Huesos
El turista suele creer que en una esquina del Cementerio Central de Viena, esa otra capital de Austria, bajo un empalagoso t¨²mulo con un peque?o obelisco y un angelito apagando una antorcha, se encuentra el insigne mont¨®n de huesos que en otro tiempo fue Wolfgang Amadeus Mozart. La confusi¨®n viene propiciada por varios motivos. Primero, el de que el nombre del autor de La Flauta M¨¢gica aparezca en letras doradas bajo el obelisco, junto al ombligo de piedra del ¨¢ngel; segundo, por la presencia de otros egregios representantes del mundo de la m¨²sica en los alrededores de la tumba, como Beethoven, al que personifica una docena de letras g¨®ticas y antip¨¢ticas como el propio compositor, o Brahms, convertido para la eternidad en un pastel cursi de flores y ninfas llorando, una especie de Strudel de m¨¢rmol y liquen. Resulta muy f¨¢cil creer que bajo ese t¨²mulo de juguete se encuentran hoy, doscientos a?os despu¨¦s, los restos de Mozart, y muy falso. A estas alturas en que todo el mundo ha visto la pel¨ªcula Amadeus, de Milos Forman (que se repone ampliada en los cines), ya sabemos de sobra que el genio muri¨® pobre, abandonado y hundido, sin dinero para costearse una tumba propia, y que el Ayuntamiento de Viena lo hacin¨® con dos o tres centenares de cad¨¢veres m¨¢s en una fosa com¨²n reservada para criminales, vagabundos o enfermos. A?os despu¨¦s, cuando se hicieron intentos de rescatar el esqueleto de Mozart de aquella poza, circularon por media Europa cr¨¢neos y tibias de desconocidos que muy bien podr¨ªan haber correspondido a degolladores de ni?as o simples desquiciados que se proclamaban Julio C¨¦sar. Por ¨²ltimo, la sociedad Mozarteum eligi¨® una calavera y proclam¨® que se trataba de la aut¨¦ntica cabeza del maestro, a trav¨¦s de una serie de pruebas y ex¨¢menes de cuya veracidad no s¨¦ hasta qu¨¦ punto se fiar¨ªa Sherlock Holmes. Para los curiosos, ese cr¨¢neo se halla en Salzburgo, detr¨¢s de una vitrina desde la que sonr¨ªe a las visitas. No s¨¦ a ciencia cierta qui¨¦n reposar¨¢ bajo el monumento de piedra del cementerio de Viena, pero cuenta con pocas posibilidades de corresponder al nombre que figura en la l¨¢pida.
Naturalmente, todo esto carece de importancia y no constituye m¨¢s que un mero y peregrino detalle documental. Dudo mucho que los cad¨¢veres se sientan m¨¢s c¨®modos en la dureza de las fosas porque un extra?o acuda a visitarles o se haya gastado tres euros en dejar flores sobre su nombre. Cu¨¢ntos a?os llevan nuestros padres dici¨¦ndonos a los sevillanos que all¨ª, en cierta esquina de la catedral donde se yerguen cuatro lac¨®nicos gigantes de bronce, se encuentran los restos de Crist¨®bal Col¨®n: supongo que los mismos que llevar¨¢n los padres de Santo Domingo diciendo lo propio a sus ni?os y se?alando la l¨¢pida que existe en aquella catedral del otro lado del oc¨¦ano. Un equipo de la Universidad de Granada, apoyado nada menos que por la National Geographic Society, pretende sacarnos ahora de nuestras dudas: van a tomar una muestra del cad¨¢ver de Sevilla y lo van a comparar con el ADN de Hernando Col¨®n, para ver si coinciden uno y otro. No creo que el resultado decepcione o entusiasme a nadie. A los hombres les pertenece m¨¢s la memoria que los huesos, y la de Col¨®n est¨¢ bastante deste?ida desde el final de la Expo.
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