Los bigotes de Dal¨ª
Qu¨¦ fue lo que nos cambi¨® el car¨¢cter? Por fin ya ¨¦ramos antip¨¢ticos y desconfiados de verdad. Ten¨ªamos reacciones imprevisibles. Est¨¢bamos dispuestos a saltar a la menor provocaci¨®n, o incluso sin provocaci¨®n. Nadie sonre¨ªa. Ni daba las gracias. Protest¨¢bamos de todo a todas horas. Nos pas¨¢bamos la vida de bronca en bronca. ?ramos el primer parque tem¨¢tico de Europa dedicado a la trifulca y al malhumor. Tambi¨¦n ¨¦ramos la reserva occidental del vinagre y de la mala leche. En Antipatilandia nos un¨ªa lo mismo que nos separaba: el cabreo general. ?sta era la identidad de los habitantes.
Pese a todo, yo amaba a mi pa¨ªs. Quer¨ªa viajar por ¨¦l a fin de comprobar que quiz¨¢ estaba equivocado. Quer¨ªa descubrir gente simp¨¢tica que, tal vez por temor, permanec¨ªa oculta.
Me miraba con sus ojos fuera de las ¨®rbitas, sin duda decidido a incrustarme el m¨®vil donde pudiera. Y no me gust¨®. Nadie intervino. Y el tipo se creci¨®
En la playa quisieron venderme patatas fritas a cuatro euros. Y alquilarme una vela de surf a 15 la hora, aunque el mercader escondi¨® un cartel que pon¨ªa 10
El museo era una experiencia l¨²dica entre caracoles subiendo al cielo, relojes blandos y semiblandos, y camas de matrimonio con patas de cocodrilo
Ahora, precisamente, yo acababa de tener una trifulca. Total por nada. Viajaba en el Euromed, que iba de bote en bote. Mi vecino de asiento, un tipo de unos treinta y pocos a?os, sac¨® su m¨®vil. Esto lo hacemos todos. Pero ¨¦l lo mir¨® como si se tratara de un arma que apret¨® en su mano como un pu?o americano. Ese gesto presagiaba la paliza telef¨®nica que nos iba a dar. Durante m¨¢s de dos horas bramaba, gritaba, vociferaba, se carcajeaba, recuperaba llamadas, perd¨ªa la cobertura y no dejaba de soltar majader¨ªas. Era un flagelo p¨²blico, pero el p¨²blico tragaba. Hasta que no pude m¨¢s y amablemente le ped¨ª que al menos bajara un poco la voz.
-?Qu¨¦ has dicho? ?Bajar la voz?
-A ti s¨ª que te voy yo a bajar la voz -dijo amenazante-. ?Quieres ver c¨®mo te tragas mi m¨®vil con el buz¨®n, la agenda y todas las llamadas perdidas?
Fuera de sus casillas
Me miraba con sus ojos fuera de las ¨®rbitas, sin duda decidido a incrustarme el chisme por donde pudiera. Y no me gust¨®. Nadie intervino. Y el tipo se creci¨®. Durante el resto del viaje gru?¨ªa y refunfu?aba sin dejar de berrear al tel¨¦fono.
Por mi parte, entorn¨¦ los ojos para fantasear mejor y acarici¨¦ la idea de un mort¨ªfero descarrilamiento.
Ya en la estaci¨®n de Sants alquil¨¦ un coche para ir a Figueres, cuna de Dal¨ª, el precursor de las m¨¢s patri¨®ticas antipat¨ªas vanguardistas. Cuando se le cruzaban los bigotes a Dal¨ª, su bast¨®n asestaba golpes certeros. Una vez rompi¨® la luna de un escaparate en Nueva York. Era un genio de la bronca y un maestro de la provocaci¨®n. Su obra podr¨ªa inspirarme.
Pero antes ten¨ªa que atravesar la Ciudad Condal en plena erupci¨®n de tr¨¢fico. Los peatones cruzaban los pasos de cebra con miradas asesinas. Los conductores devolv¨ªan esas miradas con otras a¨²n m¨¢s sanguinarias. Yo, al margen del tiroteo, obsequiaba sonrisas a unos y a otros.
Fue un error. Mis sonrisas las tomaron a mal. Un peat¨®n me plant¨® cara. Se agarr¨® a la manilla de la portezuela para sacarme del coche. '?Qu¨¦, de cachondeo? ?Pues te vas a re¨ªr de tu puta madre!'. Le temblaban las mand¨ªbulas. Y me puso tan nervioso que s¨®lo se me ocurri¨® desearle una bona tarda. Si no llega a cambiar el sem¨¢foro, se me come vivo.
Tr¨¢fico fren¨¦tico
En la autopista, el tr¨¢fico era fren¨¦tico. Te adelantaban a m¨¢s de 160 por hora. As¨ª, una hora tras otra. Los ve¨ªa por el retrovisor haciendo destellos. Si no me apartaba en el acto, se me pegaban al coche, casi me tocaban y hac¨ªan cortes de mangas, cuernos y hasta el dedito, antes de pegar el volantazo.
Pese a todo, yo me manten¨ªa juicioso. Me hab¨ªa propuesto no ser ejecutado sumariamente en ninguna cuneta. No pod¨ªa olvidar que todos los puentes y muchos fines de semana ca¨ªa medio centenar de v¨ªctimas mortales a lo largo y ancho de Antipatilandia. Pero la masacre se aceptaba como un mal menor e inevitable: correr y hacer animaladas val¨ªa m¨¢s que esas vidas.
En una elegante gasolinera del Ampurd¨¢n me mandaron a tomar fresco por pedir un cubo de agua y un cepillo con el que limpiar el parabrisas. '?Cubo? Te vas a la ferreter¨ªa y compras lo que m¨¢s te guste. Aqu¨ª ya no tenemos cubos. El mismo d¨ªa que lo pones desaparece'.
La cola del Museo Dal¨ª daba la vuelta a la manzana. Son 850.000 visitantes al a?o. Despu¨¦s de El Prado y del Reina Sof¨ªa, era el m¨¢s visitado. Y Figueres recordaba a Lourdes. Vend¨ªan todo tipo de reliquias de Dal¨ª en las calles c¨¦ntricas. Un caf¨¦ se llamaba Dalicatessen. Se respiraba una atm¨®sfera de peregrinaci¨®n a la gruta milagrosa donde Gala se hab¨ªa aparecido a los pastorcitos del lugar para revelar que incluso Rusia se convertir¨ªa al surrealismo. Sin embargo, las profec¨ªas no hac¨ªan referencia alguna al car¨¢cter del pueblo y su posible curaci¨®n. Con obras en la Rambla, los guardias y los vecinos te trataban peor que a una hormigonera.
El museo era una experiencia l¨²dica entre caracoles subiendo al cielo, relojes blandos y semiblandos, camas de matrimonio con patas de cocodrilo y abundancia de pisotones del p¨²blico que, fiel al mensaje de la ¨²ltima adquisici¨®n, titulada El sentimiento de velocidad, emprend¨ªa carreras desbocadas por los pasillos saturados de bric-a-brac daliniano.
La bah¨ªa de Roses me apacigu¨®. Aunque los guardias municipales te persegu¨ªan con el talonario de multas como rumanas con La Farola, la playa era magn¨ªfica. El ¨²nico problema radicaba en d¨®nde aparcar el veh¨ªculo. No hab¨ªa forma. Lo abandon¨¦ diez minutos para buscar orientaci¨®n en Info Tourist. Pero mientras me daban un plano y una lista de chiringuitos donde comer el t¨ªpico suquet, no s¨®lo fui multado, sino tambi¨¦n embestido por una furgoneta que al parecer se dio a la fuga.
Ahora, arrastrando el paragolpes, llegu¨¦ a Cadaqu¨¦s muerto de hambre y me met¨ª a comer en La Galiota, donde me esperaban Dal¨ª y Man Ray, y tambi¨¦n do?a Pepita, la due?a. 'Me robaron un dal¨ª firmado', dijo resignada. Y mientras me com¨ªa un pescado al vapor, do?a Pepita relat¨® primero la historia de la enfermedad y muerte de Dal¨ª (por un disgusto, dijo, propinado por Sabat¨¦), y a continuaci¨®n la historia del naufragio de su padre, quien, con otros 12 hombres, perdi¨® la vida entre Palma y Cadaqu¨¦s. El barco se llamaba La Galiota.
El pescado me sent¨® mal. Lo notaba coleando en mi est¨®mago. Imaginaba que era descendiente directo de alg¨²n pez que se habr¨ªa comido al padre de do?a Pepita. Pagu¨¦ a toda prisa y me fui a comprarme unas alpargatas Dal¨ª, de esas que tienen cintas negras anchas y largas y la suela de esparto.
Precios distintos
Las vend¨ªan en muchos sitios, pero en cada tienda la misma alpargata ten¨ªa un precio distinto, seg¨²n el ojo que te pusiera encima el propietario. Se lo dije a uno: 'No se moleste usted, pero al lado las venden tres euros m¨¢s baratas'. Me mir¨®, abri¨® la puerta para que me largara enseguida y en un catal¨¢n econ¨®mico dijo que en cinco minutos acudir¨ªa en persona a ese sitio para hacer provisiones.
Luego pens¨¦ que hab¨ªa actuado con temeridad. Pod¨ªa haberlo cabreado, en cuyo caso, y tal como va este a?o el turismo, el tipo me habr¨ªa corrido a alpargatazos.
En la playa quisieron venderme patatas fritas a cuatro euros. Y alquilarme una vela de surf a 15 euros la hora, aunque en un cartel que escondi¨® el mercader del viento pon¨ªa 10 euros. Un plato de bacalao con ajos en una taberna infecta costaba 43 euros.
Port Lligat conservaba en perfecto estado la casa que ocuparon Gala y Dal¨ª durante medio siglo. La visita era de media hora en grupos de ocho personas, con gu¨ªa pol¨ªglota al frente.
Ahora yo arrastraba las alpargatas nuevas de Dal¨ª por las habitaciones y el estudio de Dal¨ª, y sent¨ªa una especie de levitaci¨®n aun cuando una turista noruega, cocida en licores, insist¨ªa en que le ense?aran la cuna de los ni?os de Dal¨ª. No sirvi¨® de gran cosa que el gu¨ªa repitiera que Dal¨ª no tuvo hijos. Que no hab¨ªa cunita. Que se conformara la noruega con el bid¨¦ de Gala. Ella quer¨ªa la cuna.
Cuando regres¨¦ al coche ya al crep¨²sculo, advert¨ª que la cerradura hab¨ªa sido forzada y mis n¨¢uticas hab¨ªan volado. Instintivamente mir¨¦ al cielo. Nada. Y a la tierra. Tampoco. Me dije, quien las lleve puestas, que las disfrute. No es grave.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.