Cuesti¨®n de confianza
La palabra es un instrumento b¨¢sico de la democracia. A trav¨¦s de ella se ritualiza el conflicto en el debate parlamentario, con la consiguiente econom¨ªa de violencia; se dialoga, se negocia, se persuade y se crea opini¨®n. Para que la democracia funcione es necesario que exista una confianza razonable en la palabra de los actores pol¨ªticos. Confianza en el valor de las promesas, confianza en el cumplimiento de los compromisos, confianza en la voluntad de veracidad en los an¨¢lisis y descripciones de lo que ocurre. Donde no hay confianza el campo queda abierto a la demagogia y a la manipulaci¨®n. Precisamente porque sabemos que voluntad de poder y compromiso con la palabra son, por lo menos en la mentalidad de los m¨¢s ambiciosos, factores contraindicados, la ley marca l¨ªmites y obligaciones destinados a evitar que la demagogia haga t¨¢bula rasa de la confianza social b¨¢sica. En definitiva la democracia es un sofisticado sistema para frenar los abusos de poder. Pero la ley puede proteger a los ciudadanos de las insaciables apetencias de los que gobiernan pero no garantiza la calidad de la democracia.
La calidad de la democracia depende de la confianza. Confianza quiere decir reconocimiento mutuo: respeto entre los actores pol¨ªticos y entre pol¨ªticos y ciudadanos. Cuando el gobernante trata a los ciudadanos como personas desinformadas y vulnerables a las que se puede arrastrar a donde se quiera con el enga?o y la mentira, no se produce el respeto elemental por las personas que la democracia exige. Y esto ocurre cada vez que un gobernante miente a sabiendas, simplemente porque cree que gritando m¨¢s y m¨¢s fuerte que los dem¨¢s su mentira se convertir¨¢ en verdad. Esto ocurri¨® durante la huelga del 20-J, en que de madrugada, cuando los trabajadores espa?oles empezaban a levantarse, el Gobierno, con el desd¨¦n de su pijo portavoz, ya hab¨ªa decidido que la huelga no exist¨ªa. De hecho, lo hab¨ªan decidido muchos d¨ªas antes, con lo cual el resultado estaba escrito antes de empezar; s¨®lo hab¨ªa que conseguir que la realidad se acomodara a ¨¦l. Y si no se acomodaba daba lo mismo: mentira. Como dec¨ªa el Financial Times la huelga general por lo menos tuvo una cosa buena: hizo madrugar a los ministros.
No voy a entrar en consideraciones psicologistas sobre el placer que algunos encuentran en la mentira como forma de ejercicio del poder. La econom¨ªa del deseo y sus perversiones es algo personal e intransferible. Pero rondan a menudo el poder personalidades de un infantilismo incurable capaces de pensar, decir y, se supone sentir placenteramente, que uno se hace hombre cuando no hace o no dice lo que piensa por raz¨®n de partido (o de Estado), razonamiento sim¨¦trico a otro muy extendido en el poder econ¨®mico que dice que uno es cre¨ªble cuando ha despedido al primer trabajador. A algunos les hace gracia -coment¨¢ndolo entre ellos se sienten ¨¦lite-, a m¨ª me parece miserable. En cualquier caso, el precio de este uso impasible de la mentira es, tarde o temprano, la p¨¦rdida de la credibilidad, por m¨¢s que se ponga el mayor aparato medi¨¢tico del que gobernante alguno haya dispuesto nunca en Espa?a al servicio de tama?a desinformaci¨®n. Sobre estas bases, sobre este enorme desajuste entre realidad y verdad oficial no hay confianza posible.
Adem¨¢s de demoler la confianza en la palabra, el Gobierno dinamita la confianza en las instituciones. Hay algo que este Gobierno, cuya misi¨®n hist¨®rica esencial es privatizar todo lo que se pueda, no entiende o no quiere entender, que es el concepto de servicio p¨²blico. Los datos ofrecidos por un ministerio son datos oficiales, sometidos por tanto a la exigencia de veracidad y de imparcialidad que todo servicio p¨²blico tiene. Utilizar una instituci¨®n p¨²blica para divulgar falsedades por estricto inter¨¦s de partido es un uso indebido del servicio p¨²blico que en una democracia fuerte deber¨ªa tener consecuencias para quien lo hace.
En la otra orilla -en este caso la sindical- se practica un uso de la verdad parecido, con la atenuante de que no disponen del enorme aparato de propaganda del Gobierno. Se equivocan, sin embargo, si piensan que lo contrarrestar¨¢n engordando las cifras. Tambi¨¦n la cifra de entre el 80% y el 90% de seguimiento de la huelga estaba decidida de antemano. Tambi¨¦n se da de bruces con la realidad que cada ciudadano pod¨ªa percibir por s¨ª mismo. Con ella ni consiguen contrapesar la desinformaci¨®n oficial, ni consiguen generar confianza o credibilidad.
Sin la confianza que el di¨¢logo democr¨¢tico requiere, la democracia es demagogia: la conquista del reconocimiento social por la alarma, la falsedad y las soluciones imposibles, como estamos viendo en la actual agenda de Aznar ya sea en inmigraci¨®n, en lucha antiterrorista o en desregulaci¨®n econ¨®mica. Vista la escasa voluntad pol¨ªtica de restaurar la confianza, visto como la agenda de Le Pen contamina a derecha e izquierda (¨¦sta prefiere ir a remolque en vez de desmitificar el discurso dominante por miedo a ser impopular), lo m¨¢s sensato es pensar la democracia en t¨¦rminos de desconfianza, es decir, no desde la perspectiva de la adhesi¨®n al poder sino de la resistencia. En definitiva, optimizar los mecanismos de control del poder, que son la esencia de la democracia. Lo cual, como advierte Dahrendorf, se hace cada vez m¨¢s dif¨ªcil porque 'las decisiones est¨¢n emigrando del espacio tradicional de la democracia'. Y, porque los gobernantes ocupan sin reparos todos los espacios de control, empezando por el judicial.
?Es sostenible una democracia fundada en la desconfianza en el poder y no en la confianza? S¨ª, a una condici¨®n: que la prensa cumpla con el deber de veracidad en la informaci¨®n -y por tanto se gane la confianza- que en este momento los pol¨ªticos no tienen y los medios de comunicaci¨®n probablemente tampoco. No puede ser que en una manifestaci¨®n los organizadores vean 500.000 personas y la Delegaci¨®n del Gobierno vea 15.000 y que la prensa no vea nada, se limite a dar las dos cifras, sin tener criterio propio. Metidos en este camino, el problema ya no es de credibilidad de los gobernantes, es de la confianza elemental para que una sociedad sea de opini¨®n y no de indiferencia.
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