?D?NDE SE ESCONDEN LOS TALIBANES?
Hace un a?o, Afganist¨¢n era un pa¨ªs de talibanes, unos gobernantes elusivos y siniestros de cuyo l¨ªder, el cl¨¦rigo Omar, ni siquiera conoc¨ªamos la cara. Ahora, su nuevo presidente, Hamid Karzai, est¨¢ considerado el hombre m¨¢s elegante del mundo y los turbantes que exhibe causan admiraci¨®n en vez de temor. Omar y sus secuaces siguen en paradero desconocido.
A Yehia Mujidshada a¨²n se le saltan las l¨¢grimas cuando recuerda c¨®mo los talibanes le obligaron a romper las estatuillas del Museo de Kabul. Cuando conoc¨ª a Mujidshada acababa de producirse el destrozo y ¨¦l tambi¨¦n llevaba turbante y barba de talib¨¢n. 'Nos obligaban', se justifica ahora este arque¨®logo que logr¨® salvar una pila de piedra del periodo bactriano (siglos III al I antes de Cristo) haci¨¦ndola pasar por isl¨¢mica. Como ¨¦l, la mayor¨ªa de los afganos tuvieron que adoptar la est¨¦tica de la milicia radical. Entonces resultaba dif¨ªcil distinguir qui¨¦n compart¨ªa, adem¨¢s, sus ideas. Aun as¨ª, todos aquellos enturbantados barbudos no pueden haberse evaporado.
'Los talibanes destruyeron nuestro pa¨ªs y nuestra cultura', denuncia el presidente Hamid Karzai, '[sus responsables] est¨¢n siendo buscados por lo que hicieron'. Pero hasta el momento s¨®lo el que fuera ministro de Exteriores Wakil Ahmad Muttawakil y su embajador en Pakist¨¢n, Abdul Salam Zaif, se hallan detenidos. Seg¨²n Mujidshada, tanto Taher, el cl¨¦rigo responsable de la destrucci¨®n de las figurillas, como Naquibullah Wahidyar, el entonces director del museo, huyeron con la llegada de la Alianza del Norte. 'Todos sus simpatizantes se han marchado', asegura. Es la misma explicaci¨®n que dan en todas las oficinas p¨²blicas.
'Se han ido al Sur', conf¨ªa hayi Qandi, un vendedor de alfombras de Kabul que exhibe una amplia sonrisa y una barba bien recortada. Qandi sabe de qu¨¦ habla porque, a diferencia de otros comerciantes, ¨¦l sigui¨® manteniendo un negocio boyante durante la ¨¦poca talib¨¢n. Claro que entonces recib¨ªa a sus clientes con turbante y gesto adusto. Qandi, negociante donde los haya, afirma que no le qued¨® otro remedio que adoptar aquella imagen. Sin embargo, los seminaristas isl¨¢micos llevaban a su tienda a los escasos extranjeros que visitaban el pa¨ªs, lo que le facilitaba unos ingresos en d¨®lares casi imposibles de obtener sin connivencia con el r¨¦gimen.
El Sur es la tierra de los pastunes, la etnia mayoritaria en Afganist¨¢n, y, sobre todo, Kandahar, la capital espiritual de los talibanes. El responsable de seguridad de la ONU desaconseja el viaje. 'Su organizaci¨®n no debiera haberla enviado sola a este pa¨ªs', espeta, con la franqueza ruda propia de los militares. 'Los talibanes lograron seguridad aunque fuera con miedo y sobornos, pero ahora el Gobierno no controla m¨¢s all¨¢ de Kabul, y en las zonas rurales hay se?ores de la guerra, grandes y peque?os, que campan por sus respetos'. Extranjero, solo y, adem¨¢s, mujer, constituye para ¨¦l garant¨ªa de problemas. En la calle, la amabilidad y la cortes¨ªa de los afganos parecen indicar todo lo contrario. Tal vez las dos versiones sean ciertas en un pa¨ªs tan complejo.
La carretera que conduce a Kandahar deja de merecer ese nombre menos de una hora despu¨¦s de abandonar Kabul. Entre las dos ciudades hay 482 kil¨®metros, pero en Afganist¨¢n las distancias no se miden en kil¨®metros, sino en horas de viaje, y Kandahar se halla a dos d¨ªas de coche, que transcurren sin m¨¢s dificultades que el polvo del camino y los eventuales pinchazos. La transformaci¨®n del paisaje, sin embargo, dice mucho del car¨¢cter de sus habitantes. S¨®lo la cinta verde que transcurre paralela a la ruta y a los torrentes resulta habitable. A uno y otro lado, cadenas monta?osas que rondan los 4.000 metros de altitud. Las laderas est¨¢n desnudas.
Qalat, la polvorienta capital de la provincia de Zabol, anuncia la llegada de Kandahar. Apenas hay mujeres por las calles. Los turbantes y las barbas dan la sensaci¨®n de que se sigue viviendo bajo los talibanes. Hace ya un buen trecho que me he vuelto a poner el pa?uelo en la cabeza como entonces. Aqu¨ª, la poblaci¨®n ni siquiera se molesta en esconder sus simpat¨ªas por la milicia de los seminaristas isl¨¢micos. La pasada primavera, cuando todo el pa¨ªs eleg¨ªa a sus representantes para la Loya Jirga (la Gran Asamblea tradicional que se celebr¨® en junio), la comisi¨®n organizadora tuvo que designar a dedo a los delegados de esta provincia. Los encargados de la elecci¨®n eran recibidos a palos cada vez que se acercaban a la ciudad.
'Seg¨²n mis informaciones, ya no quedan talibanes aqu¨ª', afirma sonriente el cl¨¦rigo Naquibullah, el segundo hombre m¨¢s poderoso de Kandahar a pesar de no ejercer ning¨²n cargo p¨²blico. Tras derrotar a la milicia de los seminaristas, Naquibullah renunci¨® a enfrentarse al nuevo gobernador, Gul Agh¨¢ Shirzai, para evitar otro derramamiento de sangre en la ciudad. Sin embargo, ha logrado colocar a uno de sus comandantes como responsable militar de la provincia. El pasado enero, Gul Agh¨¢ dej¨® en libertad a varios ministros talibanes que se hab¨ªan rendido despu¨¦s de que 'prestaran juramento de fidelidad a las nuevas autoridades'. 'Los jefes han huido a Ir¨¢n y Pakist¨¢n', explica Naquibullah, en tanto que 'los empleados y los soldados han vuelto a sus casas, entre su gente'.
No muy lejos, sin embargo. Los locales aseguran reconocerles y a¨²n se muestran precavidos en su presencia. Cuando se les pregunta por pistas, se?alan el bazar y las extravagantes villas de los barones de la droga, a los que todo el mundo conoce por su nombre. Pero nadie quiere hablar en p¨²blico.
En la carretera a Herat hay una casa destruida por los bombardeos estadounidenses del pasado octubre. Su propietario, hayi Abdul Qayum, no tiene inconveniente en mostrar los destrozos que un constructor ha valorado en 150.000 d¨®lares. Estaba sin estrenar. 'No s¨¦ por qu¨¦ lo hicieron', manifiesta impasible. Uno de sus empleados menciona que en la vecindad viv¨ªan dos ¨¢rabes. 'Juro que nunca he dado la mano a un ¨¢rabe', interviene Qayum. Y eso a pesar de que dice dedicarse al comercio con Dubai. Aun despu¨¦s de lo sucedido, afirma estar contento con el nuevo Gobierno. Sin embargo, s¨®lo alguien muy conectado con el r¨¦gimen anterior pudo hacer fortuna para levantar una casa de 18 habitaciones con sus respectivos ba?os en un pa¨ªs cuya renta per c¨¢pita no alcanza los 200 d¨®lares.
Aunque hay algunos funcionarios de rango medio en las c¨¢rceles, otros cargos que colaboraron con los talibanes han seguido compartiendo el poder despu¨¦s de la ca¨ªda del r¨¦gimen. 'Me ha tocado hablar con funcionarios y luego he sabido que estaban en ese puesto con los talibanes', declara el responsable de una organizaci¨®n humanitaria. 'No es tan f¨¢cil hacer borr¨®n y cuenta nueva porque los equipos tienen mucho que ver con la estructura tribal y de clanes de esta sociedad', explica un observador extranjero, 'muchos de ellos son notables que tienen el apoyo de su gente y se toma en cuenta lo que opinan'.
El doctor Abdul Jabar confirma que no ha habido represalias. 'La mayor¨ªa se ha reintegrado en la vida normal', se?ala. Jabar es el subdirector del hospital central de Kandahar, el Mir Wais, el destartalado centro donde un grupo de talibanes heridos lograron hacerse fuertes el pasado diciembre y mantener un pulso de varios d¨ªas con las fuerzas especiales estadounidenses. Necesitaron ayuda de dentro y muchos de esos m¨¦dicos y enfermeros siguen ejerciendo como si nada. 'Era gente que se hab¨ªa cambiado a talib¨¢n y ahora ha vuelto a la normalidad', insiste Jabar.
La normalidad en Kandahar se parece mucho al modelo que propon¨ªan los talibanes. 'Sigue siendo una ciudad extremadamente conservadora y no todo es posible', coinciden en se?alar varios trabajadores humanitarios europeos cuyas ONG act¨²an en consecuencia. 'Aqu¨ª estamos levantando la sala de espera para mujeres y ah¨ª la de hombres', muestra Miguel ?ngel G¨®mez Candela, un arquitecto espa?ol de M¨¦dicos del Mundo que est¨¢ rehabilitando el centro de tuberculosis y la maternidad del Mir Wais. Tambi¨¦n la farmacia tiene una planta rectangular para permitir despachar de forma independiente a unas y a otros. 'Las normas del hospital s¨®lo especifican la separaci¨®n de las salas de tratamiento, pero nos adaptamos a las costumbres locales', aclara.
Algunos de los talibanes que andan sueltos tal vez sean los mismos que el pasado octubre saquearon la sede de M¨¦dicos Sin Fronteras. 'Se llevaron todo. Hemos tenido que empezar de cero', explica su portavoz. Los riesgos no frenan a las ONG, pero se toman precauciones. A pesar de que Kandahar es la ¨²nica ciudad afgana importante sin toque de queda, los trabajadores humanitarios rara vez se aventuran fuera de sus residencias despu¨¦s de las diez de la noche. 'En las ¨²ltimas semanas ha mejorado la seguridad, pero todav¨ªa necesitamos guardias en las casas', constata.
Seg¨²n el decir popular, ni el cl¨¦rigo Omar ni Osama Bin Laden est¨¢n muy lejos: en las monta?as situadas al norte de Kandahar. De hecho, de vez en cuando se oyen los bombardeos de las fuerzas estadounidenses. Se lo menciono a Naquibullah. 'Si est¨¢n en las monta?as, es un problema', reconoce, sin darle m¨¢s importancia. 'Los norteamericanos me han asegurado que se ir¨¢n en cuanto acaben con ellos'. De momento, mantienen una gran base de operaciones en el aeropuerto de la ciudad.
Y es que el camino a Guant¨¢namo pasa por Kandahar. A finales de junio no quedaba ning¨²n prisionero en las celdas de esa base. 'El lugar sigue abierto', conf¨ªa Philippe Tremblay, 'a¨²n hay setenta u ochenta detenidos en Bagram y tambi¨¦n es posible que devuelvan a alguno de los detenidos en Guant¨¢namo si no encuentran pruebas suficientes para enjuiciarlos'. Tremblay es uno de los delegados de protecci¨®n del Comit¨¦ Internacional de la Cruz Roja. 'Intentamos que les traten de forma digna', explica.
Mientras tanto, los chismes sobre talibanes inundan Kandahar. Dif¨ªcil comprobar cu¨¢les son ciertos y cu¨¢les fruto de la imaginaci¨®n popular. Uno de los m¨¢s repetidos cuenta el reciente secuestro a punta de Kal¨¢shnikov de un mec¨¢nico que, con los ojos vendados, fue trasladado hasta las monta?as para reparar varios veh¨ªculos de los seguidores de Omar. Acabado el trabajo, el hombre fue devuelto a su domicilio con 100.000 rupias paquistan¨ªes (unos 1.800 euros) en el bolsillo.
Ma?ana: Traficantes y bandidos.
Americanos en la casa del cl¨¦rigo Omar
Hace un a?o, Afganist¨¢n estaba cerrado con candado por el r¨¦gimen talib¨¢n. Alto, delgado y tuerto, su l¨ªder, un cl¨¦rigo pueblerino llamado Mohamed Omar, daba protecci¨®n al enemigo n¨²mero uno de Estados Unidos, el terrorista saud¨ª Osama Bin Laden, y manten¨ªa en jaque al mundo. El elusivo Omar dirig¨ªa a sus seguidores desde la residencia que Bin Laden le hab¨ªa regalado a las afueras de Kandahar. S¨®lo la gente de su m¨¢xima confianza ten¨ªa acceso al recinto amurallado tras el que se levantaba su casa y la de sus familiares m¨¢s cercanos. Escasos occidentales hab¨ªan logrado entrevistarse con ¨¦l. Su personalidad y sus intenciones ¨²ltimas eran un misterio. A punto de cumplirse 12 meses del fat¨ªdico 11 de septiembre de 2001, la mayor¨ªa de las inc¨®gnitas sobre el cl¨¦rigo Omar permanecen sin respuesta. Huido a las monta?as de su Oruzgan natal, contin¨²a siendo objeto de la persecuci¨®n estadounidense. Sin embargo, los intensos bombardeos con que EE UU respondi¨® a los atentados contra las Torres Gemelas y el Pent¨¢gono rompieron el candado talib¨¢n y abrieron las puertas de Afganist¨¢n al resto del mundo. Incluso la casa-fortaleza en la que se parapetaba el l¨ªder talib¨¢n se convirti¨® en atracci¨®n period¨ªstica. 'No pueden pasar, ahora est¨¢n los americanos', advierte el soldado afgano que monta guardia en el per¨ªmetro exterior. Pero en Afganist¨¢n todo es negociable. El edificio principal a¨²n est¨¢ en pie. 'Esta ala era para una mujer, y la de enfrente, para la otra', explica el improvisado gu¨ªa, que no sabe dar cuenta de d¨®nde viv¨ªan las otras dos esposas de Omar. Ya no queda rastro de la famosa cama de cuatro metros cuadrados que hizo las delicias de los bromistas y el cuarto del cl¨¦rigo es demasiado peque?o para haberla albergado. Desde la azotea se observa mejor el da?o causado por los bombardeos, pero para entonces el visitante ya se ha convencido de que la casa merec¨ªa su destrucci¨®n s¨®lo por el p¨¦simo gusto con que estaba decorada. Al fondo, en un extremo del recinto, ondea la bandera de las barras y estrellas. S¨®lo en Kandahar, EE UU tiene 3.000 soldados. La mayor¨ªa de los afganos, en especial entre las ¨¦lites educadas, agradece que les hayan librado de los talibanes, aunque nadie esconde su preocupaci¨®n por la duraci¨®n de esa presencia. El bombardeo de una boda el 1 de julio ha abierto el debate.
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