El mercader de Korcula
La peque?a y amurallada villa de Korcula, fundada mitol¨®gicamente por Antenor, h¨¦roe de Troya, en el Adri¨¢tico croata, se jacta de ser la tierra natal de micer Marco Polo y por la modesta suma de cinco kunas el forastero puede trepar una escalerita pina y visitar la torre de la ruinosa casa donde, se supone, vio la luz el gran viajero y mercader veneciano, un d¨ªa del remoto a?o de 1254. El mirador, de blanca piedra caliza, sobrevuela las casas de la ciudad medieval, y tiene una vista soberbia, circular, sobre los bosques de pinos y cipreses del continente y las islas vecinas, y domina la bah¨ªa que circunda la pen¨ªnsula donde se halla aprisionada Korcula.
Aqu¨ª hubo una colonia griega, y despu¨¦s una ciudad romana, pero quienes dejaron una huella imperecedera en Korcula fueron los venecianos: en todas las iglesias de la villa, empezando por la bella catedral, el alado le¨®n de San Marcos devora corderos, protege los Evangelios o desaf¨ªa con la arrogancia ingenua de un personaje del aduanero Rousseau el horizonte por donde pueden arribar los invasores sarracenos. Los nativos no s¨®lo juran que micer Marco Polo naci¨® aqu¨ª; aseguran tambi¨¦n que en estas aguas verde azulinas del mar Adri¨¢tico fue capturado por los genoveses, en 1298, y llevado a la prisi¨®n de G¨¦nova donde dict¨® a Rustichello de Pisa, su compa?ero de celda, en franc¨¦s macarr¨®nico, El Libro de las Maravillas, conocido tambi¨¦n como Il Milione o La descripci¨®n del mundo, contando sus viajes y aventuras por Asia, en la corte del Gran Jan. Ning¨²n otro libro excitar¨ªa tanto la imaginaci¨®n europea medieval y renacentista, ni despertar¨ªa tanta sed de exotismo y aventuras, como esta cr¨®nica de los casi cuatro lustros que pas¨® recorriendo la Europa profunda y el Asia legendaria, entre refinados y exquisitos cortesanos o feroces can¨ªbales, corsarios desenfrenados, audaces comerciantes, traficantes de esclavos y de elixires y cazadores de fieras y de ensue?os, este veneciano de vida tan elusiva y misteriosa como la de uno de sus m¨¢s aprovechados lectores, don Crist¨®bal Col¨®n, a quien, se dice, Il Milione, que ley¨® y estudi¨® con devoci¨®n de catec¨²meno, abri¨® el apetito por los tesoros y prodigios de Cipango y Catay. Porque Marco Polo, que cuenta en su libro tantas cosas, casi no dice nada sobre ¨¦l mismo.
No hay prueba alguna de que Marco Polo naciera o viviera aqu¨ª, desde luego. Pero, como me dice una estilizada muchacha que, a la vuelta de la torre que acabo de visitar, vende los dibujos y cuadros de su marido, el artista croata Hrvoje Kapelina: '?Qu¨¦ importa ahora eso?'. En efecto, los h¨¦roes no pueden pertenecer s¨®lo a quienes un azar geogr¨¢fico depar¨® la conciudadan¨ªa con ellos; tambi¨¦n merecen ser de quien mejor se los apropia, de quienes hacen m¨¢s m¨¦ritos para adue?arse de su biograf¨ªa y su leyenda. Y, sin la menor duda, la esforzada Korcula ha hecho m¨¢s para merecer a Marco Polo que la propia Venecia, donde ni siquiera he podido encontrar una placa que recuerde a su ilustr¨ªsimo vecino.
Nunca hab¨ªa le¨ªdo El Libro de las Maravillas y acabo de hacerlo ahora, estimulado por la visita a Korcula, en la excelente versi¨®n de Mauro Armi?o. Es una grata sorpresa descubrir que, sin dejar de referir cosas extraordinarias, el documento tiene, sobre todo en lo relativo a Mongolia y China -menos en lo que concierne a la India-, una sostenida vena realista y que Marco Polo fue y quiso ser, ante y sobre todo, un mercader, un hombre dedicado al comercio, actividad que -parece est¨²pido tener que recordarlo- ha sido siempre sin¨®nimo de progreso y civilizaci¨®n, de convivencia y di¨¢logo, de rechazo de la violencia y de la guerra, de apuesta por la coexistencia y la paz. Micer Marco Polo registra en sus memorias con la debida estupefacci¨®n la existencia en Sumatra de ¨¢rboles cuyos frutos curan la melancol¨ªa, y en los bosques de la India de hombres con colas y hocicos de perro, y en la regi¨®n de Gudjerat de leones que, al igual que los seres humanos del vecindario, son negros retintos como el carb¨®n. Y hace esfuerzos muy meritorios para describir en lenguaje cient¨ªfico a esos animales ex¨®ticos que encuentra a su paso y que nadie conoce todav¨ªa en Europa, como la tar¨¢ntula, el murci¨¦lago y el rinoceronte, fea bestia cornuda a la que confunde con el delicado unicornio de los tapices medievales. En Madagascar se informa de la existencia del Roc, improbable p¨¢jaro grifo que levanta con sus garras a un elefante, lo eleva por los aires, lo deja caer para que se despedace y luego se lo traga entero, y en Zanz¨ªbar documenta la extraordinaria manera como fornican los monumentales proboscidios.
Pero lo que al veneciano de veras exalta y emociona no son las curiosidades pintorescas, ni los hechos de armas de los implacables mongoles ante cuyos jinetes las ciudades e imperios se desbaratan como castillos de naipes, ni las cacer¨ªas multitudinarias de los pr¨ªncipes b¨¢rbaros con elefantes, gerifaltes, monos y leones. Sino el espect¨¢culo de las heroicas caravanas de mercaderes que, luego de recorrer a lo largo de meses y a?os selvas hirsutas, p¨¢ramos y ventisqueros glaciales, y de sobrevivir a las emboscadas de los forajidos y a las guerras de los conquistadores, llegan a las ciudades y desparraman en los mercados sus sedas estampadas y sus tejidos bordados, sus maderas preciosas -el ¨¢loe, la caoba, el s¨¢ndalo rojo, el nogal-, sus joyas rutilantes y los fardos de canela, de sal y de pimienta, de ruibarbo y jengibre, y venden y compran y no han acabado de llegar a un destino cuando ya se aprestan a partir de nuevo, al otro extremo del mundo, en una nueva peregrinaci¨®n comercial, con otra carga monumental de mercanc¨ªas.
?l, tan mesurado y comprensivo en sus juicios con los pa¨ªses que visita, tan tolerante y civil para con los usos y las creencias de los b¨¢rbaros -la misma antropofagia le merece comedidos comentarios- pierde la ponderaci¨®n y poco menos que blasfema contra los infames corsarios de Gudjerat, par¨¢sitos que viven de asaltar los bajeles de los honrados comerciantes y que, no contentos con robarse todo lo que encuentran en la cubierta y las bodegas de los barcos que asaltan, hacen tragar a sus v¨ªctimas, los pobres mercaderes, un brebaje de tamarindo que provoca incontenibles diarreas, para que defequen los diamantes que se han tragado creyendo, los pobres ingenuos, que en su est¨®mago estar¨ªan a buen recaudo de esas sanguijuelas ¨¢vidas.
Fue un gran viajero, un notable explorador, y debi¨® de ser tambi¨¦n un var¨®n temerario, un pol¨ªglota y un diplom¨¢tico habil¨ªsimo para hacerse aceptar y sobrevivir a las intrigas en la corte del Gran Jan, al que, por lo visto, sirvi¨® como asesor, mensajero especial e, incluso, como gobernador, por tres a?os, de la ciudad de Yangi¨². Pero fue sobre todo un mercader, en la nobil¨ªsima y civilizada acepci¨®n de esta palabra a la que las ideolog¨ªas demag¨®gicas han envilecido injustamente, identific¨¢ndola con la visi¨®n materialista, pedestre, ego¨ªsta y codiciosa de la vida, olvidando que comerciar signific¨®, por encima de todo eso, comunicaci¨®n e intercambio de bienes y de ideas entre razas, culturas y religiones diversas, un empe?o para tender puentes y establecer consensos que prevalecieran sobre las diferencias que enemistaban a los pueblos, y para crear normas y leyes equitativas que pusieran fin a las guerras e hicieran posible la legalidad y la paz. Nada como el comercio fue creando espacios y oportunidades para que nacieran en la historia el individuo soberano y la libertad. Esta vocaci¨®n comercial la llevaba Marco Polo en la sangre; la hab¨ªa heredado de micer Nicolo y micer Mafeo, su padre y su t¨ªo, que lo precedieron en los largos recorridos por las tierras del Gran Kublai Jan, y a quienes ¨¦ste encarg¨® una misi¨®n ante el Papa, que los dos venecianos no pudieron cumplir porque, precisamente en ese momento, la Cristiandad se hallaba ac¨¦fala.
Pero la familia de los Polo -la estilizada muchacha de la galer¨ªa que vende los cuadros de Hrvoje Kapelina me informa que en Kurcula todav¨ªa quedan descendientes de aqu¨¦llos, que han a?adido a su nombre la part¨ªcula 'de' y ahora se llaman DePolo- hab¨ªa mamado la vocaci¨®n mercantil en su cultura natal, porque Venecia, que ha sido muchas cosas geniales en la historia, ha sido, primeramente, la ciudad comercial por excelencia. Ella conquist¨® el mundo, antes que con los ej¨¦rcitos que arm¨®, o con sus arquitectos y artistas que embellecieron Europa, o con esos astutos maestros de la negociaci¨®n y de la intriga que fueron sus pol¨ªticos, con sus banqueros, financistas y mercaderes que tendieron ese sutil archipi¨¦lago de factor¨ªas, dep¨®sitos, rutas, dependencias, ferias, mercados, que fue extendiendo por todo el mundo conocido, y filtr¨¢ndolos a lo a¨²n desconocido, las ideas y los mitos y las instituciones y los productos artesanales e industriales de Europa, y trayendo a ¨¦sta lo que las otras regiones del mundo creaban y produc¨ªan. Lo veo aqu¨ª, a cada paso, en esta mara?a de islas y puertos del Adri¨¢tico croata, donde la presencia veneciana sigue a¨²n viva y coleando por doquier, en los airosos campaniles de las iglesias, o en las galanas fachadas de los palacios desportillados que macul¨® el tiempo, y en los balconcillos que se asoman a las orillas como para que, en las calurosas tardes del verano, los vecinos se refresquen en ellas los pies. El admirable mercader Marco Polo fue un hijo tan representativo de su tierra como lo fue el eximio amatore don Giacomo Casanova o como lo fueron los ligeros compositores de m¨²sica barroca Vivaldi y Albinoni a quienes anuncian en todos los conciertos del Adri¨¢tico.
Ya no tengo m¨¢s pretextos para continuar aqu¨ª, revisando las pinturas del artista de Korcula, Hrvoje Kapelina, que vende su mujer, una muchacha de largas piernas y ojos color de alga marina, cuya filosof¨ªa comercial, original¨ªsima, nunca la har¨¢ rica. Me acaba de comunicar que ese ¨®leo del puerto de Kurcula envuelto por la niebla, que contemplo por d¨¦cima vez, no me lo vender¨¢ ni a m¨ª ni a nadie. Lo exhibe para darle gusto a su marido, a quien el amor al arte no hace olvidar la necesidad de la supervivencia, pero, como a ella le gusta mucho, a los potenciales compradores los ahuyenta poni¨¦ndole al cuadro en cuesti¨®n unos precios imposibles. 'M¨¢s bien, ll¨¦vese este dibujito de la torre de nuestra gloria local', me propone. 'Es muy bonito y s¨®lo cuesta quince d¨®lares'. Si hubiera sido un comerciante tan impr¨¢ctico como la esposa de Hrvoje Kapelina, micer Marco Polo no hubiera llegado jam¨¢s a ser aceptado en la corte del Gran Jan ni hubiera escapado al apetito de esos comedores de carne humana del Asia Central con los que se llev¨® tan bien.
? Mario Vargas Llosa, 2002. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PA?S, SL, 2002.
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