El pa¨ªs de la Dickinson
Hace un tiempo estuve en Amherst, el pueblo natal de Emily Dickinson; no queda muy lejos de Boston, en Massachusetts. Vi su casa. Incluso vi un vestido suyo en un armario, un vestido blanco recamado con marfil que parec¨ªa un camis¨®n de dormir, as¨ª como la manta de viaje a rayas que se echaba por las rodillas para escribir. Pero entonces yo no conoc¨ªa sus poemas, ni sus cartas, y mi mirada era vac¨ªa y dispersa. S¨ª hab¨ªa le¨ªdo algunos versos, e incluso puede que alguna carta, pero hab¨ªa entendido poco. No recordaba ni un solo verso suyo. Amherst es un pueblo muy hermoso: es todo prados verdes y casitas blancas esparcidas, enmarcadas por encinas, hiedra, magnolios y rosales. Sin embargo, me pareci¨® que su encanto ten¨ªa algo de afectado y profesoral, y que tras ¨¦l se ocultaba un tedio espectral y desolador. Amherst debi¨® de adquirir ese aspecto profesoral tras la muerte de Emily, a ra¨ªz de la conciencia de ser el pueblo natal de una gran poeta; el espectro del tedio debe de haber estado siempre all¨ª. Recuerdo que pens¨¦ que Am¨¦rica se muestra sombr¨ªa y cruel en sus grandes ciudades y que, en aquellos lugares donde no es sombr¨ªa y cruel, subyace un tedio inconmensurable. Era verano y hab¨ªa muchos mosquitos. Los mosquitos americanos no son como los nuestros. No emiten ese zumbido lento y dulce, sino que se arrojan en enjambre sobre sus presas humanas a pleno sol y en un silencio protervo. El silencio y la sombra del tedio se extend¨ªan por aquellos prados floridos y frescos hasta donde alcanzaba la vista. As¨ª pues, visit¨¦ Amherst pensando en la futilidad de los mosquitos, del calor y de Am¨¦rica, sin prestar realmente atenci¨®n al lugar donde Emily Dickinson naci¨® y muri¨®. Seguramente mis propios pensamientos eran f¨²tiles. Seguramente pens¨¦ que me resultaba antip¨¢tica. Ten¨ªa algunas vagas nociones sobre ella, y en mente dos o tres cosas muy irritantes: que adoraba los p¨¢jaros y las flores; que sal¨ªa a recibir a sus invitados con un vestido blanco (el del armario) y un lirio en cada mano; que sal¨ªa muy poco de casa, todo lo m¨¢s a ver a una cu?ada que viv¨ªa a un paso; que sol¨ªa escribirle a esta misma cu?ada cartas apasionadas; que sus ¨²nicos interlocutores eran sus familiares, un tal se?or Higginson a quien enviaba sus poemas y que le contestaba con pedanter¨ªa, dos primas de Boston y alguna que otra se?ora; que sus ¨²nicos amores -por otra parte no consumados- fueron el juez Lord y el reverendo Wadsworth (es decir, un vejete y un cura). En estos d¨ªas me he puesto a leer sus cartas, y despu¨¦s, a pesar de mi pobre ingl¨¦s, sus versos. Qu¨¦ gran poeta era esta Emily Dickinson. Me fastidia enormemente haber visitado su casa con tanta indiferencia. Incluso deb¨ªa de haber un retrato del juez Lord en su habitaci¨®n. Pero ni me preocup¨¦ de mirarlo. Tanto la casa como aquel pueblo tan verde fueron conformados y afligidos en su calidad de ser casi los ¨²nicos lugares que Emily vio en la vida. Dio una vuelta por Washington y Filadelfia (donde conoci¨® al reverendo Wadsworth y se enamor¨®, aunque no se unieron; ¨¦l le har¨ªa despu¨¦s dos o tres visitas a lo largo de veinte a?os) y estuvo una temporada en Boston para cuidarse la vista. El resto del tiempo lo pas¨® en Amherst, y s¨®lo en Amherst. Alg¨²n que otro incendio; la boda o la defunci¨®n de amigos o familiares; el intercambio de regalos (pollos asados, peque?as coronas de flores) con su cu?ada; la muerte de su padre ('su coraz¨®n era puro y terrible'), la larga enfermedad y la muerte de su madre; la muerte de un peque?o sobrino muy querido, hijo de su hermano y su cu?ada, que cogi¨® el tifus jugando en un barrizal; la ardiente y complicada relaci¨®n con su cu?ada y su hermano; las excepcionales visitas del reverendo Wadsworth ('su vida estaba llena de oscuros secretos') y la noticia de su muerte.
Es posible que, si la Dickinson pasase a nuestro lado, no la reconoci¨¦semos. Nos parecer¨ªa extravagante, y a nosotros no nos gusta la extravagancia; nos gusta la locura
Escribi¨® miles de poemas, pero nunca quiso imprimirlos; ella misma los cos¨ªa con hilo blanco
Su vida fue la de tantas solteras que envejec¨ªan en los pueblos con sus flores y su perro, salvo que ella era un genio
'Each that we lose takes a part of us; / A crescent still abides / Which like the moon, some turbid night / is summoned by the tides' .
As¨ª fue la existencia de Emily
Dickinson: una vida similar a la de tantas solteras que envejec¨ªan en los pueblos con sus flores, su perro, el correo, la botica, el cementerio... salvo que ella era un genio. Una vida rural de solteras que se pasan el tiempo escribiendo versos, en soledad, con sus m¨²ltiples man¨ªas y rarezas; pero ninguna de ellas es una gran poeta, mientras que Emily s¨ª. ?Lo sab¨ªa? ?Lo ignoraba? Escribi¨® miles de poemas, pero nunca quiso imprimirlos; ella misma los cos¨ªa en cuadernillos con hilo blanco.
'This is my letter to the World / That never wrote to Me. .
Era dif¨ªcil que el mundo le escribiese, dado que Emily estaba -y deseaba estar- recluida en la oscuridad de una casa. Pero desde luego el mundo no le escribi¨® nunca, de ning¨²n modo, porque no recibi¨® nada en vida. Y, por lo dem¨¢s, su carta al mundo no requer¨ªa respuesta. Le horrorizaba la notoriedad (ser o¨ªda 'como una rana') y se limitaba a enviar sus versos a un cr¨ªtico literario, un tal se?or Higginson, 'para saber si respiraban'. El se?or Higginson deb¨ªa de ser una persona muy modesta. Pero Emily no se desanim¨® y sigui¨® someti¨¦ndose a su juicio. Se encontraba sola. Viv¨ªa rodeada de personas mediocres e ideas estrechas. Supongo que les atribu¨ªa generosas cualidades espirituales, y que les invitaba a su casa: pero despu¨¦s, llegado el momento de la visita, a veces no le apetec¨ªa ver a nadie y se limitaba a musitar cualquier disculpa al otro lado de la puerta. Le escribi¨® esto a una amiga suya, la se?ora Holland: 'Cuando te fuiste, brot¨® el cari?o. La cena del coraz¨®n s¨®lo est¨¢ lista cuando el hu¨¦sped ya se ha ido'. No he hallado ning¨²n retrato de la se?ora Holland; s¨ª he visto, en cambio, el del se?or Bowles, otro amigo a quien escribi¨® un mont¨®n de cartas: un rostro duro y le?oso de protestante, con barba de chivo.
?Qu¨¦ distintos somos hoy de la Dickinson! No ha transcurrido ni siquiera un siglo desde su muerte y, sin embargo, ?cu¨¢nto hemos cambiado! ?Qui¨¦n de entre nosotros, si fuera poeta, se resignar¨ªa a una oscura existencia de solterona en un pueblo? Har¨ªa, al menos, alg¨²n intento de fuga. No as¨ª ella. ?Qui¨¦n aceptar¨ªa hoy la c¨¢rcel familiar de por vida, la angustia de una existencia tan tranquila y al mismo tiempo tan miserable? Muchos de nosotros vivimos en capitales y nos parece como vivir en provincias. Estamos rodeados por la multitud y nos sentimos excluidos del universo. Estamos llenos de bovarismo, de los pies a la cabeza; siempre estamos ansiosos, nost¨¢lgicos, impacientes. Nuestros horizontes se nos hacen estrechos, tenemos la perpetua sensaci¨®n de haber ca¨ªdo en el sitio equivocado y de que la porci¨®n de horizonte que nos ha tocado es exigua. Nos corroe en secreto la idea de que, si hubi¨¦semos tenido unos horizontes m¨¢s vastos, y a nuestro alrededor m¨¢s amigos e interlocutores, nuestro destino habr¨ªa sido m¨¢s alto. Los v¨ªnculos familiares, que a nuestro entender no enriquecen el esp¨ªritu, nos vienen dados por el destino, y en el destino no creemos. El destino nos parece una cosa rastrera y ruin. S¨®lo creemos en nuestra libertad de elecci¨®n; pero nuestras elecciones est¨¢n dictadas por el desd¨¦n, la inquietud, los remilgos o el ansia.
Siempre estamos con los pris
m¨¢ticos enfocados y a punto, esperando sorprender a alguien. Cartas, no escribimos. Y en cualquier caso, nunca mantendr¨ªamos correspondencia con la se?ora Holland o el se?or Higginson. Nunca enviar¨ªamos nuestros versos a este ¨²ltimo. Nos parecer¨ªa un est¨²pido (y, de hecho, tal vez lo era). Ni en sue?os nos pasar¨ªamos la vida escribiendo versos sin imprimirlos; tal es nuestra avidez de publicar todo lo que escribimos. No por af¨¢n de gloria, sino siempre con la secreta esperanza de que alguien -nuestro interlocutor ideal- escuche nuestra voz desde el ¨²ltimo rinc¨®n del universo y nos conteste. Y es posible que, si la Dickinson pasase a nuestro lado, no la reconoci¨¦semos. ?C¨®mo reconocer el genio y la grandeza en una solterona vestida de blanco que sale a pasear con su perro? Nos parecer¨ªa extravagante, estrafalaria, y a nosotros no nos gusta la extravagancia; nos gusta la locura. La locura no habla en susurros, sino que vocifera y viste indumentarias ins¨®litas de vivos colores. Es verdad que tal vez ninguno de sus contempor¨¢neos la reconocer¨ªa tampoco. Pero ellos no estaban all¨ª con los prism¨¢ticos enfocados y a punto; ni siquiera ten¨ªan prism¨¢ticos. Al pasar a su lado, no obstante, debieron de experimentar una sensaci¨®n espeluznante y muy intensa, porque la furia del mar al embestir alcanza y estremece incluso a los guijarros del camino y los hierbajos de las charcas. Puede que nosotros experiment¨¢semos una sensaci¨®n similar y puede que no. No la habr¨ªamos reconocido. Ni siquiera habr¨ªamos reparado en ella. Bovaristas como somos, llenos de autocompasi¨®n, nos sentimos esc¨¦pticos e incr¨¦dulos ante todo cuanto pasa a nuestro lado con indumentaria provinciana de diario. En sus versos no hay autocompasi¨®n. Tampoco ning¨²n eco de nostalgia o melancol¨ªa, el anhelo o el llanto por correr otra suerte. No hay l¨¢grimas en ellos. La suya es una afirmaci¨®n de soledad voluntaria, inexorable y tr¨¢gica.
'This is my letter to the World / That never wrote to Me. .
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