La privatizaci¨®n es un robo
Nuestras sociedades dicen promover algunas conquistas hist¨®ricas que requirieron siglos de luchas y de esfuerzos por parte de millones de seres humanos. Entre esas conquistas figuran valores que son ya patrimonio de la humanidad, tales como la igualdad, la fraternidad y la libertad, pero en la pr¨¢ctica estos principios constitucionales distan de haberse hecho realidad. Las desigualdades sociales van en aumento, la l¨®gica del beneficio personal prima sobre los intereses comunes, las libertades se ven recortadas en la sociedad del espect¨¢culo por la crisis del trabajo y la precariedad laboral. Millones de ciudadanos se sienten incapaces de asumir libremente un proyecto consecuente de sus vidas, pues carecen de soportes econ¨®micos, culturales o relacionales en los que apoyarse. El resultado es una merma de credibilidad en la democracia que alimenta el reencantamiento del mundo, es decir, el retorno de los irracionalismos religiosos, los fundamentalismos liberticidas, el refugio en la privacidad, la omnipresencia de las cuestiones de identidad. No nos podemos bajar de este mundo en marcha, pero tenemos derecho a proclamar que no nos gusta el rumbo que, desde el puesto de mando, han marcado los grandes l¨ªderes pol¨ªticos, que act¨²an al dictado de los grandes poderes financieros.
Desde finales de los a?os setenta, la ret¨®rica neoliberal, proclamada a bombo y platillo en Estados Unidos y en Europa occidental por los poderes medi¨¢ticos, se ha impuesto de forma acr¨ªtica en nuestras sociedades como si se tratara de una verdad revelada. En realidad, los mentores del nuevo credo liberal, los nuevos dioses del olimpo econ¨®mico, tienen nombres y apellidos. Entre los principales defensores de la nueva econom¨ªa destacan algunos sacerdotes del mercado, como Friedrich Hayek, Milton Friedman, Gary Becker, as¨ª como el recientemente fallecido Robert Nozick. La prestigiosa Universidad de Harvard ha servido de eco a sus voces y ha puesto sordina a las razones de sus detractores, de modo que fuera del liberalismo no parece haber salvaci¨®n. T¨¦rminos tales como esp¨ªritu de empresa, liderazgo, flexibilidad, ajuste econ¨®mico, saneamiento, competitividad, privatizaci¨®n, liberalizaci¨®n... figuran escritos con letras de oro en los catecismos de la mayor parte de los gobiernos. No son consignas aisladas, responden a un programa cuidadosamente dise?ado mediante el cual algunas selectas mentes universitarias rinden pleites¨ªa a los nuevos amos del universo. El principal enemigo a derrotar no es otro que el Estado social. Las pol¨ªticas de privatizaci¨®n constituyen, desde hace dos d¨¦cadas, el ariete con el que golpean los representantes del neoliberalismo para derribar los sistemas de protecci¨®n del Estado social.
Hubo un tiempo en el que a la fallida utop¨ªa liberal tan s¨®lo se opon¨ªa el sue?o del socialismo democr¨¢tico. Masas de miserables lucharon y dieron sus vidas por construir una sociedad igualitaria que nunca se hizo realidad. El relanzamiento del liberalismo en los a?os ochenta y noventa del siglo XX hunde sus ra¨ªces en el fracaso de la utop¨ªa socialista, pero las pol¨ªticas neoliberales, en su ciego empuje mercantilizador, amenazan con derribar los pilares instituidos del Estado social keynesiano, surgido de la derrota de los fascismos. Liberalizaci¨®n, el t¨¦rmino talism¨¢n que el Gobierno espa?ol promocion¨® con la ayuda de los berlusconi de turno en la cumbre de Barcelona, significa sobre todo un ataque contra las viejas formas de garant¨ªa social, incluido el derecho de los trabajadores a la jubilaci¨®n.
Frente a la fracasada utop¨ªa liberal, y frente a la irrealizada utop¨ªa socialista, el Estado social surgi¨® tras el ba?o de sangre de la Comuna de Par¨ªs para crear un espacio de negociaci¨®n entre las dos grandes clases sociales en pugna: los propietarios y los proletarios. Los primeros hicieron de la propiedad privada un derecho sacralizado por la legislaci¨®n. Los segundos so?aban con abolir la propiedad privada para instaurar el socialismo, es decir, la colectivizaci¨®n de los recursos de la tierra en beneficio de todos. El Estado social, en tanto que expresi¨®n de los intereses colectivos, no aboli¨® la propiedad privada, pero cre¨® una nueva forma de propiedad, la propiedad social. La propiedad social es la propiedad de todos avalada por el Estado de derecho y, por tanto, es la ¨²nica propiedad de la que efectivamente gozan los no propietarios, la gente sin condici¨®n. Mediante la propiedad social, los pobres pudieron acceder a la riqueza de un patrimonio com¨²n. Se institu¨ªa de este modo en el puesto de mando el principio de la solidaridad, que alcanzaba su plena expresi¨®n mediante el desarrollo de las instituciones p¨²blicas, y tambi¨¦n a trav¨¦s del buen funcionamiento de los servicios p¨²blicos. Fue as¨ª como las instituciones p¨²blicas de ense?anza, la sanidad p¨²blica, las bibliotecas, los museos, las industrias y las obras p¨²blicas, las viviendas sociales, en suma, las pol¨ªticas de protecci¨®n social, gozaron de una gran legitimidad democr¨¢tica. Frente a la l¨®gica del beneficio privado el Estado social pon¨ªa l¨ªmites a la l¨®gica mercantil, y mediante la propiedad social garantizaba un espacio de integraci¨®n para todos, y especialmente para aquellos que por carecer de propiedades corr¨ªan el riesgo de quedar descolgados del grueso de la sociedad.
A partir de la denominada d¨¦cada neoliberal, los embates contra la propiedad social, contra las pol¨ªticas e instituciones protectoras articuladas en torno a la seguridad social, no han cesado de incrementarse. Para legitimar este expolio organizado era preciso descalificar las instituciones p¨²blicas, la funci¨®n p¨²blica, la fiscalidad sobre las grandes fortunas, los servicios p¨²blicos, denunciar sus inercias, burocracias y rigideces, a la vez que proliferaron los c¨¢nticos laudatorios a la iniciativa privada, al esp¨ªritu de empresa y a la cultura empresarial. Fue as¨ª como en esta econom¨ªa sin sociedad el suelo y el subsuelo p¨²blicos pasaron a manos de especuladores privados, fue as¨ª como empresas p¨²blicas o semip¨²blicas fueron entregadas por los gobiernos de turno a los viejos amigos del colegio, fue as¨ª como los contratos discrecionales y la corrupci¨®n pasaron a adquirir una especie de carta de naturaleza en nuestros sistemas pol¨ªticos, a la vez que viejas formas ya olvidadas de capitalismo salvaje irrump¨ªan en la escena social.
El triunfo del mercado y de la l¨®gica liberalizadora conduce a la barbarie, conduce a las vacas locas y a Gescartera, impone el s¨¢lvese el que pueda, que se incrementa a un ritmo directamente proporcional al deterioro del Estado social. La bipolarizaci¨®n de la sociedad entre ricos y pobres adquiere entonces un ritmo galopante, y en la medida en que se debilita o desaparece el colch¨®n amortiguador de la propiedad social, la sociedad pierde su vertebraci¨®n. Crece el imaginario del miedo, el imaginario de la inseguridad, las v¨ªctimas son convertidas en enemigos, y se debilita la fuerza de cohesi¨®n de las clases medias para dar paso a sujetos en flotaci¨®n que, como los supervivientes de un naufragio, tratan de mantenerse a flote perdidos en el mar.
La privatizaci¨®n es un robo, pues transfiere a los ricos la propiedad de los pobres, y por tanto, priva a la sociedad de su principal base de integraci¨®n. Ante este asalto programado a las instituciones p¨²blicas -que pasa tambi¨¦n por su patrimonializaci¨®n partidista, lo que no deja ser otra versi¨®n perversa de la privatizaci¨®n-, ¨²nicamente cabe asociarse y resistir, pues lo que est¨¢ en juego es la pervivencia misma de la ciudadan¨ªa social.
J. M. Keynes ha se?alado en sus Ensayos sobre intervenci¨®n y liberalismo que una de las falacias de los ap¨®stoles del liberalismo consiste en definir una forma liberal de progreso que impide en la pr¨¢ctica otras formas alternativas de perfeccionamiento social, de tal modo que las pol¨ªticas liberales se convierten en una profec¨ªa anunciada que sirve de confirmaci¨®n al credo liberal. Las pol¨ªticas liberalizadoras reposan en el dogma de que los intereses individuales de quienes triunfan en la l¨®gica del mercado deben de ser preferidos a los intereses del conjunto de la sociedad protegidos en el marco del Estado social. El neoliberalismo es un fundamentalismo que se ignora. En el otro polo se sit¨²an los movimientos antiglobalizaci¨®n, que, cada vez m¨¢s, van cobrando cuerpo y coherencia. No deja de ser una iron¨ªa que a la fuerza de la raz¨®n que ampara a estos movimientos los gobiernos de los pa¨ªses ricos, lejos de ser sensibles a sus demandas, ¨²nicamente hayan respondido apelando, como si de delincuentes se tratara, a las fuerzas del orden. Los l¨ªderes mundiales, protegidos en fortalezas sitiadas como c¨¢maras acorazadas, parecen incapaces de darse cuenta de que si la gente sale a la calle y se pone a gritar reclamando cotas m¨¢s altas de justicia e igualdad es, en ¨²ltimo t¨¦rmino, porque unos gobernantes democr¨¢ticamente elegidos y elegantemente vestidos no s¨®lo no les escuchan, sino que les est¨¢n intentado privatizar con premeditaci¨®n y alevos¨ªa una casa com¨²n en la que todos tenemos derecho a habitar.
Fernando ?lvarez-Ur¨ªa
es profesor titular de Sociolog¨ªa en la Universidad Complutense.
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