Cuando Par¨ªs era una fiesta
No exagero si digo que pas¨¦ toda mi adolescencia so?ando con Par¨ªs. Viv¨ªa entonces, en la embotellada Lima de los cincuenta, convencido de que ninguna vocaci¨®n literaria o art¨ªstica alcanzaba la mayor¨ªa de edad sin la experiencia parisina, porque la capital de Francia era tambi¨¦n la capital universal del pensamiento y de las artes, el foco del que irradiaban hacia el resto del mundo las nuevas ideas, las nuevas formas y estilos, los experimentos y los temas que, al mismo tiempo que liquidaban el pasado, sentaban las bases de lo que ser¨ªa la cultura del futuro.
Dada la indigencia de las artes y las letras en la Francia contempor¨¢nea aquellas creencias pueden ahora parecer bastante tontas, la ingenuidad de un joven provinciano y subdesarrollado seducido a la distancia por el rom¨¢ntico mito de Par¨ªs. Pero la verdad es que el mito estaba bastante cerca de la realidad todav¨ªa en 1959, cuando, en estado de trance, inici¨¦ por fin mi estancia parisina, que se prolongar¨ªa cerca de siete a?os. Las grandes figuras intelectuales cuyas obras e ideas reverberaban por casi todo el globo estaban a¨²n vivas y muchas de ellas en plena efervescencia, de Sartre a Camus, de Malraux a C¨¦line, de Breton a Aragon, de Mauriac a Raymond Aron, de Foucault a Goldman y de Bataille a Ionesco y Beckett. La lista podr¨ªa ser largu¨ªsima. Es verdad que el nouveau roman, de Claude Simon, Robbe-Guillet, Nathalie Sarraute y compa?¨ªa, de moda entonces, pasar¨ªa como fuego fatuo sin dejar muchas huellas, pero ese movimiento era apenas uno entre varios otros, como el del grupo Tel Quel, organizado bajo el influjo del brillant¨ªsimo sofista Roland Barthes, uno de cuyos cursos del tercer ciclo en la Sorbona segu¨ª con una mezcla sim¨¦trica de fascinaci¨®n e irritaci¨®n. Barthes se escuchaba hablar, tan embelesado de s¨ª mismo como lo est¨¢bamos nosotros, sus oyentes, y contrarrestaba su enorme cultura con soberbias dosis de frivolidad intelectual.
No s¨¦ si en los a?os sesenta Par¨ªs era todav¨ªa la capital de la cultura. Pero, a juzgar por la magn¨ªfica exposici¨®n de la Royal Academy, de Londres, dedicada a 'Par¨ªs, capital de las artes 1900-1968', no hay duda, a¨²n lo era por lo menos en este sentido: ninguna otra ciudad en el mundo la hab¨ªa reemplazado como el im¨¢n que atra¨ªa y asimilaba a tanto talento art¨ªstico y literario procedente de los cuatro puntos cardinales. Al igual que los rumanos Cioran y Ionesco, el griego Castoriadis, el belga Caillois o el suizo Jean-Luc Godard innumerables m¨²sicos, cineastas, poetas, fil¨®sofos, escultores, pintores, escritores sal¨ªan de sus pa¨ªses, por fuerza o por libre decisi¨®n, y corr¨ªan a instalarse en Par¨ªs. ?Por qu¨¦? Por las mismas razones por las que el chileno Acario Cotapo consideraba que para cualquier escritor en ciernes era indispensable 'la respireta parisina'. Porque, adem¨¢s de la estimulante atm¨®sfera de creatividad y libertad que all¨ª reinaba, Par¨ªs era, culturalmente hablando, una ciudad abierta, hospitalaria al forastero, donde el talento y la originalidad eran bienvenidos y adoptados con entusiasmo, sin distinci¨®n de origen.
Uno de los aspectos m¨¢s instructivos de la exposici¨®n de la Royal Academy es ver c¨®mo, a lo largo del siglo veinte, lo m¨¢s fecundo y novedoso de las artes pl¨¢sticas en Europa y buena parte del resto del mundo -sobre todo, Estados Unidos, Jap¨®n- pas¨® por Par¨ªs o encontr¨® en Francia el reconocimiento y el impulso necesario para imponerse a escala planetaria. Ocurre con Picasso, Mir¨® y Juan Gris; con Mondrian, Giorgio de Chirico; con Diaghilev, Nijinsky y Stravinsky; con Brancusi, Beckmann y Max Ernst; con Giacometti, Henry Miller y C¨¦sar Vallejo; con Huidobro, Gino Severini e Isadora Duncan; con Chagal, Lipchitz, Calder y Foujita; con van Dougen, Diego Rivera, Kutpka y Natalia Goncharova; con Lam, Matta y Josephine Baker; con Modigliani y Man Ray; con Julio Gonz¨¢lez, Torres-Garc¨ªa, Naum Gabo y cientos, miles m¨¢s. Tal vez ser¨ªa exagerado decir que toda esa formidable eclosi¨®n de creadores fue hechura de lo que, otro enamorado de Francia, Rub¨¦n Dar¨ªo, llamaba 'la cara Lutecia'. Pero no lo es decir que el aire, el suelo y el ambiente cultural que los envolvi¨® en la ciudad Luz contribuy¨® de manera decisiva a desarrollar de manera plena su potencia creativa.
En Par¨ªs se sent¨ªan en su casa porque Par¨ªs era la casa de todos. Y la cultura francesa era lo que era porque no pertenec¨ªa s¨®lo a Francia sino al mundo entero; o, mejor dicho, a quienes, seducidos por su riqueza, generosidad, variedad y universalidad, la hac¨ªan suya como lo hice yo, adolescente, all¨¢ en Lima, precipit¨¢ndome a la Alianza Francesa para poder leer en su idioma original a los autores que me hab¨ªan deslumbrado. Y a su vez, en las galer¨ªas de la Royal Academy se advierte la formidable inyecci¨®n de inventiva, audacia, insolencia y fuerza rupturista que signific¨® para la cultura francesa esa pol¨ªtica de puertas abiertas -de libre circulaci¨®n y cotejo permanente- con los 'extranjeros' que llegaban a Par¨ªs, y dejaban de serlo casi al instante, porque el esp¨ªritu de la ciudad los invad¨ªa y asimilaba. Desde el post-impresionismo hasta los happenings, pasando por el cubismo, Dad¨¢, el surrealismo y todas las vanguardias, Par¨ªs es, en materia de arte, el aleph borgiano, un microcosmos que refleja todo el cosmos, el lugar donde salen y al que llegan los productos culturales y art¨ªsticos m¨¢s influyentes del siglo.
?Qu¨¦ pudo pasar para que esa capital internacional de las artes, patria abierta hacia el mundo y a la que acud¨ªan los artistas del mundo entero como a una fuente nutricia, haya podido declinar tan r¨¢pidamente, hasta sucumbir en nuestros d¨ªas a ese provincianismo chovinista y rid¨ªculo que, en una pintoresca alianza que re¨²ne a la extrema derecha con la extrema izquierda, reclama fren¨¦ticamente la 'excepci¨®n cultural' a fin de impedir que los productos art¨ªsticos extranjeros (l¨¦ase estadounidenses) vayan a macular la sacrosanta 'identidad cultural' de Francia?
Leo la respuesta a esta angustiosa interrogaci¨®n que me asedia desde que sal¨ª de la Royal Academy, lleno de melancol¨ªa por lo que acababa de ver, en un luminoso art¨ªculo que el azar puso esta ma?ana en mis manos, firmado por Jean-Fran?ois Revel y que se titula: 'La extinci¨®n cultural'. El texto, escrito con la centellante iron¨ªa y la demoledora inteligencia que son usuales en ¨¦l, desbarata los argumentos a favor del proteccionismo cultural con ejemplos irrefutables. Defenderse contra la influencia extranjera, dice, no es la mejor manera de preservar la cultura propia; es, m¨¢s bien, la mejor manera de matarla. Y coteja el caso de Atenas, ciudad abierta, en la que circulaban libremente las letras, las artes, la filosof¨ªa y las matem¨¢ticas, con el de Esparta, defensora celosa de su excepci¨®n, que realiz¨® 'la proeza de ser la ¨²nica ciudad griega que noproduce ni un poeta, ni un orador, ni un pensador, ni un arquitecto'. Esparta defendi¨® con tanto ¨¦xito su cultura, que ¨¦sta se extingui¨®.
Revel recuerda asimismo que el nacionalismo cultural, tesis por lo com¨²n de gentes ignaras que no ven en la cultura sino un instrumento de poder y de propaganda pol¨ªtica, es profundamente anti-democr¨¢tico, un esperpento caracter¨ªstico de los reg¨ªmenes totalitarios. ?stos han rodeado siempre la vida cultural de alambradas y la han sometido al control y a las d¨¢divas del Estado. Por eso, es inaplicable en una sociedad abierta, lo que significa que pese a la griter¨ªa y a las peri¨®dicas campa?as a su favor, dif¨ªcilmente prosperar¨¢ en Francia mientras la sociedad francesa siga siendo democr¨¢tica, lo que sin duda tiene para rato. Porque la ¨²nica manera en que el proteccionismo cultural puede traducirse en una pol¨ªtica efectiva es mediante un sistema riguroso de discriminaci¨®n y censura para los productos culturales, algo que resultar¨ªa intolerable para un p¨²blico adulto, moderno y libre.
?Qu¨¦ hubiera ocurrido, se pregunta Revel, si los reyes de Francia, en el XVI, en vez de invitar a los pintores italianos a Par¨ªs, los hubieran echado, en defensa de la 'identidad nacional'? ?Y acaso no fue enorme y f¨¦rtil la influencia de la literatura espa?ola en Francia en el XVIII, incluso cuando ambos pa¨ªses guerreaban entre s¨ª?
Si Francia no hubiera abierto tradicionalmente sus fronteras a los 'productos extranjeros' jam¨¢s hubiera habido una muestra como ¨¦sta de la Royal Academy, que es un involuntario manifiesto a favor de la libre circulaci¨®n del arte y los artistas por el ancho mundo sin la menor cortapisa. Y sin esa apertura Francia jam¨¢s hubiera llegado a ilusionar a tantos j¨®venes de todo el mundo, como a m¨ª en Lima en los a?os cincuenta, con la idea de que all¨ª, en esa esplendorosa y lejana tierra, la belleza y el genio fructificaban mejor que en parte alguna, como lo demostraban esos poetas y escritores que nos hablaban con voz tan clara y fuerte que llegaba hasta los confines donde nos sent¨ªamos exilados, y esos artistas, cineastas, m¨²sicos, cuyas obras nos parec¨ªan concebidas exactamente a la medida de nuestros apetitos y sue?os m¨¢s exigentes.
Una de las razones que esgrimen los ¨¢vidos defensores del proteccionismo cultural -¨¢vidos de subsidios estatales, se entiende- es que, sin esta pol¨ªtica nacionalista en lo relativo a los bienes culturales, la cultura en Francia entrar¨ªa en irremisible decadencia. Mi impresi¨®n es precisamente la contraria. S¨®lo porque ya no es ni sombra de lo que la cultura francesa sol¨ªa ser, es que ha podido prosperar en Francia la aberrante idea de que la cultura necesita aduanas, fronteras y estipendios -un invernadero burocr¨¢tico- para no perecer.
? Mario Vargas Llosa, 2002. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2002.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.