Una f¨¢bula moral de eficaz desobediencia
Conquistar la sumisi¨®n ajena requiere gran esfuerzo e insistencia porque nadie cede f¨¢cilmente a los hoscos o pedantes ademanes autoritarios, am¨¦n de la satisfacci¨®n de oponerse a todo acatamiento. A los autoritarios, en los momentos de reflexi¨®n, pese a la naturaleza antirreflexiva de estos caracteres, se les debe de plantear con tonos pat¨¦ticos la gran evidencia de su fracaso: nadie obedece espont¨¢neamente sus ¨®rdenes y ¨¦stas le distancian del coaccionado, y quedan solos, con su dedo imperativo en alto.
Aunque nos agrada saber que sufren, justo es reconocer las mortificaciones que ocasiona una autoestima basada en someter voluntades ajenas. La historia, que siempre nos ilustra con sus inagotables y sabios materiales, ha guardado aleccionadores ejemplos de esta pugna con la decidida e irreductible rebeld¨ªa. La memoria hist¨®rica ayuda a quien quiere testificar la desobediencia y le facilita modelos insospechados, como el que diera una criadita lituana a principios del siglo XVIII.
'Pedro I no se percat¨® de que Catalina anunciaba lo que siglos despu¨¦s ser¨ªa la decidida repulsa a dictadores y maridos importunos'
Una guerra enconada enfrentaba a Suecia con el imperio ruso y en 1702 los campos de batalla eran las fr¨ªas comarcas de Livonia. El ej¨¦rcito zarista pon¨ªa cerco a Marienburg cuando lleg¨® a las filas rusas un grupo que escapaba de la vieja ciudad; era la familia de un pastor protestante. El comandante ruso les dej¨® pasar pero como observara entre ellos a una sirvienta de unos veinte a?os, tez rosada, cara sonriente y el resto muy seductor, la retuvo y la convirti¨® en hero¨ªna de este ejemplo edificante para desobedientes.
Qu¨¦ cualidades no adornar¨ªan a la muchacha que en poco tiempo pas¨® de la cama de un oficial modesto a la de un favorito del zar y luego, a manos del propio emperador Pedro I. Supo ¨¦ste apreciar todas las excelencias que la lituana no se guard¨® de ocultar y diez a?os despu¨¦s Catalina fue coronada zarina.
Nada hasta aqu¨ª hace prever la relaci¨®n de tan lejano matrimonio con la negativa a la docilidad, pero sigamos adelante y la historia nos dar¨¢ sus luces.
He aqu¨ª que al regreso de un viaje, Pedro I descubre que Catalina le enga?a con un cortesano, joven apuesto de origen alem¨¢n, William Mons. Decide castigarla y aquella noche cena con ellos y con otros palaciegos y mientras charla alegremente con Mons, esp¨ªa el rostro de la esposa -ya sabedora de haber sido descubierta- pero no halla en ¨¦l un rictus de sobresalto. Horas despu¨¦s detienen al joven y le llevan a unas dependencias de palacio donde el mismo zar le somete a interrogatorio sobre un presunto atentado contra la real persona. William Mons comprende que su suerte est¨¢ echada: se reconoce culpable y al d¨ªa siguiente es decapitado en el pat¨ªbulo situado en una plaza.
Comienza ahora a perfilarse la actitud ejemplar de Catalina: el mismo d¨ªa de la ejecuci¨®n ensayaba con sus hijas y el maestro de baile nuevos pasos y bromeaba como si nada concerniente a ella estuviera ocurriendo no lejos de palacio.
Enterado Pedro de su serenidad, la consider¨® un agravio tan irritante como la misma infidelidad. Se propuso extremar su correctivo, invit¨® a la esposa a dar un paseo y, al cruzar ocasionalmente cerca del pat¨ªbulo donde a¨²n yac¨ªa el cad¨¢ver, la hizo descender de la carroza y acercarse al lugar de muerte, que suponemos sobrevolado de los grandes cuervos que atra¨ªan las ejecuciones.
Pero Catalina no se alter¨®, ni desvi¨® sus ojos del sitio donde estuvo la noble cabeza que tantas veces habr¨ªa acariciado tiernamente aunque, seg¨²n se cuenta, la orla de su vestido lleg¨® a rozar el cuerpo del desgraciado amante.
Continu¨® impasible, sin demostrar desolaci¨®n ni duelo y oblig¨® al zar a forzar las medidas para romper su contumacia pues ¨¦l no se percat¨® de que Catalina anunciaba lo que siglos despu¨¦s ser¨ªa la decidida repulsa a dictadores y maridos importunos. Pedro I mand¨® meter la cabeza cortada en un jarr¨®n de transparente vidrio lleno hasta los bordes de alcohol puro y orden¨® colocarlo en las habitaciones privadas de la zarina, en lugar preferente.
Las damas de la corte observaron que tan l¨²gubre presencia, sobre la bella consola de caoba, no espantaba a Catalina; no hac¨ªa pasar por su rostro el horror, la repugnancia y a¨²n menos la nostalgia de la pasi¨®n perdida. La lituana llev¨® a todos al asombro, pues opinaban, ellos, cortesanos, que si un emperador con m¨¦todos indirectos ordena sufrir, deb¨ªa ser acatada su orden y entregarse a la desesperaci¨®n y al dolor, naturalmente fingiendo. Pero la zarina, depurada su intransigencia en larga servidumbre, hab¨ªa alcanzado una fase refinada de perfeccionamiento de un m¨¦todo magistral. Al ignorar tales ¨®rdenes alusivas, obligaba a volver a la esencia directa y desaforada de la tiran¨ªa pues reduc¨ªa a in¨²til prop¨®sito el programa de autoridad solapada, y al tirano se le forzaba a no ser sino lo que era.
La entereza de la zarina consumi¨® tanto la autosuficiencia de Pedro que ¨¦ste, con motivo de un enfriamiento, se vio obligado a guardar cama y en pocos d¨ªas dej¨® el mundo de los vivos. En aquellas horas culmin¨® el triunfo de Catalina al no separarse del moribundo y, para extra?eza de los cronistas, conservar su fr¨ªa sonrisa y secas mejillas mientras cerraba, con adem¨¢n pausado, los ojos del que fuera largos a?os su -acaso- aborrecido due?o. Ejemplo inapreciable el suyo para todos los irreducibles desobedientes.
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