Onanismo de primer grado
S¨¦ por experiencia que quien ha tenido fr¨ªo de ni?o permanece helado el resto de su vida. Por eso, cuando pienso en los beb¨¦s que proceden de un embri¨®n congelado, se me ponen los pelos de punta: no hay calefacci¨®n ni abrigo capaces de combatir esa temperatura procedente del tu¨¦tano. Y es que el fr¨ªo, como el enemigo, viene m¨¢s de dentro que de fuera (sin que ello suponga minusvalorar las condiciones objetivas). De ni?o, pon¨ªa debajo de la cama, al acostarme, un vaso de agua que al d¨ªa siguiente estaba helada. Nunca comprend¨ª el porqu¨¦ del paso de los l¨ªquidos al estado s¨®lido, que me parece una operaci¨®n metaf¨ªsica, pero tuve pruebas de que se daba antes que otros compa?eros en cuyas casas hab¨ªa calefacci¨®n.
A veces los oyentes interrumpen nuestras reflexiones por tel¨¦fono porque tambi¨¦n quieren reflexionar, y est¨¢n en su derecho. El d¨ªa que hablamos del fr¨ªo llamaron personas que recordaban las botellas de gaseosa llenas de agua caliente con las que nos ¨ªbamos a la cama. A m¨ª me daban p¨¢nico porque a un compa?ero del colegio le hab¨ªa estallado una en las ingles, mientras se masturbaba. Durante una fracci¨®n de segundo fue muy feliz, pues crey¨® que se abrasaba en el producto de la eyaculaci¨®n, pero luego estuvo un mes en el hospital con quemaduras de primer grado y perdi¨® un test¨ªculo. Para que no estallaran, met¨ªamos dentro una alubia. Lo de la alubia era un rito m¨¢gico, carente de coartada cient¨ªfica, pero lo cierto es que las botellas sometidas a este tratamiento fant¨¢stico no reventaban, aunque hicieras cosas feas con ellas debajo de las s¨¢banas. Las bolsas de agua caliente aut¨¦nticas, con tap¨®n de goma verde, estaban fuera de nuestras posibilidades econ¨®micas.
Lleg¨®, entre otras, la carta de Quina, cuya lectura nos emocion¨®. Imagin¨¢bamos la escena de las estufas port¨¢tiles como el principio de un relato digno de Garc¨ªa M¨¢quez. La carta, como ustedes comprobar¨¢n, era muy sencilla, pero enormemente precisa. No se pierde en ning¨²n dato accidental. Observen el detalle del tiz¨®n que echa humo, y el del olor a madera quemada cuando las ni?as remueven las brasas con un l¨¢piz. A la semana siguiente, recibimos la carta de Milagros, que tambi¨¦n hab¨ªa conocido aquellas calefacciones port¨¢tiles. A?ade un par de detalles m¨¢s de enorme valor: el balanceo de las cajas de metal para avivar el rescoldo y la diferencia entre las cajas de las ricas y de las pobres.
Pasado el tiempo, localizamos por tel¨¦fono a Quina, quien al escuchar la carta de Milagros, dijo:
-Precisamente yo ten¨ªa una vecina que se llamaba Milagros. Viv¨ªa dos puertas m¨¢s all¨¢ de la m¨ªa, pero emigr¨® con su familia a Catalu?a y no he vuelto a saber nada de ella.
Dios m¨ªo, pensamos, no puede ser que esta Milagros sea la misma, aunque tampoco nos extra?aba porque la realidad tiene cierta tendencia a comportarse como un cuento. Localizamos a Milagros y result¨®, en efecto, ser la antigua vecina de Quina. Por problemas t¨¦cnicos no logramos que se saludaran en antena: como en los buenos relatos, lo mejor era lo que no aparec¨ªa. Pero, tambi¨¦n como en los buenos relatos, lo que parec¨ªa una cosa result¨® ser otra. En efecto, pasado el tiempo, Milagros volvi¨® a escribirnos para decir que hab¨ªa hablado por tel¨¦fono con Quina y que no se conoc¨ªan de nada. Nos hab¨ªamos apresurado a fabricarles un pasado en el que las cosas encajaran. Y no encajaban. Las cartas de Quina y de Milagros, en cambio, s¨ª pertenecen al mismo puzle. De hecho, parece una la continuaci¨®n de la otra. Las publicamos juntas por eso y para demostrar que la literatura y la vida guardan a veces la misma relaci¨®n que el interruptor y la bombilla. Es decir, que oprimes la vida y se enciende la literatura.
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