los caballeros t¨¢rtaros o acoger establos, no prisioneros fan¨¢ticos. Un nuevo error. Nada m¨¢s llegar, el jefe de seguridad, Nader Al¨ª, y un comandante hazara, Sayed Asedul¨¢ Masrur, comenzaron el registro. Un detenido quit¨® la anilla a su granada... Tres muertos. Los extranjeros estaban todos encerrados en un s¨®tano del patio sur. Por la noche, varios combatientes saltaron por los aires con sus granadas. Entre estos combatientes decididos al sacrificio hab¨ªa un converso, Abdul Hamid, de 20 a?os, rudo y con ojos febriles. Su verdadero nombre es John Philip Walker, nacido en Maryland, criado en California, cerca de San Francisco, en una familia blanca, cat¨®lica, sin complicaciones. El domingo, 'de buena ma?ana, los hombres de la Alianza del Norte nos hicieron salir, uno a uno, at¨¢ndonos las manos y golpeando a algunos', cont¨® John. 'Algunos combatientes lloraban, cre¨ªan que nos iban a matar. Yo vi a dos estadounidenses all¨ª, filmaban y hac¨ªan fotos'. Esos dos estadounidenses eran miembros de la CIA. El primero, Dave, un coloso barbudo, hablaba uzbeco, farsi y ruso, pero ten¨ªa un corte de pelo t¨ªpicamente americano y llevaba una 9 mil¨ªmetros en el muslo. El segundo, Mike Spann -John Michael Spann-, de 32 a?os, bigote negro y vaqueros, volv¨ªa sus hombros musculosos: llevaba a la espalda un AK-47. Un v¨ªdeo muestra el interrogatorio del talib¨¢n John Walker, sucio, de rodillas en el patio, los codos atados a la espalda. Los hombres de la CIA no sab¨ªan que estaban interrogando... a otro estadounidense.
Eran las 11 de la ma?ana. A 300 metros de ah¨ª, Simon Brooks, miembro del Comit¨¦ Internacional de la Cruz Roja (CICR), ten¨ªa una cita con el general Fawzi, comandante de la ciudadela, para hablar sobre la suerte de los prisioneros. La guerra en Afganist¨¢n se clasific¨® como 'conflicto interno con participaci¨®n extranjera' y un p¨¢rrafo de la Convenci¨®n de Ginebra precisa las condiciones de la detenci¨®n. La reuni¨®n comenz¨® a las 11.25: 'De pronto, o¨ªmos disparos de armas autom¨¢ticas', cuenta Brooks. En el patio sur, la insurrecci¨®n estall¨® ante los ojos de un oficial, Mohamed Daud. En menos de un minuto. Y en tres tiempos.
Primero, dos talibanes surgidos del subterr¨¢neo de la casa rosa con granadas de mano las arrojaron sobre los dos centinelas gritando: '?Al¨¢ u akbar!', y se adue?aron de las armas de los soldados heridos. Despu¨¦s, Mike Spann quiso abrir fuego con su AK-47. Pero un talib¨¢n herido sentado en el suelo se abalanz¨® sobre ¨¦l y le inmoviliz¨® hasta que otro talib¨¢n abati¨® a Mike a quemarropa. Al final, Dave, que desenfund¨® su 9 mil¨ªmetros, vaci¨® su cargador, mat¨® a dos talibanes, luch¨® con las manos desnudas y consigui¨® correr hasta el patio norte. 'Todo lo que nos rodeaba era confusi¨®n, derrota. Los prisioneros talibanes se adue?aban de las armas de los guardianes, que hu¨ªan', dice un testigo.
Al otro lado de la ciudadela, Simon Brooks, del CICR, encontr¨® refugio bajo el techo de la torre norte. Un equipo de la televisi¨®n alemana lleg¨® hasta ¨¦l y vio llegar a Dave, el hombre de la CIA, agotado y l¨ªvido: 'Me dijo que la situaci¨®n era muy mala, que los prisioneros hab¨ªan cogido una veintena de armas y que hab¨ªa que irse de all¨ª'. ?C¨®mo? ?Saltando desde lo alto de unas murallas de 20 metros? Imposible. Por otra parte, los combatientes les pusieron sobre aviso: 'Minas... ?Atenci¨®n a las minas!'. Atrapados. Simon Brooks se acerc¨® a Dave, de rodillas; sus labios salmodian una oraci¨®n: el superviviente de la CIA daba gracias a su Dios. Despu¨¦s utiliz¨® el tel¨¦fono v¨ªa sat¨¦lite del equipo de televisi¨®n alem¨¢n para hacer una llamada de socorro: '?Deprisa! Hemos perdido el control de la situaci¨®n'. En el patio sur, los talibanes eran los amos del lugar. Al alcance de la mano ten¨ªan un gran caser¨®n, lleno hasta el techo de morteros, granadas, Kal¨¢shnikovs... con los que tomar Mazar-i-Sharif. ?La armer¨ªa de la ciudadela! Ellos la conoc¨ªan bien, pues hab¨ªan dirigido el lugar hasta su derrota.
A las 13.30, los combates causaban estragos. Los talibanes intentaron alcanzar la puerta principal, los hombres de Fawzi, aumentados por los refuerzos, disparaban a todo lo que se mov¨ªa desde lo alto y un Land Rover blanco cargado con SAS brit¨¢nicos, con vaqueros, jersey y sombrero afgano en la cabeza, lleg¨® al pie de la muralla: '?Alguien habla ingl¨¦s?'. Simon Brooks, que hab¨ªa conseguido dejar la torre norte por un sitio seguro, y un periodista de Time, Alex Perry, que estaban presentes, son testigos. '?Qu¨¦ ocurre?'. Las Fuerzas Especiales estadounidenses, con gafas de sol, gorra de b¨¦isbol y M-4 cortos autom¨¢ticos, llegaron poco despu¨¦s en una peque?a furgoneta. Conferencia t¨¢ctica entre expertos y jefes de la Alianza del Norte. 'Quiero un tel¨¦fono v¨ªa sat¨¦lite y municiones dirigidas', dijo el comandante estadounidense por radio. 'D¨ªgales que hay seis o siete edificios en fila en la parte sureste. Si pueden atacar ah¨ª, podr¨ªan matar a un buen pu?ado de esos hijos de puta'. Un hombre de las fuerzas especiales consigui¨® hablar con Dave por radio: 'Mierda, mierda y mierda. OK... Aguanta, colega. Vamos a ir a buscarte'.
A las 15.00, el equipo del CICR oy¨® acercarse los aviones. Un misil apareci¨® en el cielo, un enorme ruido de aire desgarrado, un violento resplandor sobre un edificio. Todo el mundo se ech¨® al suelo. A las 16.05, la onda expansiva cort¨® la respiraci¨®n a los espectadores, la metralla silbaba por encima de las cabezas y los soldados de la Alianza del Norte aplaud¨ªan; el objetivo hab¨ªa sido destruido. A los tres minutos, un nuevo resplandor: otros seis misiles dieron en el patio sur. Desde las las murallas, los soldados uzbecos vaciaban sus cargadores.
En la ma?ana del lunes, la r¨¦plica de los talibanes segu¨ªa siendo incre¨ªblemente intensa. Hacia las 10.00, los estadounidenses decidieron dar un golpe decisivo. Se instal¨® un cuartel general en la cima de la torre noreste, donde estaban reunidos el general Fawzi, miembros de las fuerzas especiales estadounidenses y las SAS brit¨¢nicas. Desde lo alto de esta torre, un tanque de 30 toneladas machacaba met¨®dicamente el patio sur. '?Pam! Uno m¨¢s. De lleno en la nariz', comprobaba el artillero uzbeco. Ahora hab¨ªa que destruir, por medio de la aviaci¨®n, la armer¨ªa talib¨¢n. Esa bomba iba ser diez veces m¨¢s potente que las dem¨¢s. En el exterior de las murallas, una unidad de la 10? Divisi¨®n Montada observaba. La radio del piloto del bombardero advirti¨® a la gente de la torre noreste: '?Atenci¨®n! Est¨¢n demasiado cerca del objetivo. A s¨®lo 100 metros'. Respuesta: 'Tenemos que estar ah¨ª para iluminar el blanco con el l¨¢ser'. Silencio. El piloto: 'Vamos a lanzar'.
Un c¨¢mara franc¨¦s, Damien Degueldre, film¨® la escena. Una terrible explosi¨®n golpe¨® la ciudadela... ?en el sitio equivocado! En el exterior de las murallas, un superior afgano gritaba: 'Oh, no. ?Ah¨ª no! Es un error. ?Han atacado su propia posici¨®n! ?D¨®nde est¨¢ su comandante? Pare el bombardeo... ?Pare todo!'. Un momento antes, el general Fawzi estaba sentado en un puesto de la torre con su transmisor-receptor en la mano. 'Se me ha ca¨ªdo la pared encima'. Se palpa los costados, todav¨ªa doloridos: 'Hoy no entiendo nada. Me duele la cabeza. Mi transmisor-receptor se ha volatilizado. Pero vivo. Es un milagro'. Otros tuvieron menos suerte: unos 30 soldados muertos y unos 50 heridos, cinco estadounidenses gravemente heridos y varios SAS brit¨¢nicos a los que se llevaron. Los supervivientes sal¨ªan renqueando, tosiendo y escupiendo polvo. La torre de 20 metros era s¨®lo un agujero. Y el carro de 30 toneladas dio la vuelta y sali¨® proyectado por encima de los cascotes. Otro tr¨¢gico error. Se decidi¨® poner fin a los bombardeos. Por la noche, un avi¨®n AC-130 sembr¨® la muerte haciendo rondas regulares por encima del patio. Cuando el arsenal explot¨® hubo un inmenso fuego de artificio que ilumin¨® el campo hasta Mazar-i-Sharif.
El martes, un tanque de la Alianza del Norte limpi¨® hasta el m¨¢s m¨ªnimo escondrijo con el ca?¨®n. El mi¨¦rcoles, el patio sur estaba cubierto de cuerpos de talibanes, transformados por las bombas en paquetes de ropa sucia. En cuatro d¨ªas el CICR reuni¨® 273 cad¨¢veres imposibles de identificar. Se envi¨® a cinco obreros a limpiar la escalera subterr¨¢nea. Uno de ellos no volvi¨®, otros dos salieron ensangrentados, heridos de bala, y los ¨²ltimos gritaban que hab¨ªa... m¨¢s talibanes en los subterr¨¢neos. ?Y llevaban cinco d¨ªas luchando! Las fuerzas especiales aconsejaron inundar la escalera de carburante y prenderle fuego. Acabaron inundando el subsuelo desviando el agua helada de un riachuelo. Abajo, los talibanes heridos que no pod¨ªan levantarse murieron ahogados. Durante toda una noche, el agua helada paraliz¨® las piernas y los cuerpos doloridos, agotados, hambrientos.
La ma?ana del s¨¢bado 1 de diciembre, tras una semana de combates, los supervivientes se rindieron. Se vio surgir de la sombra del subterr¨¢neo a 86 muertos vivientes. Rudos, apestosos, terriblemente delgados, llevando a un herido, caminaban cojeando, desangr¨¢ndose, gimiendo de dolor.
Cuando estall¨® el mot¨ªn, los soldados de la Alianza del Norte detuvieron todos los transportes que se dirig¨ªan a la ciudadela de Qala-i-Janghi. Y en la carretera que lleva a Mazar-i-Sharif, unos testigos descubrieron contenedores olvidados bajo el sol y llenos de cientos de prisioneros muertos de sed y de asfixia. Algunos contenedores a¨²n ten¨ªan huellas de r¨¢fagas de balas, peque?os agujeros para el aire que sus guardianes hab¨ªan consentido hacer en la tela justo antes de abandonarlos en el desierto afgano.
? Le Nouvel Observateur
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